jueves, 19 de marzo de 2020

Coronavirus, pandemia e inmumitarismo: estado de emergencia y biopolítica

Hace minutos, acaban de confirmarse las medidas más severas que el Estado argentino -gobierno y población incluidos- aplicará al respecto del Coronavirus, cuyos efectos devastan el mundo entero, pero cuya mayor cantidad de víctimas se localiza, al menos hasta el momento presente, en Asia y en Europa, más específicamente en China, Japón e Irán, Italia, Rusia y España. Sin embargo, también en América, especialmente en los Estados Unidos, además de Latinoamérica, ampliando sus efectos a toda la región: México, Perú, Brasil, Chile y, más recientemente, la Argentina.
Si en China e Italia, las medidas de histeria o neurosis social -cercanas a la psicosis social, por cierto- han sido, desde un principio, evidentemente de claros sesgos biopolíticos, nos esperábamos algo diferente en el caso nacional. Después de los campos de concentración, convertidos en los actuales campos de refugiados, junto con las cárceles y los asilos mentales, los nuevos centros de aislamiento son lo último en fabricación de dispositivos de control.
La nueva vigilancia global no es sólo de tipo militar y económica, como clásicamente conocíamos; a ello debemos sumar los factores mediáticos, del llamado hoy día cuarto poder, de tipo comunicacional, además de neoliberal, de inteligencia y hasta cibernética. Pero con la rápida extensión global del Coronavirus, la institución sanitaria, rama de la hace ya siglos, hegemónica ciencia médica, cuya instrumentación por parte de los gobiernos en medio de crisis que son tanto económicas como de la salud, ayudan más a mantener que a disminuir dicha situación de locura social.
En el caso nacional y local, pareciéramos habernos adelantado. De hecho, no ignoramos contar con uno de los mejores sistemas de salud del planeta, con centros de investigación y desarrollo de avanzada, con grupos de médicos y médicas altamente preparados. Empero, la cuarentena obligatoria, que hace minutos el gobierno nacional informara, cuya puesta en acto comenzará a partir de las cero horas de mañana, no nos deja del todo satisfechos. ¿Cómo las fuerzas del orden, la gendarmería, la policía y la prefectura, aplicarán las nuevas medidas de biopolítica explícita? Sin haber todavía caído en el estado de sitio, las palabras utilizadas en el último discurso del presidente, diciendo que dichas medidas están contempladas dentro de lo que dispone la democracia, en realidad no tranquilizan; como ya advirtiéramos en entradas pasadas, toda democracia contempla, desde hace tiempo, su autosuspensión; eso es lo que, en términos jurídicos y formales, denominamos estado de excepción, para el cual un estado de sitio no es un requisito necesario; no hace falta que un totalitarismo o una dictadura impongan sus medidas excepcionales, antidemocráticas siempre, para que se de un estado de excepción. En la actual situación nacional y global, el estado de excepción, que cruza la crisis de hecho con el derecho, constitucionalmente, dispone al estado de excepción su propia posibilidad, ya sea con leyes o con decretos.
En nuestra penúltima entrada del año anterior, guardábamos esperanzas de que el nuevo gobierno dispusiera de las medidas apropiadas para sacarnos del estado de excepción que, más acabadamente, Cambiemos dispusiera y aplicara entre diciembre del 2015 y finales del 2019; a fin de cuentas, Agamben nos recuerda, señalando el debate que sobre dicha problemática surgiera entre Walter Benjamin y Carl Schmitt, con la particular relación que entre violencia y derecho se pone de manifiesto al surgir el estado de excepción -antiguo y moderno-, no siempre su existencia es motivo de ir en contra de los intereses de los pueblos. Un poder revolucionario, no sólo instituyente, como lo pensaba Benjamin, sino también -y a la vez- destituyente, puede tomar por base un tipo particular de estado de excepción; dentro de la misma democracia real, dicha forma aparece, al menos a nivel restituyente, cuando se establece como campo de lucha entre dos de sus formas: el estado de necesidad y el estado de emergencia, en el cual el primero suele ser impuesto y reglado por el poder oficial, por las fuerzas institucionales del orden, mientras que el segundo suele expresar y expresarse como extensión, jurídica y política, de una realidad, de la actual crisis financiera, tarifaria, social, sanitaria y judicial que, como acabamos de indicar, no es reciente. ello es expresión de la pesada herencia que dejara Cambiemos para el nuevo gobierno.
El estado de emergencia, sin embargo, no puede durar para siempre. Las medidas llamadas de emergencia son, en efecto, la expresión en el contexto jurídico, de dicha realidad crítica, a la vez que un intento por su detención y regresión; si el estado de derecho yacía suspendido, en detención, la nueva detención de la anterior detención del derecho supondría, ante todo, en una especie de dialéctica jurídica, un momento de anticipación de la vuelta al derecho, de la antesala de la reactivación o nueva puesta en acto, de continuación, de dicho estado de derecho.
En el momento actual, en el que las medidas estatales de lucha contra el virus, sin el recurso a una vacuna, se anuncian y enuncian día a día, están en jaque a la misma economía política de entrada del gobierno -de corte peronista y popular-, a la vez que nos pone en guardia para, en la medida de lo posible, frenar el pánico generalizado.
El nuevo estado de riesgo pugna por totalizar y devorar, ahora completamente, el plan económico-político del FDT, cuyo declarado estado de emergencia buscó siempre, en verdad, acabar por institucionalizar dicha realidad excepcional, con medidas paliativas que, por otro lado, sirven o deberían servir como anticipación de las políticas de, ya no recuperación, sino de crecimiento y mantenimiento de una futura situación de sostenibilidad y normalización nacional de la economía, especialmente del mercado interno.
La biopolítica declarada del gobierno nacional, que sin embargo busca reducir la exponencial cantidad de violencia que las instituciones utilizarían para combatir una proporcional violencia caótica, social y sanitaria, por no haber tomado otras medidas de contención a tiempo en los casos de China o Italia, además de otros países que ya se encuentran a mitad de camino de quedar en su misma situación, convive con  las políticas de cuidado, de recuperación de la economía, así como con el conocido nuevo modelo, de origen tercermundista y de Estado de bienestar.
Hasta que la competencia internacional por conseguir lo antes posible una vacuna efectiva contra el virus decida un ganador, el mundo podría enfrentarse, en lo sucesivo, a una cuarentena mundial, por, aproximadamente, un año y medio.
Recordemos: el declarado estado de exclusión y de sacrificio del macrismo empobreció de forma extrema a la mayoría de la población. Si el nuevo estado de emergencia, que peligra convertirse en su totalidad en el tenso estado de riesgo, prevalece, la sociedad entera peligra, creemos, en caer, nuevamente, en una repetición, si bien menos catastrófica en el corto plazo, de un nuevo estado de sacrificio al largo plazo.
La vigilancia médica, que se supone de emergencia, forma parte de la fase secular de las nuevas formas de la institución sacrificial. Si la tesis de René Girard en 1973, con la publicación de su celebrada obra La violencia y lo sagrado, era aquella que asume que el poder judicial, los congresos y el resto de instituciones jurídicas, reemplazaron -insuficientemente, por cierto- a la arcaica institución del sacrificio, la nuestra es un poco distinta, aunque guarda sus similitudes: a saber, que la medicina, tanto en su fase teórica en investigaciones como en la práctica, en su aplicación e implementación, vuelve a capitalizar no sólo el control poblacional sino el disciplinamiento, durante siglos disputado por las fuerzas carcelarias, militares y policiales; sólo comparable dicha capitalización con aquellos momentos de la historia en que las enfermedades endémicas pusieron a medio mundo al borde del apocalipsis, como durante la peste negra del siglo XIV, su hegemonía conseguida como ciencia entre los siglos XVII y XIX, o su competición con los asilos mentales y psiquiátricos durante buena parte del pasado siglo XX, la medicina deja de ser una fuente de conocimiento independiente de los poderes fácticos, para convertirse, una vez más, en un dispositivo o instrumento de algunos pocos, cuyos intereses suelen estar lejos de las realidades populares. Vuelve la medicina a ser una herramienta al servicio de la excepcional situación de pánico y neurosis o psicosis social, de gobiernos desesperados por respuestas rápidas y, en el peor de los casos, un saber-poder en manos de las grandes compañías farmacéuticas, antes que en la de grupos o gremios de los propios practicantes de su ciencia, los médicos, sus centros de investigación, o de gobiernos que incluyen a la salud entre sus políticas de Estado.
La situación -sólo en parte comparable a un primer brote del virus en Asia, pero cuyos efectos se redujeron a dicho continente, así como al brote de la Gripe A-, que ofrece amplias posibilidades para la polarización social o étnica -en su última conferencia, Donald Trump lo llamó "virus chino", mientras que, atendiendo a las últimas teorías en materia de conspiración, su contra parte asiática bien podría llamarlo "virus yankee"- recuerda a las clásicas películas de zombis, novelas como El corredor del laberinto de James Dashner, la rueda celeste de Ursula K. Le Guin, el manga y anime Elfen Lied... La CF de terror se compara a la nueva realidad internacional. Lo peor quizá no sea tanto el estado de detención indefinida que las fuerzas del orden en todo el mundo aplican a quienes, al salir a las calles en zonas aisladas -Estados en cuarentena-, no pueden justificarse, frente a los que, en cambio, salen por extrema necesidad, sino más bien la indefinida extensión a todo tipo de poblaciones de la enfermedad. Si bien los niños/as parecen no padecer activamente la enfermedad, no por ello la contagian menos; las poblaciones de riesgo, ya conocidas, no están menos expuestas que la mayoría a contraer la enfermedad. La suspensión temporal de las actividades normales -clases, gimnasios, trabajos, etc.- no dejan de señalar el indefinido estado de riesgo que invita a suspender toda reunión, no ya por miedo al terrorismo, sino al contagio; sus formas, por aire y saliva, casi indetectables, que dejan poco margen a la exposición normal de los sospechosos de contraer la enfermedad en viajes a países que no supieron contenerla a tiempo, así como la insuficiencia de los métodos higiénicos conocidos -como en el caso de la gripe común-, vuelven al virus mucho más peligroso.
La población afectada es extensible; el factor de sacrificio -la población a ser sacrificada para prevenir o curar la enfermedad- ya no se limita a rasgos culturales, religiosos, políticos o, como desde la irrupción del neoliberalismo, económicos; sin importar a qué clase pertenezca o qué creencias tenga, toda persona es proclive al contagio.
Más que ser nuestra actual sociedad resultado de una serie de máquinas o dispositivos, como piensan Foucault y Agamben, o de meras disputas y luchas, polarizaciones o discusiones, nos ceñiremos, en adelante, a incluir todas aquellas apreciaciones, diagnósticos y categorías bajo una mayor caracterización de la misma bajo una denominación propia que, a su manera, busca ampliar y corregir una tesis de Georges Bataille, para evitar que sus ideas caigan en el anacronismo o el reduccionismo sociológicos: a saber, la de lo sacro-profano; una sociedad sacro-profana no es ni totalmente una religión secularizada por el capitalismo -como cree Hinkelammert-, ni un sistema de vida que, a pesar de estar emparentado con otros, presentes o pasados, de origen sagrado, ha perdido completamente su fuente religiosa, quedando reducido a una máquina industrial de trabajo, o a una economía que sólo buscara acumular fuerzas, contra otros, que se caracterizaran por consumirlas; reúne ambas características, a la vez que un paulatino retorno, en convivencia, de las diversas prácticas religiosas, con sus profundos compromisos políticos y metafísicos, con sus rituales, que se extienden y transforman en los ámbitos seculares; de la religión al trabajo, de la iglesia al ejército, de la familia a la escuela, lo sagrado y profano, en economías múltiples, no siempre solidarias, se mezclan; ya sea bajo una economía del amparo -como la que proponía Rodolfo Kusch, o como la que difunde el Papa en su mensaje- o del desamparo y el empobrecimiento, del endeudamiento y la miseria, como las que el capitalismo financiero y neoliberal suele asumir, o bajo economías populares que unen prácticas de cooperativas con emprendimientos familiares, formas de intercambio y mercados sostenibles -el mercado popular local es un buen ejemplo de ello-, nuestra sociedad ofrece salidas a la energía que, en su devenir, el ser humano aumenta al vivir, construir y pensar.
¿El sacrificio o el intercambio? Ante todo, mientras ambos pugnan por hegemonizar los flujos económico-energéticos, podemos identificarlos entre las medidas de emergencia: aumento en los precios de insumos básicos, ya sea de la salud como de la alimentación, o aumento de la oferta, para igualar la demanda, así como el control de los precios por consumidores, productores y el mismo Estado.
El cierre de diversas actividades de la vida dificulta la circulación; se suspenden los deportes, las clases, los trabajos. El turismo, los lugares de comida, de espectáculos y cines también suspenden sus propias actividades, por miedo al contagio. El biopoder parece ser la última vía que, paradójicamente, no está colaborando con el llamado por Byung-Chul Han psicopoder; las videoconferencias, las clases virtuales, las redes sociales y otros medios informáticos parecen ser la válvula de escape para sublimar las actividades y reuniones que solían juntar a las personas físicamente; el cuerpo ocupa un lugar en el ciberespacio, transformado a su vez en las nuevas relaciones, que expresan el pánico generalizado, o invitan a guardar la calma. hasta que haya una vacuna disponible global y localmente, aunque cunda el pánico, siempre podremos contener la violencia. El terror no tiene por qué volverse realidad; no hay zombis, sólo enfermos. mientras ése sea nuestro problema, estaremos, si no bien, al menos en condiciones de buscar que nuestra situación no empeore hasta caer en el mal, la locura o, como ya comienza a ocurrir en otras partes del mundo, la psicosis.

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