miércoles, 11 de diciembre de 2019

Hamlet: el actor y el soberano

0. Introducción

No resulta sencillo comprender qué representa, en el universo total de la obra shakesperiana, el personaje de Hamlet, además de su papel como príncipe de Dinamarca, huérfano vengador del asesinato de su padre, amante atormentado: ¿es un actor, protagonista en un teatro al interior del teatro? ¿Un soberano sacrílego, sacrificado o, incluso, anti soberano, profanador y transgresor de los valores y las leyes de su tiempo? Si ni es el espectro de su padre, cuyo poder absoluto sobre el mundo se ha desvanecido, y del cual no queda sino su memoria, pero tampoco el cínico de su tío Claudio, ni el incestuoso, como su madre, la reina Gertrudis, ¿qué función le compete? Una teoría de la lectura de Hamlet no podría aclararlo, porque cada lectura es, reconozcámoslo, singular; nuestra conclusión será única, siempre y solamente la nuestra, distinta de otras. ¿Qué comprueba la venganza de Hamlet? ¿Es él un ministro de la muerte, un habitante reformador del renacimiento, un rebelde perdido y desgarrado en medio de los conflictos familiares y políticos, entre la máquina que representa el nuevo mundo inmanente, y su locura, mero artificio de poder?
La locura, el amor desesperado y atormentado por Ofelia, su melancolía frente al sepulturero... ante todo, pasando por varios artefactos –político, poético, religioso- de lectura del drama, concluiremos que, si bien nada definitivo puede decirse sobre Hamlet, por lo menos podremos declarar, al final, que Hamlet, entre el mundo medieval, el renacentista y el moderno posterior que su rebelión fundará, inscribe, con sus monólogos y diálogos, con sus gestos, reflexiones y burlas, tanto una retórica como una ética del actor trágico, complementarias de una mayor cosmovisión del drama en su conjunto, que incluye a la comedia, la cual también aparece, aunque transfigurada, a lo largo de la obra.

1. Hamlet, Maquiavelo y Hobbes: política y pensamiento trágicos en la lectura de Eduardo Rinesi

1.1. Tragedia de los valores y tragedia de la acción

De entre las tragedias shakesperianas, entre las que sobresalen Romeo y Julieta, Macbeth, El rey Lear, La tempestad, Otelo y Hamlet, es esta última su obra más famosa[1].
Si seguimos la lectura que de Hamlet hace en su tesis doctoral Eduardo Rinesi, titulada Política y tragedia: Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo, publicada por primera vez en el 2003 y reeditada en el 2011, se nos revela un abanico de posibilidades de gran interés, que cruza las filosofías de dos clásicos de la teoría política con un clásico de la literatura universal, todo ello bajo una idea que sirve de premisa a su texto: la de pensamiento trágico, bajo cuya categoría coloca tanto al pensamiento de Maquiavelo como al drama de Shakespeare, mientras sugiere que Hobbes se hallaría en el extremo opuesto, y que su pensamiento constituiría el intento de clausurar o reemplazar dicho pensamiento trágico por la razón política. Es importante notar aquí cómo Rinesi, desde la introducción hasta el final de su estudio, pondrá como central, entre las problemáticas a considerar, la tensión entre “la política”, que designa para él el ámbito de la práctica política, y “lo político”, dimensión esta última que atañe a la teoría política, desde Platón hasta la filosofía política contemporánea de corte institucionalista, pasando por Hobbes, como no podía ser de otra manera.
En El príncipe, las ideas del secretario florentino exponen una nueva forma de pensar la política, la instauración y fundación de la política moderna, aconsejando al príncipe que ha de parecer bueno, religioso, piadoso, compasivo y virtuoso, e incluso serlo, pero en el momento en que la necesidad lo apremie, debe estar preparado para ser lo contrario, fundando en la virtud política una moral nueva, diferente a la inmediatamente anterior –la medieval y cristiana- que es sobre todo política, y donde el gobernante debe adaptarse a la situación del momento, en un mundo tumultuoso, donde los valores y principios son menos importantes que los hechos inmediatos y la realidad histórica.
El pensamiento maquiaveliano es, entonces, un pensamiento trágico: en él, según Rinesi, se encuentran las huellas de una doble tragedia, la de los valores y la de la acción, especialmente de la acción política; de los valores tradicionales quedan el discurso, la forma, son el edificio ilusorio de un mundo en el que las creencias se vuelven un sinsentido, Dios deja el centro a la acción del ser humano y el conflicto, social y político, se vuelve el campo ineludible de la intervención de los actores que participan en él, en una tensión dialéctica nunca superada. Por otro lado, Hamlet, tragedia centrada en un ficticio príncipe danés, cae dentro del mundo trágico que ayuda a crear con su puesta en escena, recordando que se trata de una tragedia en la que la acción política es central. Luego de mostrarnos cómo para maquiavelo el actor político se ve compelido a tomar decisiones en una realidad compleja y conflictiva, una realidad en la que ni el más avisado o el más virtuoso de los hombres tiene asegurada la garantía de triunfar –donde lo único seguro es el riesgo-; donde la virtud no puede, sino medianamente, domesticar la fortuna, recomendándole al gobernante que sea atrevido y astuto, Rinesi pasa ahora a compararlo con el príncipe de la tragedia de Shakespeare, viéndolo como aquel que Maquiavelo censuraría por ser circunspecto y pasivo.
Como ya sabemos, a Hamlet el espectro de su padre muerto, el viejo rey Hamlet,  se le aparece, anunciándole que ha sido víctima de un crimen atroz, asesinado por Claudio, su hermano, para tomar su lugar en el trono, casándose con su madre, la reina Gertrudis. El espectro le exige que castigue, a través de la venganza, semejante ultraje. Pero, como apunta Rinesi, nuevamente una doble tragedia aqueja al personaje de Hamlet, el hijo: una tragedia de los valores, una lucha interior entre dos sistemas morales distintos –el de la sociedad tradicional de su padre, que la “ética de la venganza”, la “moral de la honra” legitima, y el naciente, expresado por la nueva juventud-, y una tragedia de la acción, ya que Hamlet vive estancado en medio de un desgarramiento, de un dilema, vacilante, indeciso ante “ser” o “no ser”.

1.2. Hamlet o La “corrupción de los oídos”

Luego de analizar brevemente la tragedia de Shakespeare, Rinesi pasa a concluir, basándose en diferentes pasajes, que lo que está en el fundamento del drama no sería, como podría sugerirse infiriéndose de la intervención del espectro, el crimen violento de la venganza, que parece ser lo que detiene a Hamlet y lo hace vacilar ante dicha tarea; sino otra cosa, aquello que, retrotrayéndose hacia el final del primer acto, dice Marcelo, de que “algo está podrido en Dinamarca”: se trata de la legitimidad del poder real, cuya verosimilitud no tiene asidero en un relato único de la historia y de su fundamento. El veneno, que corroyó el oído del viejo rey asesinado por su hermano, corroe, desde entonces, el reino en su totalidad; la “enfermedad” se extiende a los diferentes personajes, a Hamlet, que se refiere a la enfermedad de su espíritu; a Ofelia, de quien el nuevo rey dice que su locura es “el veneno del dolor profundo” (4.5.74); a Claudio, que se muestra preocupado por la “fiebre de su sangre”; a Laertes, de quien Claudio dice que las habladurías del vulgo lo han envenenado; y, una vez apaciguado el propio Laertes por Claudio, éste le dice que la envidia de Hamlet por su manejo de la espada lo ha envenenado. Es en este punto, como nos indica Rinesi, que Claudio se ve obligado, “para conjurar el peligro que esa infección implicaba para su reinado, a representar una vez más el papel de envenenador. Ésa parece ser la “tragedia del envenenador” en Hamlet: que no puede parar de envenenar. Y es precisamente el modo en que Claudio envenena -con sus habladurías contra Hamlet, con sus recuerdos de Polonio, con sus elogios y promesas a Laertes- los oídos, aparentemente muy permeables, del hijo del viejo consejero real, lo que llevará a éste a convertirse en un instrumento del último plan del rey, un plan en el que el veneno (el de la espada de Laertes, el de la copa destinada a Hamlet) tendrá por cierto, una vez más, un papel fundamental.” (Rinesi, 2011, pp.83-84).
La “corrupción de los oídos” es lo central, según el autor, en el drama: “la causa de la corrupción del cuerpo político, en la Dinamarca de Hamlet, es el veneno de los rumores y las murmuraciones que ingresan en la conciencia de los súbditos de ese Estado “fuera de quicio” a través de sus oídos. (...) La causa de (...) la inestabilidad política, en Hamlet, es la ausencia de un relato oficial de los hechos, monolítico y universalmente aceptado.” (RInesi, 2011, p.84(.

1.3. Hamlet, pasaje de la modernidad

Centrándose en la relación entre Hamlet y su amigo y confidente, Horacio, el último de los cuales es escéptico de la creencia en la aparición del espectro hasta verlo con sus propios ojos, incrédulo de todo aquello que, sobrenatural o inexplicable, queda por fuera de su filosofía; y al final de la pieza, apenas muerto el príncipe, cuando el propio Horacio sea, junto a Fortinbrás, uno de los dos únicos sobrevivientes de la misma, compelido por Hamlet a contar su historia a quienes la ignoran, el príncipe noruego, próximo a adquirir las tierras del reino danés, junto con recuperar las que le habían sido arrebatadas, acepta su herencia, al tiempo que Horacio lo apresura a oír la historia de aquel, que acaba de darle su voto moribundo, de quien dice que, si la fortuna se lo hubiese permitido, habría sido un gran monarca, finalizando con la orden de honrar al príncipe fallecido con “sones militares y ritos de guerrero.” (5.2.315-16).
Atendiendo ahora a su lectura de Hobbes –en particular del relato de la Guerra Civil inglesa en el Behemoth-, Rinesi realiza un paralelismo entre el autor del Leviatán y Horacio, el confidente de Hamlet: “en Hobbes, como en Hamlet, la infección del cuerpo político comienza por los oídos, y la corrupción se propaga “de oído en oído” (...). Hay aquí, en este gesto anti-trágico del joven scholar de Wittenberg, una premonitoria modernización "a la Hobbes” del escenario político danés, que nos permite pensar a Hamlet (...) tanto como un escenario donde se desarrolla esta “tragedia de la acción política” que se anunciaba en Maquiavelo cuanto como un lugar donde se prefigura la solución hobbesiana a los problemas derivados del desarrollo de esa tragedia. Tanto como un ejemplo del tipo de dilemas característicos del mundo político —incierto y frágil— que se inauguraba con la primera teoría moderna de la acción cuanto como una pintura del telón de fondo contra el cual se recortará, para enfrentar las incertidumbres y la fragilidad de ese mundo “maquiaveliano”, la primera teoría moderna del Estado.” (Rinesi, 2011, pp.85-86).
Para continuar su análisis, Rinesi pasa, en este momento, a desplazarse de Horacio, que representa para él la figura del racionalista y el escéptico moderno, a Fortinbrás, el príncipe noruego y futuro rey, cuya entrada tardía en el final de la obra es “el Leviatán de Hobbes, es la concepción hobbesiana de la política como opuesta a la tragedia de la guerra y de la incomprensión recíproca, la que hace su entrada en el palacio de Elsinor” (Rinesi, 2011, p.87). La Dinamarca inmediatamente anterior a la llegada del príncipe noruego, que se convertirá en el nuevo rey, “es un campo de batalla, Elsinor es el escenario de una guerra “de todos contra todos”. (Ibidem). Así es como Hamlet “constituye una estetización y una estilización “avant la lettre” de aquello que Thomas Hobbes llamaría, algunas décadas más tarde, “estado de naturaleza”.” Y el “horrible cuadro” que se expone ante la vista de Fortinbrás se opone, como en Hobbes a los horrores de la guerra, la nueva institución política del soberano moderno, siendo aquello contra lo que es preciso pensar y actuar: “Fortinbrás llega a Elsinor (...) para sepultar los antagonismos y las luchas, para superar el estado de discordia y guerra en que había vivido la Corte y toda Dinamarca, para establecer un corte radical con el pasado de guerra y de destrucción, y para erigir, contra esa pesadilla, contra ese mundo de angustia, de incertidumbre y de oscuridad, (...) la posibilidad de una vida política pacífica en un marco de previsibilidad y orden.” En Hamlet, el corazón del programa teórico y político de Hobbes, que inaugura, en su intento por evitar un mundo de pesadilla, donde únicamente cabían la muerte y la destrucción recíprocas, “el campo de la política reglada, de la política “institucional”, de la política moderna, está anunciado, (...) en esa llegada final, victoriosa, del joven Fortinbrás.” (Rinesi, 2011, p.88).
Hamlet, concluye hacia el final del segundo capítulo de sus tesis Rinesi, se deja pensar en forma de un pasaje entre esas dos obras teórico-políticas fundadoras del pensamiento político moderno que son la de Maquiavelo y Hobbes: el príncipe danés es maquiaveliano, porque es el del sujeto y el de la acción, mientras que el del príncipe noruego, Fortinbrás, es hobbesiano –o proto-hobbesiano-, porque es el de las instituciones y el del Estado (Rinesi, 2011, p.91). La primera teoría política de la acción, que es filosofía política como organización del pensamiento político precedida por la práctica política, de maquiavelo, participa del pensamiento trágico al ponerlo como rasgo fundamental y fundacional de la acción humana, donde lo imprevisto y lo incierto delimitan cualquier horizonte de las capacidades de los actores, sujetos arrojados en medio de un mundo conflictivo; mientras que, por el contrario, la primera teoría moderna del  Estado, ofrecida por Hobbes, que es una teoría de lo político como el campo reglado de las instituciones políticas, participa del mismo pensamiento trágico, aunque a su pesar, para su superación y clausura, siendo un pensamiento del todo –en términos de Rinesi- anti-trágico. Entre ellas, el teatro hamletiano –y, por extensión, el teatro shakesperiano- representa la oscilación y la duda, la vacilación fundamental que suscita –y que sorprende, incluso, admitamos, que persigue a- Hamlet, cuya conciencia atormentada está contaminada, sí, “envenenada” por la revelación del espectro de su padre, pero también despertada, aunque sea sólo a medias, destinada a abandonar aquel sistema de valores, el de los valores de la vieja tradición de la honra y la venganza, en búsqueda de otro nuevo, que lo sustituya, aún si todavía no encuentra en el de la modernidad su “espejo” más acabado. Es lo que, entre muchos otros pasajes, declama el joven Hamlet, inmediatamente después de su encuentro con el espectro, luego de hacerles jurar a sus amigos mantener en secreto absoluto dicho suceso:
El tiempo está fuera de quicio. ¡Oh, rencor maldito,
que naciera yo para corregir su estropicio![2] (1.5.203-4).

1.4. Tragedia del lenguaje

Al final de este segundo capítulo, por otra parte, Rinesi decide avisarnos de que acaba de decidir corregir la hipótesis –o tesis- del primer capítulo: no se trataría de una doble tragedia, sino de una triple: la de los valores, porque los sistemas morales que se nos ofrecen son incompatibles; la de la acción, porque la virtud no ofrece garantías de éxito; y agrega la tragedia del lenguaje, esto es que las palabras ya no están atadas a las cosas, sino que –como los valores y la acción humanas- se ha emancipado, al salir Dios del centro de la escena; ya no sirve más ni como justificación última de las acciones ni como asidero último de los valores, tampoco como fundamento y ligazón últimos del lenguaje en un mundo en el que, a partir de ahora, comenzarán a andar desordenadas, pero todavía sin haber conseguido encontrar otro asidero que sustituya como base al divino –el que cristalizará en las ciencias modernas- (Rinesi, 2011, pp.97-98).

1.5. El final sigue abierto: Hamlet y el porvenir

Finalmente, Rinesi atiende a una pregunta que abre un doble problema interpretativo: ¿es –o sería- posible leer el final de Hamlet como un final anti-trágico de una larga tragedia? El trágico y el poeta encontrarán, en Hamlet como en el resto de las tragedias shakesperianas, como respuesta a dicha pregunta, la visión trágica del mundo, absolutamente pesimista, que queda expresada mejor en la “visión” –en el sentido de “lo que es visto”- del “horrible cuadro” sangriento que sorprende y acongoja a Fortinbrás a su llegada. Se trata de un abismo insuturable, de una herida, de un desgarramiento irreparable, de una destrucción que no podría obtener compensación alguna, que ninguna reconstrucción –los “sones militares y ritos de guerrero” que Fortinbrás ofrece, como intento de compensación, al cadáver de Hamlet, como correcta observación de las tradiciones- de lo que fue destruido podría subsanar; en suma, del “¿por qué?” que los supervivientes gritan al cielo, de un destino inexorable a la vez que absurdo, para quienes fueron tanto los perpetradores como las víctimas de la venganza y del veneno del comienzo. O, si no, si lo que se prefiere es una lectura anti-trágica del final de la tragedia, en la que los supervivientes –como Horacio y Fortinbrás- esperan concebir, en un futuro, la esperanza de una Dinamarca restaurada y ausente de traiciones y conspiraciones, de los disturbios y de las mentiras, cabría en tal caso la visión del filósofo, que ve en la tragedia la pedagogía de una época –la catarsis de la que hablaba Aristóteles como finalidad del drama, ya fuera tragedia o comedia, de conseguir en los espectadores el efecto de la enseñanza- o, en otras palabras, aprender del pasado para mejorar el futuro y evitar que se repita la misma historia. Lo que queda, en el interregno, es un presente abierto por las diferentes preguntas hechas a lo largo de la pieza por sus personajes. “La tragedia como origen y como fondo atroz e irreductible de la política: he ahí la primera lección que podemos extraer de esta discusión. La otra (...) resulta inmediatamente de Esa. Porque la pregunta que inmediatamente se nos impone ahora es si esta idea de la tragedia como fondo de la política debe ser entendida apenas en el sentido de que en el origen histórico de todo orden hay una escena trágica o en el sentido, más radical y más perturbador, de una presencia constante, de una permanencia de ese fondo trágico que tiene siempre la política en las entretelas de todo orden institucional establecido.” (Rinesi, 2011, p.107). Aunque la tragedia finalice con Fortinbrás honrando la muerte de Hamlet y ordenando sacar los cadáveres del salón de palacio –cuya imagen es más propia, según dice él, de un campo de batalla-, propiciando la inauguración de su futuro reinado, que promete ser mejor que la tragedia que acaba de ocurrir, esos muertos “nunca podrán ser definitivamente expatriados de la escena política danesa.” No fueron expulsados, sino sólo ocultados, para oprimir, como una pesadilla, la conciencia –o, mejor dicho, el inconsciente- de los vivos. “Los muertos como fantasmas para los vivos, entonces, y -en esa exacta medida- la propia tragedia como fantasma para la política. Como fantasma, esto es: como eso que todo el tiempo está volviendo, que vuelve —a pesar de que desearíamos que no lo hiciera, a pesar de que preferiríamos olvidarla y dejarla sepultada para siempre en el pasado— con un mensaje para darnos: con el mensaje de que, como decíamos bastante más arriba, el conflicto es siempre inerradicable del mundo de los hombres y, en consecuencia, todo orden es necesariamente inestable y frágil.” (Rinesi, 2011, p.108).
Lo que hemos venido apuntando del libro de Rinesi es revelador; y él aprovecha este punto culminante de su trabajo para contradecir lo que él mismo había sugerido, contrastando el pensamiento maquiaveliano, caracterizándolo de trágico, con el hobbesiano, cuyo institucionalismo significaría negar el mundo trágico constitutivo de todo orden político, considerándolo solamente como un momento a ser clausurado: “Hobbes habría deseado que hubiera sido posible ingresar, después de la tragedia de la guerra y de la muerte, en el mundo prosaico y anti-trágico de una política para siempre libre de ellas. Pero supo mejor que nadie que ese mundo ideal era inaccesible. En efecto: contra el sueño de una comunidad por fin pacificada que el racionalismo filosófico, en sus más diversas formas, no se ha cansado de soñar, Hobbes comprendió que la amenaza de la revuelta y de la revolución permanece siempre como un peligro inextinguible, incluso para la más sólida de las construcciones institucionales.” (Ibidem). “Ésa es la tragedia de Hobbes; ése es el lugar de la tragedia en Hobbes. Hobbes quiso (mejor: habría querido) eliminar la tragedia del mundo de la política. Sin embargo, la tragedia reaparece, insiste, retorna, como por la ventana de su propio sistema de pensamiento, para reabrir la lucha por el sentido. He ahí lo que hace de ese pensamiento de Hobbes, a pesar de todo, un pensamiento indudablemente trágico; he ahí lo que hace de él menos el enemigo a ser rechazado que el necesario interlocutor de un tipo de pensamiento (...) que se proponga pensar la tragedia de la política, la política como tragedia.” (Rinesi, 2011, p.109).

2. La vacilación de Hamlet y la decisión de Shakespeare: la lectura de Ives Bonnefoy

2.1. Los personajes y sus dilemas: de la “experiencia trágica” a la “experiencia poética”

En su ensayo sobre Hamlet, el traductor y crítico Ives Bonnefoy está, creemos, en el extremo opuesto de Rinesi; o, mejor dicho, es una lectura completamente distinta, en la que el análisis comparativo con las obras de Maquiavelo y Hobbes es reemplazado, en todo caso, por uno de carácter interior –heideggeriano-, en el que los paralelismos con los autores y las corrientes contemporáneas ya no se establecen desde la filosofía, sino con los compatriotas escritores de Shakespeare, así como, exteriormente, con la música y la pintura de la época –como Caravaggio-.
Este lector de la obra shakesperiana –que lo ha traducido al francés-, opina que la pieza ofrece una lectura compleja, que implica tomarla como un desdoblamiento o dislocamiento entre el pensamiento del autor, Shakespeare, y su personaje principal, Hamlet, vacilante el último ante la toma de decisiones, decidido el primero, al momento de la escritura y de la puesta en escena.
Hay en la obra, según esta lectura, desde el momento mismo en que el espectro de su padre le comunica a Hamlet que ha sido vilmente asesinado por el tío de éste, una competencia y una confusión, una fascinación e, incluso, una obsesión de Hamlet por Claudio, el verdadero asesino y culpable, aquel que el príncipe debe asesinar para restituir la justicia del crimen cometido. ¿Por qué? Hamlet se siente –a la vez- asqueado por su tío, un asesino monstruoso, pecador y desvergonzado, un cínico; pero todo ello no lo mueve más, a su pesar, al joven Hamlet, a estar menos fascinado y más decidido a cumplir con su tarea; Claudio es, a fin de cuenta, al igual que su sobrino, un descreído de los valores de la sociedad en la que ambos viven, él mismo atrapado por un dilema, el de conservar sin arrepentimiento los frutos recogidos por su crimen o arrepentirse en su momento de recogimiento y rezo, sin conseguir hacer ninguna de ambas acciones, desatendiéndolas por igual.
Gertrudis y Ofelia, por otro lado, como las mujeres de la tragedia, no son menos centrales, especialmente desde el punto de vista de Hamlet. Cuando reflexiona tras la recitación del relato de la muerte de Príamo y el lamento de Hécuba, ve en ese lamento un motivo para reconsiderar su resentimiento hacia Gertrudis, ella que lo ha desheredado, una madre que ha abandonado con sospechosa prontitud el luto y que, con la misma prontitud, se apresuró a casarse con quien, según las tradiciones, le estaba prohibido, violando todos los preceptos. Sólo después, cuando enfrente a su madre en sus aposentos, hecho llamar por ella, hacia el final del tercer acto, en medio de su diatriba contra ella, el espectro, ya no en su armadura sino en bata de dormir, éste le hará recordar su advertencia, la de no atribularla, dejándole a su conciencia y al Cielo esa tarea; Gertrudis, por su parte, reconoce su culpa en el crimen, aunque también su propia resignación. Contra lo que se podría creer, Gertrudis está más cercana a ser la víctima que la criminal, obligada a la complicidad por el mantenimiento de su posición en la corona, sacando de ello un amor falso, tanto es así que ella misma reconoce la decepcionante y ruinosa situación que crea.
En cuanto a Ofelia, existen tres momentos claves en la pieza que marcan su importancia. El primero, durante el primer acto, Ofelia refiere cómo Hamlet le ha obsequiado poemas de amor; el segundo, en la primera escena del tercer acto, Hamlet insulta a la muchacha, tildándola de prostituta, aunque él sabe que está equivocado, y el daño que sus insultos provocan en Ofelia serán irreparables; finalmente, en la primera escena del quinto acto, en el cementerio, Hamlet se entera, súbitamente, de la muerte de la joven y sale al encuentro de Laertes, ofendido por la desesperada declamación del hermano, que se siente culpable –de hecho, lo es, ya que fue él, antes de Polonio, quien le dijo que desconfiara del amor de Hamlet-, y pelean; es entonces cuando el príncipe exclama “¡Yo amaba a Ofelia!” Lo que ocurre es que –otra vez- su culpa lo confunde, antes lo hizo apartarse de la compañía de Ofelia, y ahora que finalmente se da cuenta de su amor, llega demasiado tarde para intentar salvar ese amor. La propia Ofelia, por su parte, expresa el esbozo de lo que, según Bonnefoy, sería una ética nueva, respondiendo a la “ética de la venganza” o “moral de la honra” tradicional, ésa en la que el héroe trágico –Hamlet- ya no cree: una ética vegetal; las flores que porta la joven cuando, en la quinta escena del cuarto acto, canta las “viejas canciones” románticas; cuando, poco después, Laertes irrumpa en palacio, acusando al rey de la muerte de Polonio, su padre, Ofelia regresa, cantando: “Aquí hay romero, es para los recuerdos. Por favor, amor, recuerda. Y aquí hay pensamientos, son para pensar.” (4.5.174). Cuando, escenas después, Gertrudis relate al rey las tristes circunstancias de la muerte de la niña, se referirá al árbol, al agua, a las flores: todas huellas y señales de lo inactivo, lo femenino, lo infantil, lo incomprendido; esos son los rasgos de una “ética del helecho”, de una “ética vegetal”, terrosa, sugerida apenas en los balbuceos shakesperianos de las “viejas canciones”, esas que confunden tanto a los reyes como conmueven a su hermano, Laertes. Son la expresión y la imagen de un vínculo primordial entre Ofelia y la vida natural que representan esas flores, de un lazo con esa dimensión de lo no dicho de las plantas y de las piedras, de los árboles y de los arrolles, del que las “viejas canciones” dan una idea, una imagen, expresan una relación que es, más que la de un sujeto con la simple naturaleza, la relación de ese sujeto con la experiencia que, con la naturaleza como una de sus fuentes, indica la aprehensión de una experiencia mística, interior, la relación de Ofelia con la dimensión poética del mundo. Una dimensión poética que es, según Bonnefoy, la dimensión central que indicaría la experiencia, poética y escénica, del teatro shakesperiano, lo decisivo de la escritura del de Stratford: la experiencia poética, como escritura central al interior de la experiencia escénica, expresión y forma de la “intuición creadora”, la “intuición fundamental”, que devuelve su sentido a un mundo atrapado en el nihilismo, y permite el reencuentro con el otro, rehabilita al ser en el mundo, que implica la elección que Shakespeare, según esta lectura, se anima a hacer, aquella en la que Hamlet permanece, incluso hasta el final, estancado: la de ser, con los demás, a través de la experiencia poética, ante la pregunta hamletiana, entre “ser” o “no ser” –o, si se prefiere la expresión en inglés, entre “to be” or “not to be”.

2.2. El “teatro dentro del teatro”

En Hamlet, dice el autor, Shakespeare dispone un triple enfrentamiento, el enfrentamiento entre tres concepciones diferentes del teatro: la primera es aquella que aparece en la recitación que el príncipe le pide a los actores que llegan a Elsinor, el relato de Eneas a Dido, acerca de la caída de Troya, donde la muerte de Príamo por Pirro suscita en su esposa, Hécuba, el grito de su lamento. El segundo es aquel que aparece cuando Hamlet aconseja a los actores antes de su representación de El asesinato de Gonzago, donde ofrece su propia definición del teatro como un espejo de la naturaleza y de la sociedad humana. Finalmente, en los nuevos –doce o dieciséis-  versos que el príncipe ha escrito para la representación de El asesinato de Gonzago, titulando el poema La ratonera[3], exponiendo una burla de la poesía formalista y conceptual de la época del propio Shakespeare. Las tres concepciones enfrentadas del teatro al interior de la tragedia son, según piensa Bonnefoy, un “teatro dentro del teatro”, y que ponen al protagonista bajo el temblor de la reflexión, revelándole, como lo hace un drama para un espectador exterior, su condición ambigua y desgarrada de ser humano.
Finalmente, Bonnefoy puede decir: “el teatro dentro del teatro no es tanto una máquina para atrapar conciencias particulares como una prueba impuesta al habla para que en ella se recobre el espíritu.” (Bonnefoy, 2016, p.38). Bonnefoy concluye que, lo que pretende Shakespeare con el recuerdo de la tragedia de la muerte de Príamo y el hundimiento de Hécuba por Hamlet, es “reflexionar, y en primer lugar sobre sí mismo y su tarea. Y lo que deduce de esa reflexión es que la tarea no debe ser poner en escena aquello en que la sociedad podría convertirse, con un Hamlet que se recobrase; no, le hace falta comprometerse en las situaciones de un mundo alienado para poner en cuestión su propia manera de responder ante ellas, aunque esta vez con un medio que no había en Elsinor, la confianza en la palabra. Esa confianza y su esperanza, que al morir Hamlet confiesa que no tiene, muriendo además por no tenerla.” (Bonnefoy, 2016, p.49).
Si, según su lectura, Hamlet denuncia los valores de la sociedad instaurada en los que ya no cree, cuyo edificio ve derrumbarse, vacilante en amar o no amar a Ofelia, resentir o perdonar a su madre, Gertrudis, matar o no matar a Claudio, vengar o no vengar al espectro de su padre: todas ambivalencias que expresan con mayor claridad la aporía en la que permanece, incluso hasta el final, Hamlet, entre “ser” o “no ser”: el ser como lo que es, pero en lo que ya no cree, y el no ser, la nada que queda tras el derrumbe de los valores imperantes de la sociedad medieval inmediatamente precedente, sin llegar a ser lo que, si no se refrenara, si no se contuviese, podría ser junto a Ofelia, pero cayendo en el malentendido, vuelto consciente de su amor por ella sólo cuando ya es demasiado tarde, cuando, imprevistamente, presencia la procesión fúnebre de la corte y la impresión lo impulsa, irracionalmente, a saltar sobre el desconsolado Laertes, ambos responsables, pero inconsecuentes, de su suicidio; Shakespeare se decide a comprometerse, poéticamente, a desnudar, con los instrumentos del teatro y de la poesía, la condición vital y encubierta, mentirosamente, por –entre otros- los reyes y las reinas, cortesanos y cortesanas, para devolver a la vida su simplicidad clausurada por concepciones formalistas del arte que, desde entonces hasta mucho después, serán el modelo estético y filosófico del arte y la belleza de, por ejemplo, los escritores románticos. Se trata de un teatro que “no es en absoluto el espejo de la sociedad ya que pretende ser su refundación.” IBonnefoy, 2016, p.55).

3. Hamlet, la muerte y la excepción del duelo: nuestra lectura

3.1. Lectura sobre las lecturas

Hasta aquí, entonces, resumamos lo que hemos apuntado de las dos lecturas anteriores del drama shakesperiano: por un lado, dos revelaciones, nada desmerecedoras de sus propios méritos; por otro, sus propias insuficiencias, aunque sean sólo de perspectiva, ya que considero que cualquier lectura, avisada o necia, de todo texto, tiene, singularmente, un valor irreductible a sus críticas, críticas que, empero, creo igualmente pertinentes.
En primer lugar, tenemos la lectura de Rinesi, eminentemente política, guiada por la doble lupa filosófica de dos teorías políticas antagónicas, una que abre la modernidad a la política como práctica conflictiva, y otra que anuncia la cristalización futura de esa misma modernidad: estamos hablando de las teorías de Maquiavelo y Hobbes, siendo la una, según Rinesi, la primera “teoría de la acción” política moderna, y la primera “teoría del Estado moderno”, de las instituciones y del contrato social, la otra. Empero, más que leer en clave sucesiva o secuencial ambas teorías, una como la de apertura y la otra como la de su clausura, se trataría, en cambio, de un diálogo antagónico entre dos concepciones diametralmente opuestas del pensamiento moderno, no por ello menos trágicas: la teoría maquiaveliana, trágica por exponer que, pese a la mayor virtud –virtud política- de un actor político –especialmente, del príncipe-, ésta nunca garantiza el éxito del proyecto emprendido, ya que una dimensión insuperable, en la que manda la fortuna, abre la acción humana a una incertidumbre fundamental, para la cual dicho actor debe, si quiere evitar todo lo que sea posible, el fracaso, estar preparado, dispuesto a parecer bueno, justo, compasivo, e incluso serlo, pero cuando la necesidad lo obligue, estar dispuesto a ser lo contrario. Por su parte, la teoría hobbesiana, aunque quisiera eliminar la dimensión violenta de las pasiones humanas, ésa que Hobbes denomina “estado de naturaleza”, de todo sistema político, el saberse incapaz de conseguirlo, el conocimiento de su imposibilidad, obliga a admitir a Hobbes que, pese al mejor contrato social o a la maquinaria estatal más sólida que se construya, la amenaza de la “guerra de todos contra todos” permanece siempre posible, su virtual regreso al “estado civil” pacificado prueba la contingencia de todo contrato social, de todo “estado de paz civil” y, por tanto, de la fragilidad intrínseca de la estabilidad y legitimidad de todo orden político.
Entre esas dos grandes teorías políticas, entre esas dos grandes obras y entre esos dos grandes momentos del pensamiento moderno, que se inaugura con Maquiavelo y Hobbes, que Maquiavelo y Hobbes contribuyen a inaugurar, Hamlet funciona, en esta perspectiva, a la manera de un pasaje.
La lectura de Bonnefoy, por otro lado, nos invita a tomar la pieza como un caso singular de la “experiencia poética”, como un teatro escrito a partir de una “intuición creadora”. Y la decisión de Shakespeare por escribirla y por representarla significa, según el traductor francés, el desnudamiento escénico y poético de la condición humana –en su época, más específicamente, de la condición de farsa de la vida cortesana-, como el esbozo de un proyecto de refundación del mundo.
Ambas lecturas nos dicen mucho, nos aportan reflexiones de gran originalidad y, si bien son muy distintas, ambas comparten una idea dislumbrada en sus análisis, un mismo alumbramiento sobre las problemáticas suscitadas y despertadas por Hamlet: dos sistemas de valores, morales o éticas, en disputa, dos concepciones del mundo que chocan entre sí; de un lado, la “ética de la venganza” o la “moral de la honra”; de otro, una “ética de la juventud”, ya sea originariamente política –como en Rinesi- o mística –como en el caso de Bonnefoy. Sin embargo, en ellas sospechamos una doble decepción; un espectro invisible ha “corrompido nuestros oídos” y algún rumor ha envenenado nuestra conciencia, debilitando la legitimidad de ambas: la lectura de Rinesi, en primer lugar, si bien no es abstracta, nos parece que reduce a mero caso literario de una mayor filosofía política –del conflicto- bajo una lectura –lo que Rinesi llama “política de la lectura de Maquiavelo”-, como si se quisiera reducir a Hamlet a un momento entre otros[4], a un caso entre otros, de una teoría de la apropiación de un texto –en este caso, la tragedia de Hamlet- para justificar, sobre sus parlamentos, gestos y aptitudes, una teoría política propia, olvidando que, si hay algo que vuelve clásico a un texto –y que, por ende, lo mantiene como un clásico-, no sólo es la infinita cantidad y tipos de interpretaciones –y criterios para dichas interpretaciones- que suscita, sino que lo es su elaboración única de una época, junto con la singularidad que, como texto, tiene en sí. Con esto no queremos sugerir que cualquier texto, clásico o no, deba ser aislado, o que las diferentes interpretaciones, realizadas a lo largo de la historia, no enriquezcan, con sus propios alumbramientos, aquello que se está leyendo, releyendo e interpretando; sólo que, para hacerlo –para interpretar, actualizar, leer y releer un texto- basta reconocer que, en tanto se desee no simplemente agregar otro comentario más a los miles que ya otros hayan hecho, 1) es posible elaborar y reconstruir una teoría de las lecturas, en tanto que modos de leer, pero que no lo es, nos parece, establecer ni determinar, bajo ninguna lectura o teoría de la (s) misma (s) que la particular –y, repitamos, singular- lectura cristalice al texto que se lee; por ejemplo, reducir el drama shakesperiano de Hamlet a un caso específico de una teoría política basada en el conflicto como criterio y rasgo definitorio de toda práctica política, no porque dicha propuesta nos parezca aceptable o no, sino porque, sólo por ofrecer un dato, probablemente el mismo Shakespeare no llegó a conocer las teorías u obras con las cuales se establece no sólo el criterio de lectura, sino sus contrapuntos –aunque es posible que haya leído a Maquiavelo, ciertamente no vivió para conocer las ideas del autor del Leviatán, pero en todo caso lo primero es incomprobable-, aunque con ello no pretendemos rebajar, en medida alguna, el mérito de dicha lectura; y 2) toda lectura o, si se prefiere, toda teoría de la lectura, tiene que considerar, nos parece, la singularidad del texto, ya que todo texto es, además de diálogo y respuesta a otros anteriores, él mismo un texto específico que, si no autónomo, es particular en el sentido de que, él mismo abierto a presentes y futuras lecturas, en un diálogo al infinito –en clave bajtiniana-, antes que pueda convertirse en un hito de lectura –sea que le corresponda la fama, la infamia, el volverse un clásico o el ser olvidado- es un texto libre, libre no de sus condiciones de producción y publicación, representación y distribución, sino, hasta que consiga serlo, libre del peso de las futuras interpretaciones, aquellas que, en el caso actual, colaboran a mantener en la posición ya para siempre ganada para sí, a lo largo de los siglos, hegemónica como clásico entre otros, que nunca podrían, incluso si se lo propusieran, agotar las posibilidades de su lectura; después de todo, hasta que la humanidad no se extinga como especie, siempre habrá alguien esperando a leer, presenciar, mirar o escuchar Hamlet.
Con lo que pasamos a nuestra crítica de la segunda lectura que consideramos aquí, la de Bonnefoy, aquella que atribuyó, como ya constatamos, una “experiencia poética”, tipo de “intuición creadora”, en una clave que, si bien sin estar enunciada directamente, es una lectura realizada bajo una posición eminentemente hedeggeriana –o, si atendemos a la lectura del traductor de otros autores, existencialista, tal vez proto-kierkegaardiana-. Nuevamente, con ello no estamos desmereciendo el valiosísimo aporte que hace este lector de la obra shakesperiana. En todo caso, sin emitir un juicio al respecto todavía –y hasta que lo hagamos, sin decidirnos por ninguna de ambas lecturas, porque haremos la nuestra, que tendrá que ser, justamente por eso, distinta-, indiquemos algo que, entre las afirmaciones con las que concluye su ensayo, Bonnefoy al tiempo nos alumbra como nos oscurece la mirada; es lo que, sin pretender caer en un prejuicio epistemológico ni metodológico, nos ha parecido un sesgo en su lectura: se trata de aquella afirmación de que lo esencial en Hamlet –y Bonnefoy extiende su opinión al resto de los escritos de Shakespeare, que por cierto él mismo se cuida de informarnos de su conocimiento global, al haberlos traducido al francés en diferentes momentos- sería, atendiendo al problema clásico en la lectura del drama clásico –perdónesenos la redundancia- del “teatro dentro del teatro”, que pone el énfasis en los pasajes líricos, aunque ya sabemos que todo el teatro isabelino está escrito así, en forma de verso, concluyendo que, en ese triple enfrentamiento de la concepción del teatro, en ese enfrentamiento entre tres concepciones del teatro que incluye Shakespeare al interior de su pieza, y de los cuales por lo menos uno se lo atribuye a Hamlet, lo esencial no sería tanto lo escénico, sino lo poético; si bien al principio de su conclusión admite que podría tratarse de que lo que define a la experiencia de la lectura en común, ésa que convierte a la lectura y la representación en una extensión de la vida en común, bien se trataría de un rasgo escénico-poético, de una experiencia que tanto sería de una puesta en lectura –de una, digámoslo en nuestros propios términos, sin pretender con ello establecer ninguna teoría general, de una “puesta en poema”- como de una puesta en escena –de un “poema en escena” o de un “poema escénico”, como reverso de la “puesta poética”, de la “escena poética”-. ¿Se trataría aquí de una especie de “poema en acto” o de un “acto del poema”, de una experiencia que sería tanto espectacular como lírica? Más que ser lo dicho el esbozo de un nuevo género literario, vislumbrado apenas en los “balbuceos” de una crítica original que, más que ser el “espejo de una sociedad”, la búsqueda de un teatro que pretendiera “ser su refundación” –en los términos del propio Bonnefoy-, nos encontramos en este punto, decepcionantemente –y digo decepcionantemente, porque todo el ensayo, creo, es realmente original y está cargado de matices, ofreciendo guiños e ideas de gran profundidad con un lenguaje ameno, con lo que, al menos este lector de Shakespeare, el que escribe estas líneas, esperaba mucho más-, ante una reducción, ya que, como puede constatar cualquiera que lea su trabajo, Bonnefoy acaba, luego de ensayar una lectura de gran alcance, que incluso no deja de referirse a la obra shakesperiana en su conjunto, reduciendo el drama a su forma lírica, cuando lo que buscaba todo el tiempo era, al contrario, escapar de la “trampa de la representación” que, en los doce o dieciséis versos de la ratonera, Hamlet –y Shakespeare, según dice él- exalta, para burlarse, irónicamente, la poesía formalizante y de las obras conceptualizantes que tan banales le parecen, como sacudir, con la representación que acompañan, El asesinato de Gonzago, la conciencia del rey –y de la reina, claro. No por estar escrito –o pensado- desde la forma de la poesía, el resultado es un poema, y en esto nos parece que, equivocadamente, Bonnefoy confunde, tal vez en su amor por el conjunto de la obra shakesperiana, su poesía con su teatro, siendo que, como proponía un gran crítico del siglo XX, Harold Bloom[5], la obra poética de Shakespeare debe leerse en contraposición a su teatro, aunque, claro está, la lectura conjunta de su obra, armonizando las ideas e imágenes que inspiran ambos registros, sería, si ésta fuera la propuesta del traductor francés, posible. En vez de reducir un tipo de texto a sus formas, la lectura en su conjunto de dos escrituras distintas de un mismo autor resultaría, pienso yo, más fructífera y menos complicada; no sea que quedemos, como Claudio y Gertrudis, atrapados en la “trampa de las representaciones”.
En resumen: ni Hamlet como pasaje entre dos teorías políticas, como caso literario de una filosofía política basada en el diálogo entre una posición fundada sobre el conflicto –social y político- y otra sobre el orden, ni como una experiencia mística, cuya forma sería una especie de lírica escenificada. Es entonces que, luego de tantos rodeos, ha llegado la hora de ofrecer nuestra propia lectura de Hamlet, una lectura que no busca ser original, sino sólo otra lectura más, que enriquezca nuestras lecturas anteriores de la pieza, sin pretender una teatrología o una teoría general de la lectura y de la representación teatral de Hamlet, sin pretender establecer una hamletología –que, de sobra está decir que ya basta con todo lo que se ha publicado sobre el tema-, destacando la propia experiencia como lector.

3.2. Profanación, venganza y vacilación

Volvamos al principio; ya sabemos cuál es el argumento de Hamlet: los temas clásicos del fratricidio, la venganza, la muerte, los ardides palaciegos, las intuiciones vitales, todo ello conjugado en una trama que es un drama, y todo drama es, valga la tautología, una pieza dramática, un texto agitado por pasiones, una obra y una escritura abierta y siempre en proyecto, en proceso de leerse y releerse, de interpretarse y reinterpretarse, por cada lector y por cada época.
Pero me parece que falta todavía señalar algo que, central para la comprensión de la obra, ha sido como sacado de la escena, expulsado fuera del centro de la pieza: a saber, un tema que, entre los indicados más arriba, implica la originalidad de Hamlet, que es el tratamiento original –moderno- de un tema clásico; estamos hablando de la muerte. No sólo de su particular aparición en forma del envenenamiento constante que, de principio a fin, recorre la pieza, tampoco su específica manifestación en el fratricidio, aunque sea un dato a tener en cuenta. En cambio, estos desdoblamientos de la muerte son, nos parece, el reverso de una moneda de dos caras, siendo el fratricidio y el envenenamiento –metafórico y literal- una de ellas; pero sólo una de ellas, faltando ver la otra, que completaría el “horrible cuadro”: se trata del duelo –no del duelo como guerra o como justa, sino del duelo como proceso de elaboración de lo que, en términos del psicoanálisis freudiano, podríamos llamar un trauma-, que los protagonistas –Claudio, Gertrudis y Hamlet[6]- no dejan de profanar.
En la segunda escena del primer acto, Claudio enuncia su consentimiento de esa profanación, cuando todavía Hamlet no ha tenido el encuentro con el espectro de su padre, con lo cual su primer crimen, el fratricidio y robo de la corona real, se agrava con otro:
Así pues, la que fue nuestra hermana, ahora nuestra reina,
imperial heredera de este marcial Estado, hemos tomado
(con vencido júbilo, podríamos decir), con un ojo auspicioso y el otro en lágrimas,
con gozo en las exequias y endechas en las bodas,
en fiel balanza sopesando el deleite y el luto,
por nuestra esposa (...) (1.2.8-14).
Dirigiéndose a su sobrino, inmediatamente después de que Gertrudis censurase al príncipe por su conducta, Claudio le dice:
Es dulce y encomiable en tu naturaleza, Hamlet,
rindiendo tal tributo de duelo a tu padre;
pero debes saber que tu padre perdió un padre;
y ese padre perdido perdió al suyo; y que el sobreviviente está obligado,
por el deber filial, durante un tiempo,
a dar muestra obsequiosa de su pena. Pero perseverar
en obstinada condolencia es un comportamiento
de terquedad impía. Es un dolor poco viril,
que muestra alguna voluntad contraria al cielo,
un corazón sin fuerza, una mente impaciente,
un criterio bien simple y sin educación,
pues eso que sabemos que ha de ser,
y es tan común como la cosa más familiar al buen sentido,
¿por qué tendríamos, en nuestra oposición pueril,
que tomárnosla a pecho? ¡Vamos! Es una ofensa al cielo,
ofensa al muerto, ofensa a la naturaleza,
es un absurdo para la razón, para quien es tema corriente
la muerte de los padres, y que siempre
desde el primer cadáver hasta el último,
ha proclamado: «Así ha de ser.»[7] (1.2.86-106).
Una vez queda solo, Hamlet exclama:
(...)¡Solo al cabo de un mes!
Antes aún de que la sal de las más indebidas lágrimas
hubiera abandonado el flujo de sus enrojecidos ojos,
se casó. ¡Ah, malvada prontitud,
saltar con tal viveza al lecho incestuoso!
Ni está bien, ni puede traer nada bueno. (1.2.152-57).
Más adelante, cuando Horacio se encuentra por primera vez con el príncipe, asistimos al siguiente diálogo:
HORACIO: Señor, vine a asistir al funeral de vuestro padre.
HAMLET: (...) Creo que fue a la boda de mi madre.
HORACIO: Ciertamente, señor, sucedió de inmediato.
HAMLET: Ahorro, Horacio, ahorro: los pasteles funerarios
han sido el plato frío de la boda.
Antes encontrar en el cielo a mi peor enemigo
que haber visto ese día, Horacio. (1.2.176-83).
Hay en la obra de Hamlet, creemos, un triple movimiento o, mejor dicho, tres movimientos que, relacionados entre sí, animan el fundamento de la misma: el asesinato, la venganza y, antes de decidirse a acometerla, la vacilación del propio Hamlet, si bien ante el espectro dice estar resuelto a ejecutarla. Pero, más que tratarse de una venganza que restituiría, de una vez por todas, el crimen cometido, lo que ocurre es que, incluso cuando se decide y desea cumplir con su venganza, luego de enterarse de la muerte de Ofelia –cuando, antes de saltar sobre Laertes en el sepulcro de la muchacha, grite “¡Éste soy yo, Hamlet el danés!” (5.1.224-5)-, la ejecución de semejante acto ya no puede conseguirlo. De modo que, si la “moral de la honra” restituye, cada vez, lo sagrado con un sacrificio, en cuyo límite sería posible, en el desbordamiento de la violencia –un crimen que se paga con otro crimen, y recordemos que el espectro viene del mismísimo infierno, con lo cual admite que él es tan culpable, si no más, que su asesino, Claudio- una transgresión al interior de esa misma institución sagrada, el nuevo ámbito de la profanación moderna, no fundado por Shakespeare pero explicitado en su teatro –y en su poesía-, implica que ese asesinato de Claudio, agravado por su desprecio del luto –o del duelo-, como consentido por la reina, quien a su vez ha profanado la institución de la corona, casándose con su cuñado, quien le estaba prohibido inmediatamente antes del cambio de mando, y desheredando a su hijo; en fin, el nuevo ámbito de la profanación, que implica la secularización y descreimiento de la moral caballeresca y de la religión cristiana, entre “ser” o “no ser”, donde “ser” equivale a “representar” un papel, mientras que “no ser” es equivalente a la “nada” en la que se precipitaría, paulatinamente, el mundo moderno, con la desaparición de Dios del centro de la escena.
En efecto, Hamlet querría ser aquel capaz de restaurar un orden de cosas en el que ya no cree –“El tiempo está fuera de quicio. ¡Oh, rencor maldito, que naciera yo para corregir su estropicio!” (1.5.203-4)-, pero eso se revelará, al final de la pieza, un intento fallido. Incluso cuando la venganza se concreta, los motivos ya no son los mismos –la muerte de Ofelia se vuelve la motivación mediata, mientras que el envenenamiento involuntario de su madre por Claudio funciona a manera de la motivación inmediata- y la espera del descanso eterno –que Hamlet identifica con un sueño eterno- es su único consuelo.
Recordando ahora lo que tanto Rinesi como Bonnefoy nos decían en sus lecturas, de que el mundo hamletiano es un mundo teatral, en el que todos los personajes son actores interpretando diferentes papeles –los cómicos que hacen del matrimonio real, pero también el propio Claudio, que hace de rey; Hamlet, que “se hace el loco”, etc.-, en ese “teatro dentro del teatro”, en esa “escena dentro de la escena”, creemos encontrar una hipótesis, a manera de “espejo” de la condición social, política y cultural de su época, agregando a las expresiones anteriores otra, como reverso exterior de esa realidad interior que, a través de un texto que enlaza escritura, lectura y escenificación, crea Shakespeare con su ficción, con ese drama que es Hamlet: un “escenario fuera del escenario”, ya que el teatro hamletiano –y shakesperiano- sería, creemos, una elaboración de la realidad de su época, y ese “teatro dentro del teatro”, postulamos, significaría más un espacio reducido que reconfigura, cada vez en cada puesta en escena, las relaciones sociales y políticas del espacio exterior y ampliado, devolviéndolas cambiadas –no ya en un simple desnudamiento de las pasiones humanas, sino en su simultánea reescritura-, con lo que, entonces, se trataría de “un mundo dentro de otro mundo”, cuyas diferencias serían sólo de escala, siendo el campo de la representación teatral aquella zona límite que, como forma de reconfiguración y de reescritura del mundo social, es, hacia dentro, una zona de pasaje entre uno y otro mundo y, hacia fuera, una zona de indiferencia, una “zona gris”, una anticipación de lo que, según Giorgio Agamben, vendrá a constituirse en el paradigma de la anulación de la política en la modernidad, mediante una inclusión de la vida natural en su mutua exclusión, al interior de los mecanismos modernos del Estado, el derecho y las demás instituciones liberales de la articulación de lo político.
Citando a Walter Benjamin[8], Agamben sugiere que el estado de excepción se ha vuelto la regla de la vida en el mundo actual. En los mismos términos, en nuestro análisis bien podemos decir que el “estado de profanación” –la violación de las tradiciones, de las instituciones y de las costumbres, que dejan inoperantes su aplicación, volviéndose meras formas- es, si no la regla, al menos la forma que expresan los personajes hamletianos del teatro de Shakespeare, y que es ese “estado teatral” de su mundo lo que se ha convertido en la realidad, que el “devenir teatral del mundo” se convierte, desde entonces, en la nueva expresión de dicho paradigma, no ya en el derecho o en la teoría política, sino en la literatura.
HAMLET: (...) ¿Qué habéis hecho, queridos amigos, para que la Fortuna os traiga a esta cárcel?
GUILDENSTERN: ¿Cárcel, señor?
HAMLET: Dinamarca es una cárcel.
ROSENCRANTZ: Entonces lo es el mundo.
HAMLET: Sí, una cárcel espléndida, con muchas celdas, encierros y calabozos, y Dinamarca es de los peores.
ROSENCRANTZ: No somos de esa opinión, señor.
HAMLET: Porque no lo es para vosotros, pues no hay nada bueno ni malo: nuestra opinión le hace serlo. Para mí es una cárcel.
ROSENCRANTZ: Así lo ve vuestra ambición: es poco país para vuestro ánimo.
HAMLET: ¡Dios santo! Encerrado en una cáscara de nuez me tendría por rey del espacio infinito, si no fuera porque tengo malos sueños. (2.2.215-23).
En ese sentirse encerrado en sí mismo que aqueja a Hamlet creemos ver, prefigurada, la angustia de los futuros exiliados –pasados y presentes- y supervivientes, víctimas de los regímenes totalitarios, autoritarios y dictatoriales del siglo XX, así como de las actuales democracias de corte neoliberal, de los Estados fallidos de Occidente o de los conflictos de medio Oriente, desarraigados todos ellos, que vivirán y morirán –en su mayor parte- sin sentido, ignorantes de las causas de su detención y desaparición –y la expulsión de los cadáveres en el final de la obra por orden de Fortinbrás prefigura ya esta problemática, porque, en un mundo en el que lo arbitrariamente posible se ha vuelto absolutamente necesario, es uno en el que la vida y la muerte se sufren por igual, en el que las máquinas políticas de la muerte no dejan de envenenar, de profanar y de corromper, de confundir a las multitudes. Un mundo, moderno y posmoderno, que ha sacado la tragedia y la comedia de sus límites como formas ficticias, extendiéndolas a la sociedad en su conjunto; un mundo trágico, en el que la farsa y lo dramático vuelven indiferente la actividad política tal como había sido concebida hasta ahora. ¿Cómo responder a un mundo en el que drama y vida se vuelven indistinguibles?
Hasta Hamlet, parece que el duelo –el luto- signó la antesala del estado de excepción –los rumores de conspiraciones y traiciones en la Dinamarca imaginaria de Hamlet, la amenaza constante de la guerra en Hobbes, las guerras civiles que solían suceder a la muerte de un césar en la Antigua Roma, etc.-, y quienes lo practicaban no dejaban por ello de participar activamente en la vida pública, con el duelo como momento inoperante de esa misma vida activa; profanado el duelo en la vida social y política contemporánea, el nuevo teatro del mundo, el mundo convertido en un gigantesco teatro, las guerras civiles a nivel global que nos rodean por todas partes en la actualidad, nos atrapan en un dilema que ha de ser resuelto como problema: entre “ser” o “no ser” soberanos y cómo asumir –y asumirnos-, de nuevo, el papel que, si tiene algo de teatral y se sirve grandemente de la retórica, es el que, me parece, Maquiavelo nos metería prisa a retomar, soberanamente.
A fin de cuentas, hoy día ya no son solamente los Estados los que pueden arrogarse el papel de la soberanía. ¿Por qué no atribuir dicho papel, según sea el momento y la capacidad política, singular, a los actores del teatro? Un teatro que, creo, hoy es cada vez más hegemonizado por la comedia, disputándole el lugar que era antes la posición hegemónica de la tragedia. Actores que conjugan, digamos, una suerte de doble acción o de práctica a dos tiempos, inseparables en su ejecución: una práctica que es a la vez actuación, representación escénica, y acción, puesta en acto y en palabra, momento de levantamiento de las mediaciones, momento del cual la puesta escénica es su anticipación complementaria y en simultáneo, jugándose la vida en un mundo conflictivo: quizás por ello sea más conveniente, en lo sucesivo, hablar de “escena del mundo”, de la cual la “escena política” es sólo una de sus variaciones o modos.
¿Quién es más soberano, entonces? ¿El actor, cuya práctica guarda su propia soberanía, conjugándola con su aparición en otros campos o esferas de la praxis y del discurso, como figura pública, o el actor político clásico, cuyo arquetipo es, desde maquiavelo para acá, el príncipe, que puede representar tanto un papel estratégico como utilizar los instrumentos de la representación teatral y de la retórica como tácticas para su actuación? En todo caso, hoy hacer teatro y hacer política –ser actor teatral y actor político- son, planteo suponer, dos dimensiones complementarias; actuar y hablar son sólo dos maneras de expresarse, de estar en el mundo, de vivir en él para, más allá de esa zona de indiferencia en que peligra convertirse –como un dispositivo, en funcionar para ciertos intereses de unos pocos, como una “máquina escénica” o “máquina teatral”- el teatro, la búsqueda de una sociedad nueva, la refundación de lo social mismo, para plantear, en una de sus diversas e infinitas posibilidades, al teatro –como al resto de los géneros literarios- como una forma de poner en palabras, en discursos y en gestos, en la escena contemporánea de un teatro rebelde y revolucionario, los sueños y esperanzas de las utopías; como la triste esperanza de Horacio, quien espera, aunque sin saber si su esperanza se realizará, una Dinamarca restaurada. Lo que él ignora –o lo que se empeña en ignorar, como Fortinbrás- es que ese sueño es de suyo trunco; el porvenir sólo puede anticipar una sociedad completamente distinta, ésa a la que el contrato social –hobbesiano o de cualquier otra clase- promete, inciertamente, responder. Pero el fantasma de lo imprevisto e incalculable está siempre a su acecho. Ése es el espectro que insiste en perseguir nuestros sueños y nuestras pesadillas, incluso nuestras vidas diurnas; ésa, creo yo, podría haber sido la exigencia, ya no del espectro del rey Hamlet, sino la del príncipe Hamlet, ésa su pregunta: del “¿Quién va?” –o “Who’s there?”- del comienzo, hasta la de “ser” o “no ser”. En definitiva, las dos preguntas fundamentales de nuestra época; quién habla y actúa y por qué y cuándo hablar y actuar convienen.

3.3. Hamlet en el fin: de la “ética trágica” a la “ética de la memoria”

Como sugieren los dos autores que acabamos de revisar, parece que Shakespeare era reacio a escribir su tragedia. Es como si la venganza, como motivo protagonista, le hubiera desagradado. Después de todo, sabemos que, a diferencia de Claudio, Hamlet rehúye su tarea, y sólo la cumplirá cuando se vuelva su excusa final, su salida sin salida, desde el momento en que Ofelia ya no puede darle lo que hubiera querido de ella, porque acaba de morir, por su culpa, por lo cual su frustración amorosa sólo lo impulsa a tomar la resolución para vengar a su padre asesinado y recuperar sus derechos legítimos, cuando ya es demasiado tarde, después de no haberse resuelto a consumar su amor con quien, al haber muerto, deja un vacío en su corazón mucho más profundo que el que el espectro de su padre pudiera haber abierto. Ante esta “moral de la honra” o “ética de la venganza”, Hamlet no puede sino darle cumplida realización, lo que equivale a decir, paradójicamente, que su acción –y también su actuación- aumenta indirectamente en relación a su credulidad; es decir que su acción se vuelve más eficaz mientras mayor es su desprecio y descrédito del basamento moral de la misma acción; lo que se resuelve, como sugeríamos más arriba, en actuación. Pero si la “ética trágica” es insuficiente y está destinada a la destrucción, a la muerte sucesiva de los distintos protagonistas, una nueva tiene que reemplazar, si no sus fines, al menos sus medios o, aún mejor, sus principios. Pero la “ética de la juventud”, como ya tuvimos ocasión de ver, no consigue, por sí sola, llenar ese espacio, ése que la acción trágica deja abierto a la interrogación por una ética que complemente a la misma actuación del drama trágico. No hay que volar muy lejos para encontrarla; es la que se deja entrever y dislumbrar, aunque casi sin mostrarse, enseguida quedando oculta entre todo lo demás, debajo de los parlamentos, de los soliloquios y de las acciones. Es lo que, con permiso –o sin él, poco importa- de Hamlet, denominaremos “ética de la memoria”, la contrapartida de la acción trágica, el resultado de revivir en lo cotidiano la “memoria trágica” de la pieza.
Es lo que, de las siguientes líneas, podemos extraer: cuando Hamlet, después de haber hablado con el espectro de su padre, en la quinta escena del primer acto, le oímos decir:
(...) ¿Acordarme de ti?
Sí, pobre ánima, mientras resida memoria
en mi turbada cabeza. ¿Acordarme de ti?
Sí, de la tabla del recuerdo borraré
toda anotación ligera y trivial,
máximas de libros, impresiones, imágenes
que en ella escribieron juventud y observación,
y sólo tus mandatos vivirán
en mi libro del cerebro, sin mezcla
de asuntos menos dignos. ¡Sí, sí, por el cielo!
(...) Y, ahora, mi consigna:
«Adiós, adiós, acuérdate de mí.»
Lo he jurado. (1.5.99-116).
En el final, antes de morir, Hamlet le dice a Horacio, para evitar que lo siga a su tumba:
(...) Horacio, me muero;
 tú vives: relata mi historia y mi causa
a cuantos las ignoran.
(...)
¡Ah, buen Horacio! Si todo queda oculto,
¡qué nombre tan manchado dejaré!
Si por mí sentiste algún cariño,
abstente de la dicha por un tiempo
y vive con dolor en el cruel mundo
para contar mi historia.
(...) El resto es silencio. (5.2.247-71).
Yo diría, en cambio, y para finalizar este trabajo: el resto es teatro; mejor todavía, una vez acabada la pieza y bajado el telón, queda, como el resto, lo que vendrá, “Will to be”, lo que será, un presente habitado, si hacemos caso a Rinesi, por fantasmas pasados y futuros, por quienes ya no están y por quienes aún esperan estar. Más que sólo silencio, el resto es proyecto, nuestra tarea de continuar la vida del teatro por fuera de los teatros, en la escena colectiva del mundo conflictivo, cuya fortuna nos aguarda, en la incertidumbre, para la búsqueda de nuestra propia lectura, de nuestro propio teatro, contemporáneo y soberano, en un presente que, sin pretender negar el pasado ni habiéndolo podido superar, mira hacia el futuro, con los oídos listos para escuchar, en la gozosa y corruptora noche de los actores, una vez más, una obra de teatro. Porque volver al mundo es volver a ingresar a un teatro otro, el teatro de la realidad social.

Referencias bibliográficas:

Agamben, Giorgio: Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida. Traducción y notas: Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Pre-Textos. 1998.
_______________ Homo sacer II. Estado de excepción. Traducción de Flavia Costa e Ivana Costa. Introducción y entrevista de Flavia Costa. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora. 2005.
_______________ Profanaciones. Traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora. Disponible en www.lectulandia.com. 2005.
Amigo, Silvia: “Nuevos apuntes sobre Hamlet (Psicoanálisis)”. Disponible en https://www.letrasopacas.org/2015/06/nuevos-apuntes-sobre-hamlet.html. 2015.
Bonnefoy, Ives: La vacilación de Hamlet y la decisión de Shakespeare. CABA: El cuenco de plata. 2016.
Rinesi, Eduardo: Política y tragedia. Hamlet, entre Maquiavelo y Hobbes. Buenos Aires: Colihue. 2011.
Shakespeare, William. Hamlet. En obras completas, tomo 2, Tragedias. Traducción: Agustín García Calvo, María Enriqueta González Padilla, Josep Maria Jaumà, Vicente Molina Foix, Alejandra Rojas, Alejandro Salas, Tomás Segovia y Nicolás Suescún. Editor: Andreu Jaum. Disponible en www.lectulandia.com. 2016. pp.300-442.


NOTAS
[1] En la versión del drama que utilizamos aquí, los editores se cuidan de contarnos el siguiente dato: “A finales de 1580 y principios de 1590, circuló una primera versión de Hamlet, de autoría desconocida y hoy perdida, aunque algunos críticos la atribuyen a Thomas Kyd o incluso al propio Shakespeare, quien habría reelaborado su propia obra en el texto que hoy conocemos.” No obstante, se sabe que su versión definitiva fue escrita entre 1600 y 1601, año en que se estrenó por primera vez. (Shakespeare, Tragedias, 2016, p.300).
[2] La traducción de este pasaje es mía. La siguiente es la versión literaria más aproximada que he podido encontrar:
El tiempo está fuera de quicio. Oh, amarga maldición,
que naciera yo un día para poner en orden su estropicio.
En Shakespeare, Hamlet, en Tragedias, Obras completas, Tomo 2, traducción de Agustín García Calvo, María Enriqueta González Padilla, Josep Maria Jaumà, Vicente Molina Foix, Alejandra Rojas, Alejandro Salas, Tomás Segovia y Nicolás Suescún, 2016, disponible en www.lectulandia.com,pp.334-335. El pasaje correspondiente en la versión inglesa es:
The time is out of joint: Oh cursed spite,
That ever I was born to set it right!
En Shakespeare, Hamlet, XML version by Jon Bosak, 1996-1999, Simplified XML version by Max Froumentin, 2001, disponible en https://www.w3.org/People/maxf/XSLideMaker/hamlet.pdf, p.34.
[3] En una nota al pie, se nos informa el siguiente dato curioso: “La traducción de La ratonera, la pieza que Hamlet promueve en el acto III (en inglés mouse-trap), sería en francés La piége de la souris, literalmente "la trampa del ratón". La palabra souris, que es femenina y en sentido familiar y habitual se usa para designar también a una "chica" o "jovencita", es a la que se refiere el autor jugando con las dos acepciones”. (Bonnefoy, 2016, p.18).
[4] A pesar de lo cual comparto con el profesor Rinesi que pueda hablarse de “momento shakesperiano”, como hacia el final de su trabajo asevera: “expresión para la que me gustaría reivindicar la misma propiedad que ya observamos en esas otras dos: la de permitirnos aludir, al mismo tiempo, tanto a las peculiaridades de cierto “momento” del devenir histórico (el momento que "les tocó vivir" a William Shakespeare y a sus contemporáneos: el "momento", en fin, del gran teatro isabelíno) como a cierto tipo de inspiración teórica (llamémosla "trágica") para la comprensión de los fenómenos políticos. Lo primero que deberíamos hacer, entonces, es preguntarnos qué rasgos, qué específica peculiaridad de ese momento de la historia de la cultura Inglesa es el que hizo posible el despliegue de la “sensibilidad trágica” sobre la cual —y sólo sobre la cual— pudo sostenerse el formidable desarrollo (sólo comparable, como ya dijimos, al que se verificó durante otro período igualmente breve e igualmente intenso de la historia de las formaciones culturales de Occidente: el que corresponde a la generación de Sófocles en la antigua Atenas) del teatro trágico. Desarrollo que debe medirse no sólo por la cantidad y calidad de piezas escritas y representadas en el período, sino también por la centralidad que esa manifestación estética alcanzó entre el conjunto de expresiones culturales de la época. La cultura isabelina, en efecto, se define por su teatro trágico, que la expresa acabadamente, y lo que debemos preguntarnos, entonces, es qué circunstancias hicieron que esa cultura desarrollara esa sensibilidad trágica” que ese “teatro trágico” —cuya manifestación más alta es sin duda el de Shakespeare— expresa.” (Rinesi, 2011, pp.243-244). La instalación de ese “momento shakesperiano” –o “momento trágico”- pudo tener lugar y volverse hegemónico porque, según Rinesi, “la vieja “síntesis teológico-política” ya no daba respuestas a los hombres de la generación de Shakespeare y sus contemporáneos. La tragedia es tan refractaria a la ciencia como a la religión, tan antagónica a la idea de un orden que puede aprehenderse a través de la luz de la razón como a la idea de una justicia providencial que, aún incomprensible para los mortales, da al mundo un sentido y a los hombres la esperanza de que el Bien, finalmente, triunfará.” (Rinesi, 2011, p.245). Históricamente, ese momento es el que va de 1590 a 1640, antes de que la concepción racionalista de la ciencia y de la filosofía moderna pase a ocupar la posición hegemónica hasta entonces ocupada por ese pensamiento trágico y, antes de él, por la moral medieval, pre-moderna, propia del mundo honorífico de la caballería.
Las diferentes expresiones, en ciertos diálogos, de metáforas bélicas, constituyen un rasgo central en la pieza; “lo que nos ofrece la imagen de un violento enfrentamiento entre fuerzas contrapuestas. Pues bien: esa imagen, esta idea de un mundo atravesado por las oposiciones, los antagonismos y las luchas, es -asegura Cruttwell- la que distingue el espíritu del “momento shakespeareano”. Un “momento”, entonces, caracterizado por “una anarquía de la personalidad y un caos de todas las percepciones” (Cruttwell, p. 25) y que se expresa en consecuencia, en la obra de sus poetas en general, y del mayor de ellos en particular, en la abundancia de personalidades múltiples o divididas, de personajes que no saben en qué creer o qué objetivos perseguir y de luchas entre sistemas de valores enfrentados, o entre posiciones enfrentadas respecto a los valores, posiciones entre las que el propio Shakespeare no da la impresión, nunca, de estar enteramente decidido.” (Rinesi, 2011, p.251).
Refiriéndose a un debate entre tres lecturas del “momento” que está comentando –entre Cílliard, Cruttwell y McAlindon-, Rinesi propone considerar diferentes explicaciones de sus causas históricas; la lectura de Cílliard lee este período como un “accidente” en medio de una cosmovisión que considera todavía totalmente anclada al mundo medieval, y para él Hamlet no representaría sino una momentánea “desviación” del orden jerárquico, divino, de la misma, cuando el príncipe denuncia el terrible pecado del que hace responsable a su madre –casarse con su cuñado sin finalizar el momento del luto- así como del que se hace responsable a sí mismo –de cobardía y vacilación ante su tarea de venganza-, y luego de lo cual la restitución de ese orden ya no será tan simple. La de Cruttwell, en cambio, pretende mostrar que, si bien los isabelinos no habían abandonado del todo el mundo medieval inmediatamente precedente, se consideraban a sí mismos distantes de dicho mundo, y lo lamentaban; y destaca el carácter caótico y de desorden de la cultura de la época. Finalmente, McAlindon sugiere que, sin estar totalmente de acuerdo con ninguna de aquellas lecturas, puede constatarse que en ese mundo medieval y pre-moderno convivían dos concepciones morales en tensión, jerárquica y de orden la una, y conflictiva la otra. En efecto, “Es este segundo modelo” de pensamiento, observa nuestro autor, el que “impulsa a tantos autores renacentistas a referirse a la guerra como a una forma necesaria de sangría para los estados enfermos” (McAlindon, p.4) y el que “sostiene la notable observación de Maquiavelo -que desafiaba toda la teoría política conocida- de que el desacuerdo y la violencia pueden fortalecer al Estado” (id.). Este “segundo modelo”, en suma, “implica insistentemente que el desorden, el egoísmo agresivo y la pasión ciega no son apenas tachas en la naturaleza causadas por el pecado y la Caída, sino que son tan naturales como el orden, el altruismo y la razón” (p. 8).” (Rinesi, 2011, pp.246-253). Según continuará diciendo un par de páginas más adelante, La tesis de McAlindon es que la originalidad de Shakespeare consistió en incorporar ambas perspectivas, en entender, como antes que él hicieran Chaucer, Kid y Marlowe, que era más verosímil un mundo que admitiera “la radicalmente paradójica noción de la naturaleza como un sistema de discordia concordante, o de armoniosa contradicción” (Rinesi, 2011, p.255).
Rinesi termina señalando –con el apoyo de la lectura de McAlindon- el aspecto diacrónico de eso que vino a denominar como “momento shakespeareano” –y que, para nuestro agrado, demuestra la hondura y los alcances de su análisis-, que incluiría, entre otros, a Hegel, Marx, Nietzsche, Blake, Yeats y Lawrence; Jung, Freud y Lévi-Strauss (Rinesi, 2011, p.257).
La tesis de Rinesi está muy cerca de la que asumiremos en los últimos dos puntos de este trabajo, aunque puede que no sean del todo coincidentes. Por una parte, porque si bien intentamos leer el drama shakesperiano en clave de “dispositivo” –como un ensayo del atisbo moderno del “estado de excepción”, como el de su desafío-, por otra deseamos destacar que, más allá de ser Hamlet la expresión que, en el teatro isabelino, entre otras obras, asume el texto de Shakespeare, de un “desorden dentro del orden” o contra el orden, o de un “orden nuevo en medio del desorden” y del caos, esa dualidad irreductible, esa resistencia de lo irrestituible y de lo irrecuperable que toma –admitamos- para sí dicho texto y dicha escritura, todo ello no debería implicar reducir a la propia pieza –y, por extensión, al conjunto de la obra shakesperiana- a una “dialéctica más un “pero””, o a un momento de diálogo entre el pensamiento trágico del que forma parte y el pensamiento dialéctico que es su antagonista. Más bien, similarmente, defenderemos la idea de que la tragedia Hamlet representa la “creación” o la “imaginación” de un orden nuevo y que, sin embargo, se mantiene trágico en tanto que, como –aunque sólo analógicamente, sin ser igual a- la Utopía de Tomás Moro, sigue estando del lado de ese mundo de la imaginación al cual está ligado y del cual surge para alumbrar, aunque sin conseguir desactivar del todo, el orden que pretendería impugnar.
[5] Véase, del autor de El canon occidental, Cómo leer y por qué, traducción de Marcelo Cohen, 2000. En el capítulo 2, dedicado a la poesía, indica el autor: “…Esto me lleva a tres de los más poderosos sonetos de Shakespeare, que en las "Observaciones sumarias" que siguen al presente capítulo son confrontados con la poesía bastante diferente de Hamlet.” (Bloom, 2000, p.31). En su propia perspectiva, por lo demás post-romántica, Bloom nos cuenta su propia opinión de los grandes clásicos de la literatura occidental; no es menos llamativa la siguiente aseveración que, en el capítulo 3, dedicado al género novelesco, hace del Quijote de Cervantes, comparándolo con la obra de Shakespeare: “...a mí Cervantes me parece el único rival posible de Shakespeare en la literatura imaginativa de los últimos cuatro siglos. Don Quijote es el par de Hamlet, y Sancho Panza un adecuado contrincante de Sir John Falstaff. No sabría proferir elogio más alto. Contemporáneos exactos (puede que hayan muerto el mismo día), es evidente que Shakespeare había leído el Quijote pero muy improbable que Cervantes hubiese siquiera oído hablar de Shakespeare.” (Bloom, 2000, p.76). Asimismo, en el capítulo 4, dedicado al teatro, en la sección correspondiente a su lectura de hamlet, dice Bloom, entre otras cosas, centrándose en los siete soliloquios hamletianos: “Los siete soliloquios que dice Hamlet tienen dos públicos, nosotros y él mismo, y paulatinamente nosotros aprendemos a emularlo en el hábito de oír atentamente. Seamos Hamlet o no, en contra de la conciencia del hablante, y quizá incluso de su intención, lo oímos sin que él se lo proponga.” Pocas líneas después, agrega: “Sugiero que la obra Hamlet es un estudio de la creatividad frustrada del protagonista; del incumplimiento de su fama de poeta. Es una sugerencia muy poco original; está implícita en William Hazlitt y es el centro de la lectura de Harold Goddard. Pero quiero ser lo más claro posible. No estoy diciendo que Hamlet sea un poeta fracasado; ese es el Hamlet francés de T. S. Eliot.” (Bloom, 2000, p.108). El crítico estadounidense afirma que “En sus siete soliloquios, Hamlet nos enseña qué es lo que puede enseñar la literatura imaginativa: no cómo hablar con los demás sino cómo hablar con uno mismo. Con la posible excepción del Fantasma, a Hamlet no lo interesa escuchar a nadie. A través de él Shakespeare nos muestra que la poesía no tiene ninguna función social más allá de la de entretener. Pero tiene una función decisiva para la identidad; Hamlet llega casi a curarse a sí mismo, pero entonces toca un límite que no puede trasponer ni el personaje literario más inteligente.” (Bloom, 2000, pp.108-109).
Más adelante en su lectura, Bloom puede anotar la siguiente advertencia, que me parece útil para corregir, al menos hasta cierto punto, la lectura de Bonnefoy que acabamos de recordar: “La mejor forma de leer Hamlet es desechar la noción de que el príncipe pospone la venganza, o mejor dicho la venganza de su padre. Porque, ¿cómo un ironista va a vengarse de alguien despedazándolo a estocadas?” (Bloom, 2000, p.111). Esta consideración de Hamlet me resulta, después de la de Rinesi, casi anacrónica –lo que acentúa el post-romanticismo del crítico-, si no fuera que, como lectura o, mejor dicho, como escritura de una lectura- particular, no representa solamente la de un crítico específico, sino la de toda una clase de críticos de la vida cultural norteamericana, aún cuando el propio Bloom haya argumentado, años antes, en El canon occidental, que no existe en los Estados Unidos lo que, desde la facción marxista, ha venido en llamarse “capital cultural”, y su negativa a admitir tal incidencia sólo aumenta, creo yo, más aún su característica, aunque individual y problemática –casi podríamos decir “conflictiva”- adhesión, voluntaria o involuntaria, a dicha facción o clase, que bien puede representar un auténtico –y hoy día ya no tan hegemónico- “capital cultural”. Otros libros de Bloom que pueden visitarse para ampliar el debate respecto y ante su propia posición de lectura de la obra de Shakespeare son Shakespeare: La invención de lo humano, 1998, y Hamlet: Poema Ilimitado, 2004.
[6] Destaquemos que, pese a su propia profanación, de su estado vacilante, de la tradición que defendía el rey anterior, a través de la duda sobre si lo que ha experimentado es el resultado de un encuentro de un hijo desconsolado con el auténtico fantasma de su padre, o si se trata de un engaño por parte del diablo, que podría haberse disfrazado como aquel para mancillar una mente perturbada, Hamlet se rebela contra las profanaciones de quienes le rodean. En efecto, esto se muestra en aquel pasaje en el que el príncipe le dice a Horacio: “(...) Tú has sido como aquel/ que, sufriéndolo todo, nada sufre;/ un hombre que, sereno, recibe por igual/ reveses y favores de Fortuna. Dichoso/ el que armoniza pasión y buen sentido/ y no es flauta al servicio de Fortuna/ por sonar como le plazca. Dame un hombre/ que no sea esclavo de las pasiones, y le llevaré/ en mi corazón; sí, en el corazón del corazón,/ como yo a ti.” (3.2.44-53). Me parece que con estas palabras, Hamlet nos está diciendo que todos aquellos hombres y mujeres que “son flauta de Fortuna” o “esclavos de las pasiones”, como Claudio, osrick o Gertrudis, le resultan banales y le repugnan; en cambio, él querría ser, como Horacio, ese hombre que “armoniza pasión y buen sentido”; no consigue serlo, perdido como anda en cavilaciones y sospechas, quedando, nuevamente, al margen, tanto de los valores tradicionales, de los intereses y del cinismo de un Claudio, como de la adhesión honesta y sin fisuras a dichos valores de Polonio y Laertes; así, también, de la “virtud” que ensalza en su mejor amigo y confidente. Pero ¿a qué valores adhiere o cuáles representa el propio Horacio? ¿Y Fortimbrás? ¿Son los de la tradición o los de la modernidad, que parecen anticipar? Esto no nos parece, a diferencia de lo que asume Rinesi, tan claro. Porque, si Hamlet estuviera ensalzando y, por ello, adhiriendo, a esa virtud que le resulta grato encontrar en Horacio, esa capacidad de “armonizar pasión y buen sentido”, ¿no sería, por eso mismo, si acordáramos con la lectura de Rinesi, un personaje más cercano a la concepción hobbesiana que a la maquiaveliana de la política? Por vacilar de los tradicionales como de los nacientes valores, así como por morir intentando reconciliarse con los primeros, cuando no dejó nunca de reconocerse en los últimos, Hamlet permanece, en este caso, más allá de los mismos, creemos, que simplemente estancado entre ellos.
[7] Nuevamente, nos hemos visto en la necesidad de una traducción propia del pasaje. Véase en el original, como sigue:
'Tis sweet and commendable in your nature, Hamlet,
To give these mourning duties to your father:
But, you must know, your father lost a father;
That father lost, lost his, and the survivor bound
In filial obligation for some term
To do obsequious sorrow: but to persever
In obstinate condolement is a course
Of impious stubbornness; 'tis unmanly grief;
It shows a will most incorrect to heaven,
A heart unfortified, a mind impatient,
An understanding simple and unschool'd:
For what we know must be and is as common
As any the most vulgar thing to sense,
Why should we in our peevish opposition
Take it to heart? Fie! 'tis a fault to heaven,
A fault against the dead, a fault to nature,
To reason most absurd: whose common theme
Is death of fathers, and who still hath cried,
From the first corse till he that died to-day,
'This must be so.'
En Hamlet, op.cit., p.13.
[8] Se trata de la Tesis VIII de Filosofía de la historia, que dice: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el «estado de excepción» en que vivimos es la regla. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda.” (Benjamin, Iluminaciones, 2018, p.265).

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