Historia y memoria
Algo tienen sin duda en común tanto la
historia y la memoria, a saber: el pasado. ¿Será que a una le corresponde
comprender y a la otra recordar el pasado, como nos lo sugieren las clásicas
propuestas de ambos términos? La memoria, aquí, parecería ser una materia
informe, sólo dada a conocer y utilizar a las comunidades tradicionales, así
como manipulada por sus distintos agentes y dispositivos –planes
gubernamentales, educativos, etc.- o representar ciertos contenidos limitados a
grupos específicos dentro de esas mismas comunidades –familias, partidos
políticos, movimientos de masas, etc.-; en cambio, es como si la historia, con
su propia historiografía –escuelas de historia, filosofías de la historia- y
ramas de especialización –historia económica, historia política, historia
cultural, historia antigua...-, con la memoria como accesorio y herramienta
didáctica, de modo en que el origen de esta misma estaría en los académicos, y
el de la primera en la sociedad sin más. La historia y la memoria, como dos
materias completamente autónomas, accesorios la una de la otra –la memoria
necesita de la historia para adquirir realismo, la historia suele utilizar a la
memoria como instrumento de enseñanza y claridad-, una relato, la otra ciencia.
Pero lo anterior nos parece, en realidad,
falaz. No sólo aceptar esta idea –la historia como lo auténtico y académico, la
memoria como accesorio y relato ideológico o tradicional pura y solamente-
sería relativista, pudiendo escoger el público tanto a una como a la otra según
su conveniencia, lo cual tornaría absurdo el supuesto de que la historia es más
rigurosa que la memoria, ya que su supuesta rigurosidad escondería –y esconde-
intereses ideológicos, económicos, culturales, o pedagógicos; mientras que
también implicaría no reconocer casos en los que historia y memoria o bien son indiferenciables,
es decir que no son separables, como ocurre, por ejemplo, en el caso de las obras
literarias históricas, o bien en los que la memoria, tomada con tanta
rigurosidad y veracidad como la historia, no desea o no necesita, siempre,
recurrir a la historiografía, a menos que sea para precisar hechos y confirmar
lo ya sabido, como ocurre con los mitos de civilizaciones tradicionales. Lo
mismo ocurre, en otro sentido, con las memorias orales de tribus y pueblos originarios, cuyas narraciones son tan historia como el recuerdo y transmisión
de dichas narraciones generación por generación son memoria.
Tal vez se trate de que tanto memoria como
historia son –o puedan ser- formas de conocimiento, y no sólo del pasado, sino
que, como su acceso a y crítica de lo pasado reabren al actual presente vías
olvidadas, perdidas o fallidas, también sean formas de conocimiento del mismo
presente.
¿Por qué, entonces, se puede hablar de
“políticas de la memoria”, por ejemplo, pero no de “políticas de la historia”?
Es cierto que, como hay historia de la política, también puede hacerse historia
–y, en efecto se hace- de la memoria. Pero si bien las dos particulares formas
de acceso al pasado que son ambas –historia y memoria- podrían definirse como
revisiones de dicho pasado, mientras la memoria sólo puede ser tal si se le da
primero un marco narrativo, juntamente con el marco espacio-temporal, la
historia necesita además de datos y hechos comprobables y no cambiantes, algo
que no ocurre necesariamente con la memoria, ya que las maneras de contar una
misma cosa pueden hacer variar ciertos puntos que, en el caso de la historia,
intervenirlos directamente y según cada narrador, implicaría una absoluta e
indefinida indecisión sobre aquello que se busca saber. Pero actualmente
también es bien sabido por muchos que el saber, la verdad o el conocimiento
sólo pueden constatarse intersubjetivamente, sin poder definirse objetivamente,
aparte de la humanidad que hace historia o que narra la memoria. Otra cosa que
comparten ambas es la selectividad: el pasado, así como el presente y hasta el
futuro –horizontes de posibilidad de ser intervenidos, porque el presente sigue
formando parte del ahora, estar “presente” significa aquí estar “estando y
siendo en el momento actual”-, tomados como formas que la temporalidad adquiere
ante el ser humano, nunca se nos da en su totalidad, y como totalidad, tanto si
hablamos del tiempo pasado como del futuro, se trata de momentaneidades que
sólo pueden ser capturadas como momentos, y así ni todo el pasado ni todo el
presente nos son dados a conocer. Ambas tienen motivos –o se les integran
motivos, ya que tras ambas están los grupos humanos que las hacen- para
seleccionar unos y no otros acontecimientos, unos y no otros datos, unas y no
otras voces. Pero si al menos con la memoria se vuelve fácilmente reconocible
que se trata de una materia limitada, todavía hace falta volver patente que
también la historia lo es. Y como se trata de revisiones del pasado, es decir
de revisiones de una parte del tiempo, realizadas en el tiempo, tampoco éste se
nos da en su totalidad. ¿Qué puede ser el tiempo? No responderemos aquí a esa
pregunta, pero consideremos simplemente la primera respuesta que a tal pregunta
diese Agustín de Hipona, quien, investigando su propia memoria, tuvo que
preguntarse también sobre el tiempo. Dice él en sus Confesiones: “¿Qué
es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero
explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es
que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no
habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero
aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya
no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre
presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si,
pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo
decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal
modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende
a no ser?” (Agustín, 1974, XI, 17). Así, si como algo esquivo, no puede el
tiempo ser conocido como un todo, en tanto que su esencia sería, así
considerado, su ausentarse de sí, la memoria de algún tiempo también tiene que
considerar esa esquivocidad en la cual desea participar, pero de la que
asimismo ella sólo es una parte, representación presente de lo pasado, y por
ende una delimitación narrativa y narradora que pretende reconstruir, para restituir
de algún modo, aquello que la historia, como crítica abstracta a aquel mismo
trozo de tiempo, no consigue sino rodear, volviendo patente ese vacío del
pasado nunca ya presente, lo que, sido en tanto sido en el pasado, ya no vuelve
a ser como tal tiempo, sino sólo como su nostalgia, como aquel relato cuya
virtud consiste en saber unir, coherente o incoherentemente, otros pretéritos,
entregando por un momento de uno o de muchos sujetos, aquella narración a
otros, una constelación luminosa o sombría que retoma la revelación de aquel
pasado en el recuerdo, pero sólo como un momento rememorable apenas, como una
iluminación o un ensombrecer espontáneos que, como un fogonazo de luz o un
apagón en sombras, deja siempre algo más oculto, poniendo en la voz y las
palabras de quien o quienes hablan la tarea de tener que elaborar, cada vez y
por sí cada uno, aquello que por un instante fue sacado del olvido y traído a
la memoria. Mientras que, cuando Agustín habla de la memoria, entre otras cosas
afirma: “heme ante los campos y anchos senos de la memoria donde están los
tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los
sentidos. Allí se halla escondido cuanto pensamos, ya aumentando, ya
disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los
sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha
sido aún absorbido y sepultado por el olvido.” (Agustín, 1974, X, 12). Y más
adelante, incluso dice: “Grande es la virtud de la memoria y algo que me causa
horror, Dios mío: multiplicidad infinita y profunda. Y esto es el alma y esto
soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy? Vida varia y
multiforme y sobremanera inmensa.” (Agustín, 1974, X, 26).
Si es menester para
que el hombre sea, y además que sea algo, aquí se trata de algo que recuerda,
como si alguien afirmase: “mi alma es mi memoria, y mi memoria es mi alma”; o
también: “recuerdo, luego existo”; y “soy mi memoria, mi memoria y yo somos una
y la misma cosa”. Si bien agustín niega existencia auténtica al tiempo
(afirmando que Dios, como un ser eterno es aquel que, sumo y supremo, es puro
presente en acto), considerando que hay algo más allá que la memoria, a saber
Dios mismo, la memoria le ha servido para buscarse a sí mismo, desde fuera
hacia adentro, encontrándose consigo mismo en su yo interior.
Es como si la
memoria, en relación de nuevo con la historia, tuviese que recordarle que, en
tanto es historia y no memoria, no puede recordarse de sí, siendo obra más del
presente, tiempo en el que se la utiliza, que del pasado, en el que busca sus
objetos, sin llegar nunca a dilucidar cuáles sean: si el pasado mismo no puede
serlo, ¿serán los datos y hechos pasados? ¿Los testimonios sobre un
acontecimiento, de quienes vivieron en el pasado? No lo sabemos. Atendamos
aquí, otra vez, a lo que más arriba sugeríamos sobre la historia. A este
respecto, vienen a ser clarificadoras las siguientes afirmaciones que, en sus
Tesis sobre filosofía de la historia, indica Walter Benjamin. En su Tesis 5,
comienza diciendo: “La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al
pasado sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más
ser vista, en el instante de su cognoscibilidad.” (Benjamin, 1989, p.180). En
su Tesis 6, afirma asimismo: “Articular históricamente lo pasado no significa
conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un
recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro.” (Ibidem).
Memoria, recuerdo y olvido
Puede que la memoria
sea aquel campo interior de los recuerdos, de los cuales una absolutamente
coherente y terminada elaboración se colegiría la historia –o biografía-
personal, pero que, siendo generalmente ésta o bien nunca alcanzada, o bien
nunca escrita por uno mismo, el recurso más simple y directo es la misma
memoria. La memoria no produce los recuerdos, pero tampoco es una tabula rasa,
y aún cuando algunos recuerdos necesitan de una reelaboración, como intenta el
psicoanálisis con lo inconsciente, estos necesitan de la memoria para emerger
del olvido, pero si se olvidan no es sin ninguna razón. Hay quienes, contra la
militancia acrítica o sin más de la memoria histórica o política, reivindican,
sin embargo inútilmente, al olvido como la alternativa salvadora a aquellos
recuerdos traumáticos o experiencias y vivencias no deseadas. Así, por ejemplo,
existe una canción actual que dice: “dicen que en la vida, no gana el que se va
si no el que olvida” (El que olvida, de Ricardo Arjona). Ni a la memoria ni al
olvido hay que elogiarlos, sacralizarlos o cristalizarlos sin más en ciertos
monumentos o actos simbólicos como celebraciones de efemérides. Pero un modo de
tramitar un trauma tal, en vez de olvidarlo, es adjuntarle un sentido nuevo,
por ejemplo lo que ocurre con el Día Nacional por la Memoria en nuestro país:
originalmente, se trata de una fecha –el 24 de marzo de 1976- que supone el
inicio formal del golpe cívico-militar que marcaría una destrucción integral
del cuerpo social y político nacional, pero desde su resignificación en 1983,
con el retorno de la democracia, implica el intento de “recordar para no
repetir” una tragedia histórica. Hoy sabemos bien que ese trauma histórico
continúa insistiendo, resurgiendo bajo diferentes formas –golpes de mercado,
crisis económicas, polarización de los sectores sociales, etc.-, mientras
grupos y organizaciones de derechos humanos vuelven a insistir, de nuevo como
en otras épocas, en recordarnos aquella advertencia que, en otro contexto pero
con similares sufrimientos y consecuencias tuvieron para millones de personas,
sobre los campos de concentración y exterminio nazis, hiciera Primo Levi: “si
ocurrió, puede volver a ocurrir”.
Es así interesante
como, aún cuando hayan quienes revisen, en vano, el olvido como alternativa a
la memoria, sus víctimas, los olvidados, aunque no sean directamente sus
objetos de estudio –lo que el olvido necesita para cumplirse es que se olviden
los recuerdos, no que éstos regresen-, insisten con su regreso. Como los ex
combatientes de Malvinas, como los detenidos y desaparecidos, más allá de su
número, como los abandonados, los desahuciados o los marginados. Como hay
políticas de memoria, también las hay del olvido: y todas las políticas
llevadas a cabo por gobiernos antidemocráticos en los pasados dos siglos que va
de la historia nacional, como la mal llamada “Campaña del desierto”, como se
bautizó oficialmente a una conquista sobre pueblos originarios –se hablaba de
“desierto” como si en esas tierras no hubiese nadie, y como si los indígenas y
gauchos no fueran más que ganado al que sacar de donde estuvieran molestando el
paso a los hombres blancos-, o como con la “Solución final” con la cual Hitler
pretendía ocultar el exterminio sistemático de las llamadas por él razas
inferiores –desde los judíos, pasando por los gitanos, los homosexuales, los
rusos, los polacos, hasta llegar a diezmar a ciertas clases de alemanes no
completamente arios-. Alguna vez, alguien dijo que no hay mayor forma de odio
de una persona hacia otra que el olvido. Por suerte, del mismo cantautor antes
citado, existe otra canción que dice: “Olvidarte es un intento que no lo deseo
tanto, porque tanto es que lo intento que me acuerdo mucho más; y he llegado a
sospechar que mi afán de no acordarme es lo que me mantiene enfermo de
recuerdo” (Olvidarte, de Ricardo Arjona).
Es la lucha contra
el olvido sistemático lo que, con su particular forma de resistencia y rebelión
contra aquel mismo olvido, dice El olvidao (título de una canción de Néstor
Garnica), que con su voz y sus palabras levanta una negativa contra los que
prefieren olvidarse de los oprimidos, intentando borrarlos de la historia. Dice
así un fragmento de la letra: “soy el olvidao en la alcancía del tiempo, el que
se quedó de pie poniéndote el pecho (...) de mí, no se acuerdan dicen que nunca
me vieron, que no soy de aquí, que ya no tengo remedio. (...) Hambre y rebelión
fueron creciendo en mis manos. No quiero de más, quiero lo que es mío, al mazo
trampiao voy a torcerle el destino”.
Memoria y libertad
Si los olvidados
insisten, ello tal vez se deba a que el acallamiento de sus voces, la sombra de
horror que arrojan sobre una historia siempre incompleta, demuestre que es
falaz aquella vieja afirmación de la intelectualidad en general, que creía que
necesariamente la historia siempre va en progreso hacia un futuro mejor. Hoy el
neoliberalismo desmiente por su exclusión y su catástrofe necropolítica, sus
propias promesas como modelo económico y político capaz de llenar los vacíos
dejados por igual por otros modelos populistas o democrático-liberales que sólo
formalmente volvían realidad las promesas democráticas. Lo anterior nos resulta
y parece tan cierto e innegable, como lo que afirmaba la filósofa judío-alemana
Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, sobre que los derechos humanos
“emergen como problemas solo en el momento en que son negados los derechos
políticos, porque son estos los que fundan aquellos, y no al revés.” (Giglioli,
2017 [2014], p.51). Agreguemos a esto que, además, los derechos humanos, para
ser tales, han de constituirse también como derechos tanto políticos como
populares y civiles, y que no se trataría de categorías de derechos
específicos; por lo tanto, no debiéramos separar, como nos acostumbran en el
colegio, los derechos “individuales” –a la vida, al trabajo digno, entre otros-
de los derechos “políticos” –votar, tener una vivienda digna, derecho a un
salario mínimo vital y móvil, horas limitadas de trabajo, etc.- en derechos de
primera y de segunda generación, unos como civiles y otros como laborales, sino
que, al ser todos los derechos recíprocos e interdependientes entre sí,
compartiendo sus características comunes –que sean inalienables o indivisibles,
por ejemplo. Por lo que, quizás, debería instituirse tanto como principio político
así como actitud jurídica, el derecho a la memoria, es decir no ya la
obligación de recordar, sino la necesidad y libertad de ejercicio de la
rememoración, permitiendo que el previo ejercicio espontáneo y libre de
cualquiera de hacer memoria sea, asimismo, posible de ampliarse colectiva y
libremente, gracias, además de con la solidaridad ciudadana, con apoyos
institucionales de los gobiernos y el Estado, para instituir históricas
políticas de memoria duraderas.
Tal vez sólo gracias
a la memoria sea que el ser humano y el mundo que habita puedan ser libres, no
porque fuese posible liberarse absolutamente de toda necesidad, sino que,
justamente por ser consciente de qué sea necesario, qué posible y qué imposible
e innecesario, las dos promesas que implican hacer política cobren nuevamente
sentido, a saber, convivir juntos superando los conflictos en común, y volver
vivible lo posible, al conseguir unir lo posible con lo deseable.
Si atendemos ahora a lo que dice león Gieco en
su canción La memoria, comprenderemos mejor por qué afirmamos que sólo si somos
memorantes –es decir, si además de tener memoria, somos capaces de comprender y
revisar lo que esa memoria nos dice- podemos ser libres y vivir dignamente.
Para él, “todo” está guardado, clavado, escondido y cargado en la memoria; la
memoria es sueño, espina, refugio y arma de la vida y de la historia. “La
memoria despierta para herir a los pueblos dormidos que no la dejan vivir libre
como el viento.” Y, más adelante, dice: “Los desaparecidos que se buscan con el
color de sus nacimientos, el hambre y la abundancia que se juntan, el maltrato
con su mal recuerdo.” Porque “La memoria estalla hasta vencer a los pueblos que
la aplastan y que no la dejan ser libre como el viento.” Es así que podemos
comprender cómo, según nos lo vuelve a decir esta canción, es gracias a la
memoria que la historia y su materia, la vida de las personas y los pueblos,
puede mantenerse segura, es gracias a ella que la historia se refugia, se
clava, se esconde y se carga, así como sustenta y protege a la misma vida; su
potencia no son ya los recuerdos, que una especie de memoria individual
produciría y conservaría, sino la vida, mientras su devenir y puesta en acto,
según nos parece, sería la historia. Un poder que, partiendo de y apoyándose en
la vida, le da a ésta su soporte y supervivencia, contra aquel otro poder que,
desde la necropolítica –o la biopolítica-, domina, disciplina y controla a las
vidas y cuerpos humanos, con un Estado sin pueblo –que se encarga de su porción
soberana-, instituciones disciplinarias –como cárceles u hospitales de
encierro- y con dispositivos de control social, que hoy en día también
organizan sus propios campos de dominación: si en el pasado, los campos de
concentración eran el paradigma donde soberanía, disciplina y control se
descargaban sobre los detenidos y desaparecidos con toda su fuerza, hoy son las
mismas grandes ciudades, cuyas calles y zonas polarizadas, permiten construir
tanto horizontes de cambio social como herramientas parajurídicas, al margen de
la ley, que son aparatos de control social, como villas miseria, barrios
empobrecidos o zonas precarizadas.
Pero, ¿puede ser la
memoria –cualquier clase de memoria- “libre como el viento”? Gracias al
psicoanálisis, hoy somos conscientes de que, en verdad, es difícil concebir
memoria alguna que, atada como lo está tanto a condiciones inconscientes
individuales y colectivas, como a otras tantas condiciones –y
condicionamientos- sociales, económicos, ideológicos, culturales e históricos,
sea realmente libre. Si bien no toda experiencia atroz del pasado siglo XX –las
dos Guerras Mundiales, los genocidios masivos de armenios, judíos y otras
poblaciones precarizadas, la detención y desaparición de decenas de miles de
personas durante las dictaduras latinoamericanas de las décadas del 70 y el 80,
etc.- ha quedado o bien vedada o bien destruida por el horror de la misma
vivencia de los supervivientes, hay que reconocer que ni la población en su
mayoría fue predispuesta a su memoria, más bien a su olvido, ni quienes sí han
podido hablar de sus experiencias como familiares o como participantes directos
de las detenciones y desapariciones en masa lo han hecho sin haber primero
necesitado de tiempo y solidaridad para reelaborar sus traumáticas vivencias. El
mismo Primo Levi, hablando en sus libros sobre su paso por los campos nazis,
confesaba que él mismo, así como muchísimos de los supervivientes, llegó a
sentir muchas veces que eso que había vivido no era real, sino que se parecía a
una terrible pesadilla de la que quería despertar, y después de la liberación,
aún pasados muchos años de aquello, seguía teniendo sueños donde revivía los
que por entonces le permitían escapar, por breves períodos de sueño, del
horror, en los que volvía a su casa a contar lo vivido, pero pronto perdía la
atención de quienes lo rodeaban, hasta entrar en otro donde revivía ser
despertado por los capos de los campos para volver a trabajar.
Pero si la memoria
pudiera, aunque fuera fragmentariamente, refugiar y resguardar lo vivido, aún
tratándose de algo doloroso, clavado en la misma memoria, ella tendría la
capacidad para devolver, si no el sentido, al menos el recuerdo, a la vida de
los que siguen viviendo, transformando el relato de lo vivido en testimonio,
para dar justicia a los culpables, haciendo justicia a la misma historia, que
sólo con su paralelo en la memoria consigue continuar registrando el pasado.
Sueño de la vida y de la historia, porque gracias a la memoria la realidad,
cuando se sufre como pesadilla, puede replegarse en sí misma y otorgarle al que
sufre un mundo que, si es imaginario, no por ello deja de tener como horizonte
a la misma realidad, no por escapar de ella momentáneamente, sino que,
justamente por forjar la posibilidad de otra realidad nueva, que mejore la vida
presente y futura, al distinguirse de la realidad injustamente impuesta para
someter al oprimido, dándole al sufriente, ahora como soñante, una forma de
conservar sus deseos y esperanzas más allá de la realidad actual. Espina,
porque lo que alguien ha vivido de forma espantosa e injusta, uno mismo lo
quiere lejos, como vivido por otro, sepultado por el olvido, pero su conciencia
insiste que, incluso si se le ha impuesto vivirlo, puede que también se le
imponga conservarlo en su memoria, compartirlo con los demás, y quizás así
pudiere sentirse más libre, sólo por haberse vuelto consciente del mal
innecesario que, en el pasado, lo sujetaba, inconscientemente, al dolor y a la
impotencia. No elegimos qué recordar y qué no, como opinan los seguidores del olvido,
sino que, inconsciente e históricamente, lo queramos o no, tanto el mal propio
como el ajeno, cercano o lejano en el tiempo y en el espacio, si de él no se
nos impone necesariamente vivirlo, experimentarlo y aceptarlo, sí, en cambio,
se nos impone conocerlo y compartirlo, en la medida que su conocimiento y
narración en común nos hermane en el dolor como en la posibilidad –sino en la
necesidad- común de cambiar la realidad injusta, pasada o presente, para crear
recuerdos y memorias nuevos y mejores. Sólo si tenemos memoria podemos ser
ciudadanos responsables de nuestra historia, sin la cual toda historia perdería
toda relación con el tiempo, con el pasado que desea reconstruir, así como con
el presente que quiere comprender, y con un futuro que sueñe con manejar, no
porque alguien pudiera predecir el futuro, sino porque sólo gracias a la
memoria, individual y colectiva, la historia puede captar sus signos en el
mismo presente.
Caminantes de la memoria
Como en La canción
es urgente, de Teresa Parodi, en la que los que cantan lo hacen para salvar sus
voces del silencio del olvido, también hace falta, creemos, caminantes de la
memoria, aquellos que, como los juglares de la Antigua Grecia o de la Europa
medieval, o como los primeros payadores, como los sacerdotes de los diferentes
pueblos originarios, vayan iluminando la oscuridad del tiempo con sus antorchas
memoriosas, no para alabarlos o elogiarlos, sino para evitar que cualquier
clase de olvido opaque por demasiado tiempo las huellas de nuestra memoria
compartida, cuyos pasos nos permitan recorrer siempre de nuevo los senderos que
condujeren oportunamente hacia el pasado, siempre pudiendo reencontrarlo,
recontarlo y recompartirlo con los demás, que se nos unieren en nuestro camino
sin fin por el tiempo de esta vida, con el futuro como horizonte presente.
“La canción es
simiente, es de barro y de cielo, es semilla y espiga, es futuro y recuerdo. La
canción es urgente, viene y va compartiendo con dolor y alegría el mismísimo
sueño. Quiero dártela ahora con las ganas que tengo, en el nombre de todos los
que no se rindieron. Que tu voz la levante, que la suelte en el viento, y que
suene a victoria cuando rompa el silencio.” Así, si es urgente cantar por la
memoria, también es menester caminar con y por ella, para que sueñe a la
historia, cuando el olvido opaque y someta al tiempo.
Bibliografía utilizada:
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Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia. Prólogo,
traducción y notas de Jesús Aguirre. Buenos Aires: Taurus, Alfaguara, S.A. 1989
(1972).
Garnica, Néstor: El olvidao,
letra extraída de https://www.musica.com/letras.asp?letra=1733038.
Gieco, león: La memoria.
Letra extraída de https://www.musica.com/letras.asp?letra=820230.
2001.
Giglioli, Daniele:
Crítica de la víctima. Barcelona: Herder, S. L. 2017 (2014).
Parodi, Teresa: la
canción es urgente, letra extraída de https://www.musica.com/letras.asp?letra=1838689.
San Agustín de
Hipona: confesiones. Madrid: Editorial católica, S. A. 1974. Libros X, XI.
Bibliografía sugerida:
Agamben, Giorgio:
Homo Sacer III. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Traducción
y notas: Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Pre-textos. 2000. Disponible en https://drive.google.com/drive/folders/1pavp0b4-Jse4ME5szyb2zBrnZldCPGh6.
Arendt, Hannah: Los
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S. A. 1998 (1951; 1973).). Disponible en www.lectulandia.com.
Benjamin, Walter:
Sobre el concepto de historia. Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Estudio Preliminar y
Traducción de Bolívar Echeverría (UNAM). Rosario: Prohistoria Ediciones. 2009.
Butler, Judith: Cuerpos
aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Traducción
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________________Vida precaria: el poder del duelo y la
violencia. Traducción de Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós. 2006.
Foucault, Michel:
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Traducción de Horacio Pons. Buenos Aires: FCE. 2006.
________________Nacimiento de la biopolítica. Curso en el
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Gieco, león: El
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Heredia, Víctor:
Sobreviviendo. Letra disponible en https://www.musica.com/letras.asp?letra=981070.
2006.
Levi, Primo:
Trilogía de Auschwitz. 1958, 1963, 1989. Traducción: Pilar Gómez Bedate.
Prólogo: Antonio Muñoz Molina. Disponible en www.lectulandia.com.
Martiniuk, Claudio: ESMA: Fenomenología de la
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Monacelli, Fernando:
Sobrevivientes. Buenos Aires: Alfaguara. 2012.
Nora, Pierre: Los
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Ediciones Trilce. 2008.
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Traducción de Gabriel Aranzueque. Madrid: Arrecife Producciones, S. L. 1999.
Disponible en https://ebiblioteca.org/?/ver/129322.
_____________La memoria, la historia, el olvido. Traducción
de Agustín Nhira. Buenos Aires: FCE. 2004 (2000).
Rieff, David: Elogio
del olvido. Las paradojas de la memoria histórica. Traducción de Aurelio Major.
Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. 2017 (2016).
Rivera, Carlos:
Recuérdame. Letra disponible en https://www.musica.com/letras.asp?letra=2347193.
Seoane, María; Caballero, Roberto: La trágica y luminosa historia de Ignacio
“Guido” Montoya Carlotto, robado por la dictadura y recuperado por Abuelas de
Plaza de Mayo. Buenos Aires: Sudamericana. 2015. Disponible en https://ebiblioteca.org/?/ver/130526.
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