martes, 24 de marzo de 2020

La memoria sigue viva: conmemorando el Día de la memoria

A pesar de tener que quedarse cada uno en su casa, la memoria sigue viva, en cada argentino y argentina, conmemorando cuarenta y cuatro años del último y terrible golpe de Estado, que implantó durante siete años la peor dictadura cívico-militar que recuerda nuestra historia.
A pesar de estar imposibilitados de marchar públicamente, a causa de la cuarentena obligatoria dispuesta por el gobierno nacional, la memoria no deja de circular, en redes sociales y con mensajes diversos, para recordar y rememorar a los más de treinta mil detenidos y desaparecidos. Judith Butler nos dice, en Cuerpos aliados y lucha política, que las diversas formas de reunión de las personas no se limita al movimiento o a la acción; contempla también la inmovilidad o la inacción, el confinamiento o aislamiento de las cárceles, incluso el aislamiento voluntario que hoy día nos vemos obligados a soportar a causa del Coronavirus.
La autora estadounidense sostiene la interesante tesis de que la reunión -y el derecho a toda reunión- es la precondición de la misma política, no limitada a su presencia o ausencia en las cartas constitucionales o a la disposición de los distintos gobiernos a otorgar o retirar el derecho a reunirse. Los cuerpos no están limitados ya al espacio físico; consiguen cohabitar también el espacio digital, ya que la circulación global de las ideas, los reclamos, las protestas y los recordatorios, conmemoraciones y otras actividades se difunden por los medios virtuales.
A nivel de la política en su sentido inmediato, queda por discutir si, en lo sucesivo, sería deseable y efectivo un departamento de la memoria colectiva, no sólo para hacer cumplir el mandato ético-político asumido por diferentes organizaciones de derechos humanos, de recordar y revivir las memorias de tantos y tantas desaparecidos y asesinados sistemáticamente durante la última dictadura, sino también para hacer lo mismo con otros, otras y otres que continúan en estado de desaparición y detención de sus cuerpos, memorias y vidas, en las cárceles, en los territorios marginados de las grandes ciudades del país -como del mundo-, de las víctimas de violencia machista y familiar, de la persecución política, mediática y judicial, como de tantos grupos y poblaciones que han sido silenciados durante siglos: los pueblos originarios, por ejemplo.
Recordemos, para no olvidarlo: el gobierno de Cambiemos, como hicieran antes los de Menem y De la Rúa antes que él, pusieron en práctica diferentes políticas de desaparición, reversos de sus propias versiones de la desaparición de la política como proyecto antipopular -lo que hemos venido en denominar desfantocracia-, empobreciendo en extremo a la mayoría de la población, con genocidios sociales de diferentes alcances. Durante el gobierno de Cambiemos, por notar sólo su propia insidencia, desaparecieron los tripulantes del Ara San Juan, activistas como Rafael Nahuel y Santiago Maldonado, entre otros, cuyos asesinatos programados por el gobierno nacional de entonces estuvieron en línea de su ideología de desprecio a los pobres y de genocidio cultural a los pueblos originarios.
Queda hacer, como se reclama y exije, memoria, verdad y justicia por las, los y les nuevos desaparecidos, así como por los que siempre ocupan el espacio de la memoria colectiva, ya que recordarlos y rememorarlos, es decir revivirlos al revivir sus memorias, es tan imperativo como lo es, desde el final de la última dictadura, hacerlo con aquellos detenidos y desaparecidos. Los de ayer, los de hoy y los de siempre tienen un lugar, no sólo en la memoria de sus familias, sino que, por imposición ética y moral, tienen que tenerlo en la memoria colectiva y nacional.
Hace falta un cambio cultural y político, para que la desaparición como política -o, mejor dicho, como antipolítica-, convertida en las políticas de desaparición, dejen de disputar la hegemonía a las justas y celebradas políticas de memoria. En Chile, Brasil y los Estados Unidos, por sólo mencionar a estos países, los gobiernos pregonan las políticas de olvido, odio y desaparición como políticas de Estado; Bolsonaro es un claro ejemplo de ello, al haber estado a punto de legalizar despidos masivos en su país por la crisis económica agravada por el Coronavirus; al pedirle al presidente Trump la nacionalización de varvijos, el mismo le respondió al alcalde de Nueva York que, si quiere algo así, tiene que largarse a Venezuela. Mientras, son países como Venezuela, Cuba o Argentina los que, con mejores o peores resultados, aplican políticas que pugnan por evitar nuevas políticas de sacrificio, aún cuando el sacrificio como tal no pueda ser eliminado por completo de sus sistemas de vida.
Memoria, verdad y justicia: ya sea reunidos en asambleas públicas, en las plazas o en las calles, en monumentos, o incluso reunidos a través de las redes sociales y otros medios tecnológicos por Internet, seguimos celebrando y conmemorando, reviviendo y rememorando, con dichas consignas, con dichos principios, que son ya imperativos de la ética pública, tantas vidas y memorias, para continuar su legado de lucha con nuevas luchas, aunque con ideales y valores similares, con los mismos propósitos y con el horizonte del futuro abierto. A saber, que el velo del olvido se vaya retirando, poco a poco, de encima de la historia; que asimismo, los olvidados puedan convertirse en recordados, que los condenados no mueran en vano, que la misma condena a sus vidas y memorias, de clase, pueda detenerse. no se trata de detener la historia, sino de retener lo irretenible, restituir lo irrestituible; en definitiva, reiniciar cada vez la historia, abriéndola a la posibilidad de un presente y de un futuro nuevos, con más derechos y mejores condiciones sociales, económicas y jurídicas.

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