domingo, 23 de agosto de 2020

Farenheit 451: el hombre como fuego

A 100 años del nacimiento del genial escritor que fue Ray Bradbury, dedicamos esta entrada a su novela más famosa, Farenheit 451.
"El fuego se cambia por todas las cosas y todas las cosas por el fuego, así como el oro por las mercancías y las mercancías por el oro." Heráclito, 90.

Entre El peatón y Fahrenheit 451, median demasiados interregnos, como los dos años que separan ambos textos –publicado el primero en 1951, y en 1953 el segundo-, por no agregar el obvio dato de que el primero es un relato bien corto, mientras el último es –quizás exageradamente, quizás no tanto- la novela más famosa del autor. Digo más famosa, y no la mejor o su mayor hito literario, porque ello equivaldría a afirmar que, para el propio Bradbury, así lo fue. En verdad, como él mismo dice en el nuevo prólogo de 1993, “cinco saltos” preceden su creación[1]. Pero, por otro lado, el mismo Bradbury no admite sentirse, mientras va divagando sobre esos antecedentes, en lo más alto de su producción; así, nos enteramos de que es una ficción –creada tal vez a pesar de sí mismo- por algunos aficionados, entre rumores y nostálgica admiración, la que invita a creer eso; pero como ya hemos tenido ocasión de constatar, Bradbury nunca escribe como si esperase que sus obras llegaran más allá de la máquina de escribir, nunca preparado para el éxito que, al final, cosecharían a lo largo del tiempo, ya fuera de su control, en manos de lectores y editores impresionados por sus escritos. Como Asimov, sus sueños literarios se expresan mejor en la inmediatez de la lectura en la más bien episódica, espontánea y, al parecer, incluso instantánea, relación de sus experiencias –como lector y estudiante, como paseante- con sus impresiones vitales. Un momento vivido lo mueve o lo impulsa a escribir alguna idea, todavía sin un estilo claro, y de repente, casi sin quererlo o sin esperárselo, un nuevo ser nace de su cabeza, de sus atropelladas ideas, en un par de páginas desde una máquina de escribir en un sótano, que comparte con otros tantos jóvenes como él, sin mucho dinero.
No nos detendremos en el contenido mismo de la novela, no es nuestro cometido resumir ni describir en las páginas que siguen su “trama”; quienes ya –como el autor de este texto- ya la han leído, la conocen suficientemente bien, con todo lujo de detalle; quienes no, pueden ir a leerla y, si lo desean, incluso comparar su registro textual con su versión cinematográfica más reciente. En cambio, más que explicarla, lo que ensayaremos aquí será una suerte de interpretación propia, sin descontar ni desmerecer la obra misma.
Conocemos, por lo demás, las razones del título: 451 grados Fahrenheit es, en primer lugar, una medida matemática para una comprobación física, la temperatura a la que arde el papel. ¿Y Qué papel es el que arde? ¿Y quiénes ejecutan, quiénes inician los incendios que queman los miles de papeles? Ante todo, los “bomberos”, esos temidos personajes que, de noche a noche, son enviados a las casas de los últimos lectores que aún quedan en el mundo. En una ciudad cuyo nombre nunca se menciona, en la que sus habitantes se esconden en sus casas, todas iguales, todas monótonas, último bastión humano que, sin embargo, casi completamente desprovisto de humanidad, permanece como zona de confinamiento voluntario, del que se vuelve prácticamente imposible e inviable escapar, junto a las calles vacías, donde las personas se mueven solo en coche, y el “peatón” es, como el “lector”, una figura jurídica o cuasi-jurídica de la expulsión del sistema de vigilancia y control social.
Mientras que en El peatón, lo que se prohibía –discrecionalmente, tanto entonces como ahora- era el simple caminar, la prohibición cae ahora sobre el mismo acto de pensar, se extiende a la misma fuente mental de la condición humana,, a saber la del pensamiento, y su libertad. Entonces, la policía aparecía en tanto que paradójico dispositivo de su propia ausencia en tanto que relación con sus “objetivos” –tradicionalmente, sabemos que el sujeto policial es el mismo policía, mientras que el objeto es el que es vigilado y sospechado por el primero de un delito, ya sea en potencia o en acto-, en forma de un automóvil patrullero automatizado, que se lleva –y que no “detiene”, que no se “lleva detenido”- al “Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas”, en la novela de la que nos ocupamos ahora, se menciona a los policías de carne y hueso, pero como en el primer caso, siguen estando ausentes. Los bomberos hacen las veces de la policía en este caso, como los principales agentes y ejecutores de un régimen distópico que sin embargo también padecen, y cuyos representantes ignoran. Quien más lo sufre, evidentemente, es el protagonista, Guy Montag, atrapado en la paradójica situación que lo hace tanto un ejecutor activo de dicho régimen y, al mismo tiempo, lo vuelve uno de sus habitantes más infelices. No es -al menos no lo es sino hasta el final- una de sus víctimas directas; pero no desconoce que las hay, llegando incluso a apiadarse de una anciana a la que van a quitarle, a quemarle, sus más ansiadas posesiones, sus libros.
Entonces hay dos acontecimientos singulares que cambian su perspectiva, si bien ya desde hace tiempo, el mismo Montag insinúa esconder algo -¿algún libro, quizás?- en su propia casa, a espaldas de su propia esposa. El primero, que en realidad será uno de muchos, es su encuentro con una joven adolescente, Clarisse, a quien descubre un día tras salir del trabajo, rumbo al metro que lo conduce a su casa. Aunque son vecinos, Montag se sorprende al darse cuenta de que nunca antes la ha visto. Es ella la primera persona –sino la única- que lo despierta de su sopor cotidiano. Sus extrañas respuestas, su personalidad infantil, su espontaneidad, son todos rasgos que contrastan con las propias características del bombero, quien hasta ese momento se veía a sí mismo como una de tantas personas rutinarias y soporíferas de esa sociedad que, más que una sociedad, se asemeja a un simulacro social.
“tengo diecisiete años y estoy loca. (...) ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.” Le dice ella en su primer encuentro a Montag, mientras ambos caminan a casa, sin tomar el metro. Se sorprende aún más cuando ella suelta: “¿Sabe? No me causa usted ningún temor. (...) Le ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...” (Bradbury, 1993, p.14). ya en el presentimiento del propio Montag, su anticipación es más la sospecha del hombre acorralado de la sociedad de la inseguridad y del control[2], que la de un simple caminante ocasional, más abordado por la muchacha que sencillamente alcanzado por ella en su caminar, y solo entonces su vida cotidiana se interrumpe, es interrumpida por la presencia imprevista e inesperada de Clarisse, con sus palabras, con su perfume y con sus ademanes juveniles, los de alguien vivo y auténtico, que se manifiesta como la excepción a la regla, “loca”, “insociable”, y cada vez que el encuentro con Montag se repite, no es ya como el primero; algo ha cambiado con respecto al primero, y algo en el mismo Montag se ha modificado también, en cada uno de esos esporádicos encuentros con ella. Entonces, ella le pregunta si es feliz; él contesta, no sin cierta irritación, que sí, pero una vez en su casa, ya en la soledad de su cuarto herméticamente cerrado, se da cuenta de que, pensándolo mejor, es muy infeliz[3].
La presencia de esa muchacha –de su rostro, de sus ojos vistos a la luz de la luna, su perfume- revela a Montag, devolviéndole en el momento en que se le aparece, para hacerse presente, el sentido olvidado y disuelto de un tiempo pasado, casi completamente enterrado en su memoria, de su infancia; le recuerda a una vela en mitad de la oscuridad, durante una noche sin luz eléctrica. La llama de esa vela, recuperada a la manera de una constelación, revivida en la llama de la vela que es el rostro de la muchacha, su perfume, sus palabras, al mirarla con detenimiento, al escucharla, al compartir con ella una íntima develación, distinta, opuesta, se opone radicalmente a la llama de las hogueras que los bomberos encienden en las casas a las que son enviados a quemar los libros de unos pocos, que convierten al papel que queman en cenizas, y cuyo olor y regusto a gasolina permanece permanentemente en sus cuerpos. La revelación que se tiene al estar en presencia del otro, y la que la presencia del otro me revela, no es otra cosa que la de la condición coexistencial de lo humano, en el instante de la mutua presencia, cuando la espontaneidad de la sensibilidad puede aparecer, reingresando al estado de estancamiento de las libertades y del tiempo vivo del ser. Con los sucesivos encuentros inconstantes de Clarisse con Montag, el elemento que había sido deliberada e implícitamente expulsado del sistema simulador de vida en general, y de Montag en particular, puede reingresar al mundo estancado que, sin él, se creyó autosuficiente y completo pero, como bien sabemos por el propio tedio del protagonista, estéril, devolviéndole a su vez su consciencia de ese tedio y de esa esterilidad, aunque sin poder devolverlo a un mundo anterior al suyo, y mostrando ya desde este punto inicial de la narración, la fragilidad del sistema mismo, hasta su posterior estallido y búsqueda de uno distinto.
EL segundo momento es el del despertar de su conciencia de culpa, cuando la anciana en cuya casa irrumpen los bomberos, pero que insiste en quedarse, prendiéndose fuego ella misma, ante el horror y el desconcierto de los bomberos mismos. Antes, los libros que aquellos desparraman en montones, obscenamente, caen sobre Montag, que se sorprende leyendo una línea al azar de uno, consigue rescatar el siguiente que cae entre sus manos, guardándoselo en su axila, a espaldas de sus propios compañeros.
Sorprende, por otro lado, lo que el capitán Beatty replica a la anciana: “¿Dónde está su sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido.” (Bradbury, 1993, p.37).
Lo que ahora se nos revela no es ya aquello que el sistema intenta, más o menos exitosamente, más o menos infructuosamente, expulsar, sino, en cambio, lo que en efecto, de hecho, él mismo es. Una sociedad vacía, mecánica, superflua, en la que el pensamiento vía la lectura –su principal manifestación visible en la obra- está más eficazmente imposibilitado, más eficazmente suprimido, en tanto que la legitimación de su imposición como única opción vital se ejecuta, en contra de lo que se nos venía diciendo hasta ahora, por medio de su anulación, no mental, sino cultural y social. No hay una lucha de clases, una guerra declarada del régimen contra los intelectuales y escritores; en cambio, lo que se pone de manifiesto es, sorprendentemente, la resignación sin más, la aceptación sin trabas pero sin una imposición explícita y directa, del mismo estado de apatía y confort; se trata de un “estado distópico” del que, si bien da señales por todas partes de estar ante una especie de dictadura implícita, parece operar mucho mejor al interior de un régimen democrático[4][5], reemplazado el dispositivo policial por el de los bomberos que queman los libros, por un lado, y por una cultura puramente banal, vacía completamente de sentido, con los programas de televisión mural, en las casas y en las escuelas, por otro. Así, cuando en otro de sus encuentros con Clarisse, Montag la interroga sobre por qué no está en el colegio, ella le suelta: “Creen que soy insociable. No me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo se entienda por ser sociable, ¿no? Para mí, representa hablar de cosas como éstas. (...) O comentar lo extraño que es el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de gente y, después, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de trascripción o de reproducción de imágenes, y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas, o por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte las respuestas ¡zas!, ¡zas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas, y todos nos decimos que es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el día, sólo somos capaces de acostarnos” (Bradbury, 1994, p.30). Y agrega: “me gusta observar a la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro», y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van. A veces, incluso voy a los parques de atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren los arrabales de la ciudad a medianoche y la Policía no se mete con ellos con tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil, todos contentos. A veces, me deslizo a hurtadillas y escucho en el «Metro». O en las cafeterías. Y, ¿sabe qué? (...) La gente no habla de nada. (...) Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. En los cafés, la mayoría de las veces funcionan las máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical encendida y todas las combinaciones coloreadas suben y bajan, pero sólo se trata de colores y de dibujo abstracto.” (Bradbury, 1993, p.31).
Importa poco de qué régimen se trate; lo que en realidad importa, aunque solo sea para los menos, para los que comienzan a despertar, así como para los lectores, que están fuera del texto y de la sociedad que configura, es la irrelevancia, la inimportancia de todo; la monotonía que, circularmente, hace funcionar a un sistema que, hacia adentro, es mera forma, mera máquina de repetición, para la cual no solo el “tiempo normal” yace estancado fuera, sino que, y esto es lo más asombroso, es que ni siquiera existe, para dicho sistema el tiempo es como si estuviera ausente, y lo que lo reemplaza es una fabricación sin sentido de un tiempo nuevo y paradójicamente estanco, un “tiempo detenido en el tiempo” o, si se prefiere, un “tiempo fuera del tiempo” de la sociedad, que desliga a sus sujetos de la misma, convirtiéndolos en meros individuos separados, en cosas que circulan en su interior, para aceitarla, para su eficiente funcionamiento; pero una máquina no tiene alma, carece de espíritu; no puede siquiera evolucionar y cristalizar en una mente si, en verdad, sostenida por sí sola, no consigue sostener sino una mera simulación de vida, de tiempo y de espacio, y sus engranajes no sirven sino a quienes, desde otro lugar, invisibles, manejan sus mecanismos. Si no posee en sí la capacidad de mostrar las lagunas de sus mismos fundamentos, entonces está hecha como carente de todo pensamiento, haciendo aguas a causa de otros, pero también en ella misma. Esta máquina está, así construida, imposibilitada de lo que ella misma prohíbe, pero por lo mismo que prohíbe, su rigidez la condena al fracaso; una máquina falta de mentalidad, pero que, sin embargo, expresa la vigilancia de una mentalidad que, consciente o inconscientemente, se quiere a sí misma como la única posible.
Los bomberos tienen sus signos propios: el número 451 pintado en sus cascos y bordado en las mangas, la salamandra en el pecho de los trajes, los manuales diminutos con indicaciones simples y sin ambigüedad alguna; y sus artefactos físicos: el perro mecánico, los lanzallamas, el vehículo que los transpora. Todos signos puramente instrumentales, definitivos; en su semiótica, no existe lugar para la equivocidad de los significados, para la plasticidad de las palabras, para la singularidad de los símbolos. Lo único que sustenta su uso es su eficiencia, su eficacia instrumental; sin embargo, hay que reconocerle al sistema seudo-social de los bomberos su valor como imposición significante –a la vez que como impostor de valores-, como máquina semiótica del terror –o del miedo- que colabora a instalar, su complemento y sostén simbólico. ¿Qué mejor máquina de signos para semejante mundo de opresión que la de los bomberos, denotativa de inmunidad ante el peligro de las llamas, y connotativa de protección y de seguridad sociales ante los “anormales”?
Como reverso de ese mismo aparato semiótico, aquel otro que, por su parte, si bien es absolutamente distinto al del bombero, es el de los programas televisivos; una retórica vacía de contenido, cuyos efectos se reducen al entretenimiento, escenario de las imágenes sin fondo, de los diálogos sin escena, de los objetos sin sujeto alguno, de la pura repetición homonímica de enunciados sin referencia a interlocutor alguno, en que el valor de los interlocutores se pierde, desvanecido en la laguna de enunciados que se unen sin hilo, que se juntan sin entramado alguno, que no dicen nada, sino que son la verificación seca y banal de estados de ánimo insípidos, que no buscan hilar un sentido de la vida, sino mostrar la apariencia de tramas vacías que, de ser tocadas con el más pequeño alfiler, se deshilacharían en una incoherente e inconexa serie de hilos sueltos. “Él yacía lejos de ella, al otro lado del dormitorio, en una isla invernal separada por un mar vacío. Ella le habló desde lo que parecía una gran distancia, y se refirió a esto y aquello, y no eran más que palabras, como las que había escuchado en el cuarto de los niños de un amigo, de boca de un pequeño de dos años que articulaba sonidos al aire.” (Bradbury, 1993, p.39).
Llega incluso el momento en que, una vez en casa después del trabajo ese mismo día, Montag descubre que ni él ni su esposa recuerdan cuándo ni dónde se conocieron. El recuerdo de otro instante en su mente lo sacude, lo arranca del presente llevándolo al pasado, y del recuerdo del pasado a la futilidad del presente; el diente de león de Clarisse, un simple pedacito de algo insignificante, diminuto, pero lleno de luz por un segundo, en las manos de la joven, al frotarlo en su cara primero, y en la de Montag después. El diente de león no lo había manchado entonces; pero ese juego tan extraño le revela, vuelto al presente, su actual condición de vacío; un vacío cada vez más grande entre él y su esposa, entre él y el resto de quienes lo rodean. “Bueno, ¿no existía una muralla entre él y Mildred pensándolo bien? Literalmente, no sólo un muro, tres, en realidad. Y, además, muy caros. Y los tíos, las tías, los primos, las sobrinas, los sobrinos que vivían en aquellas paredes, la farfullante pandilla de simios que no decían nada, nada, y lo decían a voz en grito. Desde el principio, Montag se había acostumbrado a llamarlos parientes.” (Bradbury, 1993, p.41))
La furia lo precipita a gritar; su esposa reacciona encendiendo algún aparato en las paredes, pero solo consigue aumentar su dolor de cabeza, en lugar de ayudarlo a desaparecer. “Una gran tempestad de sonidos surgió de las paredes. La música le bombardeó con un volumen tan intenso, que sus huesos casi se desprendieron de los tendones; sintió que le vibraba la mandíbula, que los ojos retemblaban en su cabeza. Era víctima de una conmoción. Cuando todo hubo pasado, se sintió como un hombre que había sido arrojado desde un acantilado, sacudido en una centrifugadora y lanzado a una catarata que caía y caía hacia el vacío sin llegar nunca a tocar el fondo, nunca, no
del todo; y se caía tan aprisa que se tocaban los lados, nunca, nunca jamás se tocaba nada. El estrépito fue apagándose. La música cesó. (...) Algo había ocurrido. Aunque en las paredes de la habitación apenas nada se había movido y nada se había resuelto en realidad, se tenía la impresión de que alguien había puesto en marcha una lavadora o que uno había sido absorbido por un gigantesco aspirador. Uno se ahogaba en música, y en pura cacofonía.” (Bradbury, 1993, p.42).
Los bomberos son, como dice el capitán Beatty, los “Censores oficiales”, los “jueces y ejecutores”. En un mundo en el que todas las casas son ahora ignífugas, el papel de los bomberos ha sido completamente trastocado, sufriendo un giro de ciento ochenta grados: ya no se encargan de apagar los incendios, sino que su nueva tarea es la protección de la “tranquilidad de espíritu”, del “pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores” y, para ello, tienen que provocar nuevos incendios, necesarios para que los odiosos, antipáticos e in-apaciguadores libros desaparezcan, para que no molesten a nadie, para que todo el mundo pueda vivir en paz, feliz y entretenido (Bradbury, 1993, p.52). Pero semejante tarea implica, como contrapartida, una angustia insoslayable, la de cerrar los ojos y los oídos a todo aquello que nos resulte molesto, extraño, distinto, que sacuda nuestras conciencias y arranque de lo más profundo de nuestro ser sentimientos y emociones incontrolables, como el miedo o la ira, que nos provoquen lágrimas o sonrisas, porque con los personajes, con las historias y con sus autores, somos capaces de identificarnos y de extraer, vía la lectura singular, siempre algo nuevo. Esos sentimientos y esas emociones, empero, una vez despertados por la lectura, ya no pueden volver a dormir tranquilos, ya no es posible tampoco someterlos o controlarlos automáticamente por medio de artefactos o dispositivos específicos; sería mucho más interesante –aunque también difícil- convertir a los mismos libros en dispositivos, como peligra en convertirse el I Ching en la novela dickiana, pero incluso esto se vuelve, a la larga y gracias a los intercambios infinitos de impresiones y de lecturas, de escrituras incluso, casi un autoengaño; como nos decía Bradbury al final del prólogo, sus personajes –nosotros agregaríamos que las historias también- han adquirido vida, les ha dado él mismo no solo la capacidad de vivir al interior de su texto, sino el salir y andar más allá del mismo texto original y, una vez puestos en texto, una vez puestos a vivir y a andar fuera de las manos del autor, su circulación y reinvención ya no puede detenerse.
La “semiótica del fuego”, no es el único otro aspecto del “régimen de la quema”, uno en el que está prohibido tanto pensar como leer; podríamos incluir además el aspecto arquitectónico, al que en una ocasión la propia Clarisse se refirió entonces: “«Nada de porches delanteros. Mi tío dice que antes solía haberlos. Y la gente, a veces, se sentaba por las noches en ellos, charlando cuando así lo deseaba, meciéndose y guardando silencio cuando no quería hablar. Otras veces permanecían allí sentados, meditando sobre las cosas. Mi tío dice que los arquitectos prescindieron de los porches frontales porque estéticamente no resultaban. Pero mi tío asegura que éste fue sólo un pretexto. El verdadero motivo, el motivo oculto, pudiera ser que no querían que la gente se sentara de esta manera, sin hacer nada, meciéndose y hablando. Éste era el aspecto malo de la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar. Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más jardines donde poder acomodarse. Y fíjese en el mobiliario. Ya no hay mecedoras. Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande por ahí.” (Bradbury, 1993, p.55).
Un año antes, Montag ha tenido un raro encuentro con un profesor de literatura retirado en un parque. Se llamaba Faber. Le habló de poesía, contemplando todo lo que los rodeaba; escondía un libro de poesía en su bolsillo. Le dijo entonces a Montag: “No hablo de cosas, señor (...) Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo.” (Bradbury, 1993, p.61). ¿Dónde encontrará, entonces, nuestro protagonista, la ayuda que busca? Si su esposa no puede dársela, alguien más tendrá que hacerlo. “«Me siento entumecido (...) ¿Cuándo ha empezado ese entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? (...) El entumecimiento desaparecerá. Hará falta tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí. Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido. Incluso la sonrisa (...), la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella estoy perdido.» piensa Montag en el Metro hacia la casa del viejo profesor retirado. Una vez allí, y con un ejemplar rescatado de la Biblia, ambos se sorprenden; pero Faber le dice a Montag que lo que él necesita no son los libros, sino las cosas que estaban en ellos. En sus propias palabras, Faber continúa así: “No, no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros. (...) ¿Se da cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad.” (Bradbury, 1993, p.67).
Faber concluye diciendo que lo que necesitan son tres cosas: calidad, ocio y “el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos.” (Bradbury, 1993, p.68). Una vez emprendido el camino de la lectura, ya no puede parar. Pero Montag, con la vocecita de Faber en su oído por un lado, y la engañosa voz de Beatty, por otro, tiene todavía que decidirse; el camino del primero se asemeja al del Sócrates platónico –“¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía de la mayoría!”-, mientras que la del segundo es la del sofista, aquel que o bien utiliza los libros y sus palabras para convencer y engañar, o bien se deshace de todos ellos, al demostrar su incoherencia y su inutilidad en conjunto: “Oh, te has asustado tontamente (...) porque he hecho algo terrible al utilizar esos libros a los que tú te aferrabas, en rebatirte todos los puntos. ¡Qué traidores pueden ser los libros! Te figuras que te ayudan, y se vuelven contra ti. Otros pueden utilizarlos también, y ahí estás perdido en medio del pantano, entre un gran tumulto de nombres, verbos y adjetivos. Y al final de mi sueño, me he presentado con la salamandra y he dicho: «¿Vas por mi camino?» Y tú has subido, y hemos regresado al cuartel en medio de un silencio beatífico, llenos de un profundo sosiego.” (Bradbury, 1993, p.85).
Cuando, al final acabe con su capitán, con su propia casa y hasta con la mayor parte de los libros rescatados con un lanzallamas, sentirá que acaba de precipitar los acontecimientos de la manera más indeseada posible; no ha actuado con la cabeza fría, sino impulsado por la furia ciega, al descubrir que su último objetivo como bombero era su propia casa o, al menos, lo que hasta ese fatídico instante fue su casa, vuelta ajena para él una vez convertida en el nuevo centro escénico de las miradas de todos.
Antes de concluir, una apreciación más. Montag se descubre a sí mismo como el centro de la nueva cacería, un fugitivo en la ciudad nocturna; por el pequeño aparato de Faber primero, y en medio de su propia carrera desesperada hacia el río después, se observa, a la vez espectador y protagonista de un drama impensado. Perseguido por el sabueso mecánico por tierra, que rastrea su olor particular en la atmósfera, por decenas de helicópteros por aire, y por miles y miles de familias que siguen la persecución por sus televisores murales, se ha convertido en un fantasma, cuyo sudor y cuya saliva no deja nada sin tocar; le aconseja a Faber que queme todo lo que él ha tocado en su casa, que rocíe el césped, que elimine toda huella posible; antes de marcharse de la ciudad para siempre, su nuevo amigo le da una maleta con ropa vieja, que se pondrá luego, desechando su ropa de trabajo en el río, perdiendo así a sus perseguidores. El anonimato de las calles por las que corre para escapar funcionan, por lo demás, de suelo físico del campo de la anomia, un campo donde la única norma en pie, contra los “peatones” como Montag, contra los que “van a pie”, es la fuerza, expresada en el constante aumento sin pausa de la intensidad de la persecución, convertida en espectáculo para la multitud inconsciente. “Allí estaba, había que ganar aquella partida una inmensa bolera en el frío amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un ruedo dos minutos antes de la aparición de ciertas víctimas anónimas y de ciertos matadores desconocidos.” (Bradbury, 1993, p.96). una vez en la corriente del río, “Montag sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de actores a su espalda. Sintió como si hubiese abandonado el gran espectáculo y todos los fantasmas murmuradores. Huía de una aterradora irrealidad para meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.” (Bradbury, 1993, p.106).
En su flotación sin rumbo en la corriente del río, Montag sigue reflexionando; comparando todas las llamas, todos los fuegos, desde las luces de la ciudad, los incendios, la luna y el sol, descubre que alguno tendrá que detenerse, en algún momento. El sol quema el tiempo, piensa, pero si todo ha de arder, algo tendrá que conservarse; el mundo, el agua y la tierra, desde luego, junto con los pensamientos y la libertad, ya que el sol arde cada día, quemando al mundo cada día; pero el descontrolado fuego de los bomberos, que fascina por su capacidad de destrucción inmediata, de responsabilidad y de consecuencias, de problemas y de soluciones, sucedáneo de un invento imposible de la humanidad, del movimiento perpetuo que todo lo destruye, lo disuelve y lo torna indiferente, ha de ser detenido; si no, consumirá tanto libros como seres humanos. Ante el fuego de los incendios de los bomberos, elevados al cielo a base de libros, se opone el límite de la vela, del sol y de la luna, del río, de la frescura de los árboles y del campo. Un nuevo sol, distinto al fuego de las salamandras, ha de iluminar el firmamento de Montag, para erigir con ello algo nuevo, para arrojar una nueva luz en medio de un mundo hasta entonces hecho de oscuridad.
En la nueva comunidad a la que ingresa, ya en la ciudad abandonada junto al río a la que acaba de llegar, unos cuantos hombres de cierta edad lo dejan sorprendido cuando le revelan que han inventado un sistema para recordar cada cosa que leen: “Aquí estamos todos, Montag: Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan. (...) También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores.” (Bradbury, 1993, p.111). No se trata solo de arquitecturas distintas para luchar contra la “alienación urbana” –las vías, las colinas-; se trata, primeramente, de la memoria como nueva fuente y seguro de los conocimientos, como arma tanto de rescate de lo pasado, como cauce para el futuro. “Somos ciudadanos modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormimos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada.” (ibidem). Son “vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior”; son miles, y esperarán a que la guerra termine, para volver a ser de alguna utilidad. “Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.” (Bradbury, 1993, p.115).
Entonces, es con la nueva llama, la llama de la memoria, con la que un mundo nuevo podrá ser, en un futuro todavía por venir, construido, para hacer advenir al él lo que, más allá de los libros, éstos contenían, surgiendo, en verdad, del interior de cada ser humano en tanto que libre; no se trata de recordar para repetir lo que los libros decían; más bien, implica rememorar para reescribir, a partir de lo ya leído, un mañana aún por leerse, aún por nacer. Para que el presente alumbre un futuro, tienen que citar, recordar y recitar todo aquello que, a lo largo de la historia, se ha conservado, dentro de los libros, ahora en sus cabezas; solo así, el pasado puede volver al presente, ya que el presente no deja de citar al pasado, y ellos saben que en cada una de sus cabezas se esconde y se guarda cada uno de esos libros, como en cada uno de dichos libros se escondía y se guardaba, también, la elaboración de cada acontecimiento, idea y pensamiento.
“Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojarnos sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.” Dice Granger a Montag, mientras todos observan las ruinas de la ciudad al otro lado del río, desbastada por la guerra. Sí, la humanidad acaba renaciendo, pero le es más fácil arder que renacer de sus cenizas; y, pese a las mejores esperanzas de Montag, la humanidad no ha dejado de arder. Lo cual revela que ni el derrumbamiento ni el renacimiento son constantes de la historia, necesidades del ser humano; pero que, sin embargo, el fuego que destruye en lugar de calentar, controlado en la hoguera de los nuevos compañeros de Montag, el de los bomberos, un fuego tanto de civilización como de barbarie[6], no ha cesado de vencer[7][8]. Se vuelve imperioso, para vencerlo, encender un nuevo fuego, cuyo combustible ya no sean los libros, sino los sueños, no para su imposibilidad, sino como anuncio de su realización.

viernes, 5 de junio de 2020

La comunidad o el racismo


El pasado 25 de mayo, el mundo entero asistió a un acontecimiento que generó, primero indignación, luego levantamientos masivos, al difundirse un video que mostraba a las fuerzas policiales en Minneapolis, una ciudad estadounidense marcada por el racismo, deteniendo y matando sin vergüenza ni culpa alguna a un activista afro: se trataba de George Floyd, cuyo asesinato ejecutado por una institución imbuida de una tradición histórica de racismo y discriminación hacia la población negra, actualmente extendidos al resto de comunidades migrantes, dice mucho de un sistema, una cultura y un país que, en un contexto de crisis sanitaria, extrema el ya conocido estado de excepción –que se remonta más allá del 11S, y cuyos antecedentes pueden rastrearse hasta la crisis de los años 30, la posguerra e incluso la represión policial en los 70 a las movilizaciones masivas contra la Guerra de Vietnam-, en el nuevo estado de riesgo, en forma de un estado de reclusión y de exclusión sin límites. Si antes la excusa esgrimida por las instituciones y los partidos tradicionales –demócratas y republicanos por igual- fue el terrorismo internacional, con lo cual los gobiernos norteamericanos de los últimos veinte años explicaron su amparo en la doctrina de seguridad nacional, y cuya culminación se manifestó en la promoción, como orgullo nacional, de la cárcel de Guantánamo, el actual clima de incertidumbre, en medio de una pandemia cuyos efectos ponen en peligro la vida humana en su conjunto, promueve y permite la vieja excusa racista, cuya expresión última es el muro en la frontera, más o menos delineada, con México.
El ascenso, desde el 2008 al 2016, de un presidente afroamericano al poder, no bastó para desmontar por completo los mecanismos racialistas y discriminatorios que, en verdad, no hicieron sus promotores sino ocultar bajo las instituciones liberales. De más está decir, aquí como dato casi fuera de lugar, que fue precisamente el gobierno de Barack Obama aquel que promovió la mayor expulsión y deportación de inmigrantes ilegales del imperio del norte en toda su historia.
Lo que ahora resulta interesante, saqueos y movilizaciones mediante, es cómo, en contra de lo que podría creerse, en realidad la “violencia” de los “negros” que ocupan las calles en un momento en el cual el gobierno impone el lema “quédense en casa”, no tiende, necesariamente, a ser revolucionaria. Como ocurre con la actual pandemia, nada nos invita a suponer que las movilizaciones contra la violencia institucional y policial se conviertan, en lo sucesivo, en un elemento revolucionario, que sacuda los mismos cimientos de la vida social, cultural y política de los estadounidenses. De hecho, la exigencia, por los allegados de la comunidad afro-americana a la víctima primero, y por otros grupos de migrantes después, se erigió, originalmente, como un simple “pedido de justicia” o, en términos más foucaultianos, como una acción de “micropolítica”. La ironía reside en reconocer que, en el mismo término “micropolítica”, se halla contenida la posibilidad, la potencialidad, de afectar, de conmover –y hasta, por qué no, de remover, de sacudir, de trastocar- toda comunidad, toda sociedad, a su nivel más “macropolítico”.
En un texto de reciente aparición, publicado el 10 de abril en HuffPost, la conocida activista Naomi Klein nos tira la siguiente reflexión: “Una de las cosas más evidentes en Estados Unidos es que los afroamericanos están muriendo más que los blancos. La razón es que viven en las zonas más contaminadas de Estados Unidos, porque las fábricas que más contaminan se construyen en las zonas más pobres del país y parece que es ahí donde el coronavirus golpea más porque las deficiencias respiratorias son mayores.” (en Capitalismo y pandemia, p.115). El artículo se titula “La crisis del coronavirus es una oportunidad para construir otro modelo económico”. Enseguida, la activista pasa a reflexionar sobre las condiciones de la protesta en el complejo contexto global de pandemia; pero salgámonos de esta problemática, que no es –al menos por el momento- la principal preocupación de este trabajo. Lo será, claro, pero al final del mismo. Detengámonos, por un instante, en el problema del racismo.
No es una cuestión nueva; ni siquiera es, como ya sabemos, una cuestión mensurable a la sociedad estadounidense desde la década de los años 60, cuando activistas como Martin Luther King, y grupos como las Panteras Negras, comenzaron a impulsar y propulsar, con resonancia internacional, el problema del racismo estadounidense. Un racismo que, como también sabemos, no se limita a la población afro o “negra”, sino que extiende su mirada escrutadora e inferiorizante, negadora de ser, a inmigrantes medio-orientales, chinos, latinoamericanos. Con el asesinato de Martin Luther Fing en los años 60, adquirió resonancia mundial el problema del racismo hacia los “negros”; el Ku Klux Klan, heredero de las ambiciones y aspiraciones de los esclavistas del sur estadounidense de comienzos del siglo XIX, tuvieron que ser “eliminados”, convertidos en enemigos públicos de la democracia, por más que, paradójicamente, tuvieran amplia aceptación por parte de muchas personalidades públicas y medios masivos de comunicación. Décadas antes, el genial escritor Ray Bradbury denunció en diferentes oportunidades, en relatos como El otro pie[1] y Un camino a través del aire, una cultura impregnada del segregacionismo al que se veían, todavía entonces, sometidos los descendientes de aquellos esclavos; segregacionismo que, si atendemos a los conflictos políticos de su época, fue convenientemente encubierto por el macartismo, al que le interesaba mucho más la polarización entre democracia y comunismo, mientras desplazaba, aunque sin quererlo, la de blancos y negros.
En su ya clásica obra Crítica de la razón negra, el historiador Achille Mbembe, realiza una arqueología, una genealogía, una historia del racismo, europeo y americano, centrándose en la discriminación sistemática y sistémica hacia las poblaciones africanas. Su análisis pone el foco en el término de la “negritud”, de lo “negro”, referente a los “negros”, como palabras que el mundo civilizatorio, blanco, colonialista e imperialista, nombró, impuso que se nombraran, que fueran nombrados, los habitantes de África, así como sus descendientes en suelo americano. Hay quienes, argumenta, sueñan con ser estadounidenses, alemanes, franceses... nadie, sin embargo, desea ser un negro.
Acá, los “negros” no son solo los afro-descendientes; con dicho vocablo, ciertos personajes de la cultura y la política nacional suelen referirse a los inmigrantes bolivianos, peruanos y brasileros; así también, coloquialmente y ya en el sentido común de la mayoría, al mundo de los trabajadores en situación precaria.
En los Estados Unidos, por otra parte, la cosa es distinta, aunque guarde sus similitudes. Respecto a las movilizaciones de los últimos días, podemos afirmar que son la expresión cabal –y más terrible, más mediocre- del estado de excepción que, actualmente, es la regla de vida de un país que, al resto del planeta, procura imponerle dicha situación a través de instituciones como el FMI, el Banco Mundial y, más recientemente, el Covid-19.
Mbembe acuña un término nuevo, habla del “devenir negro del mundo”, refiriéndose a la extensión del esclavismo más allá de los continentes africano y americano –el llamado por Enrique Dussel “sur global”-, en formas renovadas; esas formas son, según él, la explotación del capitalismo salvaje y la financiarización de las relaciones internacionales. Las nuevas formas de la esclavitud global amplían el racismo tradicional a todas aquellas poblaciones y personas en situaciones de precariedad, cuyos cuerpos valen cada día menos según el mercado internacional. Con la última crisis de tipo sanitaria, aunque también económica y ecológica, del Coronavirus, la explotación clásica de los cuerpos de los trabajadores, con el llamado plusvalor como instrumento de un mundo marcado por el flujo de mercancías, deja paso, ahora más eficazmente todavía, a la negación de dichos cuerpos, por lo tanto de todo valor sobre los mismos, fuera de los cálculos del nuevo poder financiero, y reingresan al campo de la vida social en su grosera exposición una vez muertos, ya sea a causa de la última enfermedad, ya sea asesinados más directamente por la violencia policial y militar de gobiernos que, retóricamente más o menos “democráticos” y “republicanos”, deciden, discrecionalmente, sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos. Las excepciones son, quizás, tres de esos gobiernos: el de Donald Trump, Jair Bolsonaro y Xi Jinping. EN efecto, China, Brasil y los Estados Unidos son, actualmente, los tres países que, entre los más afectados por el nuevo –o no tan nuevo- virus global, pibotan entre discursos “democráticos” y, sin embargo, tienden más cada día, hacia discursos de tipo “autoritario” o “neofascista”. No por nada, incluso hay quienes han tildado las medidas xenófobas y represivas de Trump de “nazis”.
El “devenir negro del mundo” del que nos advierte Mbembe aparece, no obstante, aunque insospechadamente y con intenciones y signos claramente distintos, en otros lugares más bien comunes: por ejemplo, en las películas y series de ciencia ficción distópica y el Cyberpunk. Tal vez no sea algo tan conocido, pero el término “robot”, y la familia de palabras a ella asociada –“robótica”, “robótico”, etc.-, proceden de la palabra “robota”, que significa “trabajo servil” en checo; además, “rob”, en eslavo antiguo, significa “esclavo”[2]. Un esclavo es, en estos términos, una cosa sin alma, un autómata, una máquina que funciona, pero que lo hace automáticamente, carente de todo pensamiento o voluntad.
Las diferentes revoluciones políticas en el tercer mundo no han podido, pese a sus mejores intentos, acabar con semejante problema. En Sudáfrica, por ejemplo, el racismo parece haber sido superado, pero sus condiciones económicas en relación al primer mundo, por imposiciones de las grandes transnacionales, vuelven a poner en jaque al mismo país de Nelson Mandela. En el resto de África, por otro lado, las desigualdades –económicas, políticas y raciales- son consecuencia tanto de una larga historia de dominación y colonización europeas, esclavismo y, más recientemente, también del aumento de la minería, sin olvidar el problema de los conflictos tribales, cuya violencia se ve en aumento al servir de complemento paramilitar tradicional a la imposición de políticas militaristas, mineras y financieras que empujan a la miseria extrema a la mayoría de las poblaciones. En los Estados Unidos, que está en la otra punta del triángulo –junto a Europa y África, que podríamos ampliar a una figura mucho más compleja, al ramificar sus herencias en toda América Latina-, por otra parte, nunca los gobiernos republicanos se han visto amenazados por golpes de Estado, a pesar de su larga historia de magnicidios; lo que se ignora con la oposición –en forma de una disyunción excluyente y absoluta- “democracia/racismo”, como en la de “racismo/tolerancia”, es que un país con estructuras institucionales imperialistas desde sus mismos orígenes no ha requerido nunca, en verdad, de semejantes expresiones de la violencia política, cuando sus gobiernos se cimientan, para su legitimidad, tanto más en el ejército, las agencias de inteligencia y de seguridad, que en su pueblo y en sus diferentes expresiones –medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, sindicatos-, juntamente con el apoyo que reciben de las grandes empresas transnacionales.
Así, caeríamos en una miopía total si quisiéramos ver en declaraciones hechas por, digamos, por dar un solo ejemplo, el general James Mattis, ex secretario de Defensa del gobierno de Trump, contra sus respuestas represivas a las movilizaciones por el asesinato del joven Floyd, al decir que lo que el presidente promueve es el slogan “divide y vencerás” , como estrategia de guerra, como política de guerra incluso, de tipo nazi, porque lo característico de la sociedad norteamericana sería, postula el mismo Mattis, lo expresado por el lema “la unión hace la fuerza”. ¿Cómo comprender semejante discurso “nacionalista”, como opuesto al del propio mandatario estadounidense, cuyo gobierno ha sido tildado, no en pocas ocasiones, no solo de “populista” y de “xenófobo” sino, además, de “nacionalista”? Pero estaríamos pasando por alto que la separación del general del funcionariado de Trump se debió, según se nos dice, por la retirada de Siria.
La “sociedad” no es lo mismo que la “comunidad”. La sociedad expresa una igualación de fuerzas, y ahí adquiere sentido lo “social”, pero también implica una homogeneización y una neutralización de los actores, y se excluye lo que no puede ser absorbido por dicho proceso: recordemos posiciones como el multiculturalismo o la interculturalidad, posiciones que son insuficientes para la lucha social si se pasan por alto otros procesos, como la asimilación o la aculturación, mientras que lo que sería deseable, más bien   es la transculturación, el diálogo intercultural o entre culturas, pero agregándole el componente político. Lo comunitario, en cambio, implica asumir un aglutinamiento, un conjunto amplio y diverso, no homogéneo, asimétrico sin ser necesariamente desigual, donde las prácticas comunitarias como las fiestas tienden, no a neutralizar, sino a incluir, a yuxtaponer las distintas tradiciones culturales y populares, en la ofrenda común que hacen los grupos a sus comunidades. Falta todavía, sin embargo, poner a prueba el término “raza”, y reconocer su carácter político-instrumental: puede ser fuente del racismo, generalizado, de exclusión inclusiva cada vez más extendida de la negritud al resto de poblaciones y comunidades que no se ajusten a las ofertas del sistema –capitalista, colonialista, imperialista, patriarcal y racialista-, o bien ser fuente y cauce de lo que, en términos emancipatorios, el filósofo mexicano José Vasconcelos denominó la “raza cósmica” del continente americano, la quinta raza planetaria. Nosotros agregaremos, por nuestra parte, que esa “raza cósmica” ha de tener un anclaje no solo continental y global, además ha de extender sus brazos al resto de la vivaz cohabitancia del multiverso: una raza que no es ya la humanidad solamente, sino que incluye asimismo al reino animal, al vegetal y, por qué no, al de los seres microscópicos; en tanto que cósmica, dicha raza se reconoce –y reconoce- como una entre otras del cosmos, una “raza alienígena”, hermana de otras entre las estrellas.
Por último, hemos de asumir –para que también se asuman- las comunidades afroamericanas, junto con el resto de comunidades migrantes, dentro del gigantesco proceso de disputa por la justicia social, los derechos humanos y los sentidos políticos, que demarcan, políticamente, culturalmente incluso, la disputa por la soberanía del estado de excepción en el que se ha convertido, queriéndolo o no, el actual país del norte. La conducción de ese estado de excepción no ha dejado de estar, casi siempre, hegemonizado por los jefes imperiales; empero, marginalmente los grupos de lucha por los “derechos civiles”, y en otros tiempos, contra-hegemónicamentepor líderes populares –Lenin en Rusia, perón en la Argentina, Fidel Castro en Cuba, y Nelson Mandela en Sudáfrica-, una pulseada política ha disputado, de mano a mano, la potencialidad que para cualquier movimiento político implica sostener en sus propias manos, en verdad, conducir una revolución que comienza siendo nada revolucionaria ni radical, pero que, si se busca, puede acabar, para bien o para mal, en una verdadera revolución estructural. Tener en las propias manos, habiéndose primero parado en los miles de pies andantes, la vocación por transformar instituciones como la policía o el ejército, implicará tomar también, por el cuello con manos y pies, con el mayor ímpetu posible, los partidos tradicionales y los medios de comunicación hegemónicos; la tarea por renovar y reformar o, incluso, remover y derrumbar, toda una serie de dispositivos y aparatos represivos es, creo, una tarea imperiosa de los actuales movimientos que, como no ocurría desde el asesinato de Martin Luther King, son conducidos por la comunidad afro-estadounidense.
Nota: para las declaraciones de James Mattis, véase el artículo titulado "Obama, Bush, Clinton y Carter acusan a Donald Trump de dividir EEUU", disponible en https://www.elmundo.es/internacional/2020/06/04/5ed943a521efa0c5248b45ae.html.


[1] Los siguientes pasajes del mismo, incluido en El hombre ilustrado, son reveladores: tras regresar del aeródromo, donde la multitud esperaba ver al hombre blanco bajar de su cohete para lincharlo, en un Marte únicamente poblado por personas de color, Willie, anonadado, dice: “...el futuro está ahora en nuestras manos. El tiempo de la tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprendí en seguida al oír a ese hombre. Comprendí que los blancos están ahora tan solos como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la teníamos. Somos iguales. Podemos empezar otra vez.” Y cuando, ya en casa, sus hijos salen a preguntarle si de verdad ha visto al hombre blanco, les responde: “Sí, señor (...) Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco... Lo he visto de veras, claramente.” (Bradbury, 1955, p.44). Es un hombre blanco, uno que viene de muy lejos, de un planeta Tierra asolado, desbastado por una tercer gran guerra, de la cual apenas han sobrevivido unos quinientos mil. Pero después de verlo, a este hombre blanco, viejo y cansado, la venganza de Willie, la imposición del racismo como un bumerán que, de blancos a negros pasa de negros a blancos, se rompe, se desvía o, incluso, desaparece. Lo que ocurrirá luego, por otra parte, no se nos dice.
[2] Véase Asimov, Isaac y Janet, Norby, el robot extravagante, 1983, p.2.

jueves, 16 de abril de 2020

Caminos y derivas del pensamiento latinoamericano 2. Simón Rodríguez, maestro de la emancipación


El maestro DE Bolívar (1769-1854) fue, ante todo, un adelantado. Educador, reformador, filósofo, autodidacta e intelectual, leyó a Spinoza, Rousseau y otros pensadores ilustrados.
Sociedades americanas en 1828, un texto pequeño y ameno, es quizás donde sus ideas de madurez aparecen mejor plasmadas. Expresa aquí su deseo de ver una Latinoamérica unida, unidad que es axioma de su pensamiento pedagógico y filosófico, como la igualdad. Hombre de ideas, sus advertencias son el desdoblamiento de concisos pero concretos pensamientos sobre una realidad convulsa. Sin saberse si llegó a leer a Maquiavelo, distingue bien moral civil, moral pública, moral política y moral económica.
“La fuerza material está en la masa moral en el movimiento”, llega a formular. “Hasta aquí, las dos fuerzas han estado divididas.... la moral en la clase distinguida, y la material en el pueblo [...]ahora, es menester que vivan de otro modo”. Compara la situación de ambas fuerzas con dos especies de plantas: “las plantas que llevan, en dos pies distintos, los órganos de su jeneración,...en uno el polvo fecundante y en otro el jérmen de la semilla”, pero él quisiera que todos hicieran como “otras plantas que en un mismo pié, tienen los dos poderes”. ¿No será que Simón Rodríguez  está hablando, consciente o inconscientemente, de los dos poderes? Una discusión que, desde la Edad Media, enfrentó al Papa con los reyes, el primero con la capacidad única de aconsejar, como vicario de Dios, conservando de él su majestad, mientras los segundos gobernaban. En la modernidad, los reyes ganaron poder sobre las autoridades religiosas, quedando convertidos ellos en los reinantes, y sus ministros –que administraban- en los gobernantes; en las Américas, esto quedó patente por los delegados en los virreinatos, que gobernaban en nombre de sus reyes, demasiado lejanos éstos para mandar allí. Sin embargo, conste que Rodríguez, cuyo proyecto educativo estuvo siempre en tensión con la iglesia católica, se refiere a aquellas plantas “que en un mismo pie, tienen los dos poderes”. Además, no deja de decir que se traata de dos fuerzas, una material y otra moral: y, sin embargo, tradicionalmente, ¿no ha sido siempre la fuerza material la que hizo y la moral la que ordenó? Mejor dicho, ¿no ha sido, desde que la humanidad ha creado la desigualdad entre los semejantes, que la fuerza moral –ya sea en manos de sacerdotes o de reyes- mandó, y la fuerza material obedeció?
Lector de Spinoza, sin duda, porque dice: “todos se deciden a la acción por él [el principio, “la fuerza está en la masa- moral en el movimiento”], aunque no lo conozcan; pero.... la necesidad determina la especie de acción, y las circunstancias declaran la necesidad”. Más adelante, incluso agregará: “la persona moral no existe sin la persona real: — no hay atributo sin sujeto.
” No nos olvidemos que para Spinoza la mejor forma de gobierno era la democracia, mientras que para el alumno de Rodríguez, Bolívar, la república tendría que serlo, en ambos casos popular, y aquí entran la lectura de Rodríguez de Montesquieu, como la mención y elogio que de él hará, décadas más tarde, por Tocqueville.
Adelantado, también, a Marx, por su denuncia de los males de una educación –y, por extensión, de una intelectualidad- imperialista y colonial, a favor de programas mixtos, con escuelas en las que no sólo los hijos de las clases acomodadas, sino también los indígenas, los pobres y –como ya se dijo-, tanto hombres como mujeres tuvieran, en igualdad de condiciones, asegurados su derecho a la educación; un derecho de los pueblos a instruirse, a saber y a hacer, con la libertad y la igualdad como principios, los conocimientos como medio y la emancipación como fin. Una educación también popular, claro, e integral: una que no priorizase ni los oficios sobre las artes, ni las artes sobre los oficios –de carpintero, de herrero y de albañil-, sino que fuera integral; pero ¿por qué habría de repudiar la divulgación? Ésta es una de las tesis del pedagogo latinoamericano que debemos corregir, adaptándola a nuestros tiempos, en los que teoría, didáctica y práctica son fases indispensables de cualquier quehacer u obra, sin por ello quitarle su mérito. Adelantándose a Foucault, quien descubrió que quienes tienen el saber tienen el poder, Simón Rodríguez dice: “Con los conocimientos, divulgados hasta aquí, se ha conseguido que los Usurpadores, los Estafadores, los Monopolistas y los Abarcadores, obren legalmenteque sepan formar cuentas, y documentarlasenjuiciar demandasganar y eludir sentenciasen fin, que abusen impunemente de la buena fé, y se burlen de los majistrados. Desde que se han extendido los conocimientos en química y en el arte de grabar, ya no hay arbitrio que baste, para impedir la falsificacion de moneda, en metal ó en papel : difúndanse, un poco mas, las habilidades en que fundan las naciones cultas sus preferencias, y los salteadores llevarán los libros de sus negocios, en partida doble.”
Otra idea o noción fundamental en la obra del pedagogo bolivariano es la de la originalidad de la condición latinoamericana: “la América no debe IMITAR servilmente
sinó ser 
ORIJINAL.”
No deja de ser revelador el siguiente pasaje: “Entre millones de hombres que viven juntos, sin formar sociedad, se encuentra ( es cierto ) un gran número de ilustrados, de sabios, de civilizados, de pensadores, que trabaja en reformas de toda especie; pero que el torrente de las costumbres arrastra. A estos hombres se debe, no obstante, la poca armonía que se observa en las masas: por ellos, puede decirse, que existe un simulacro de vida social: sus libros, su trabajo personal, su predicacion, su ejemplo, evitan muchos males y producen algunos bienes: sin ellos, la guerra seria, como en tiempos pasados, la única profesion, ó la profesion favorita de los pueblos.”
“El BIEN, en el órden de que se trata, no es un don ni una dádiva ; sino una INCITACION al movimiento, ó una INTERDICCION que se le poneen ámbos casos es menester que el que se mueve, ó se contiene, haga un esfuerzo. Pocos ignoran la diferencia que hay entre EXCITAR é INCITAR:excitar, es hacer que otro ejecute un movimiento que le es propio y á que está dispuesto : Incitar es hacer que ejecute cierto movimiento que no le es propio, ó á que no está dispuesto : en el primer caso se provoca—en el segundo se influye.
      Si los pueblos no entienden lo que se les dice, ni saben hacer lo que se les aconseja ó manda ¿qué conseguirán de ellos sus Representantes, con discursos y con planes?....FASTIDIARLOS. ¿Qué bien podrán hacerles?”
Mientras que por un lado llama la atención que la igualdad sea en su obra principio y no meta, razón por la cual se lo ha comparado con Ranciere, su texto finaliza diciendo que, sin divulgar sin más conocimientos en el pueblo, se debe generalizar toda educación, así como considera que la misma implica no una suerte de voluntad general, sino una creación original de voluntades; lo que sigue preocupándome es, empero, que diga que, a pesar de implicar no una mera provocación sino una incitación, dicha incitación se limitaría a influir en el pueblo para que éste entienda lo que se le dice, como si del mismo pueblo no pudieran surgir, como pueden bien surgir los votos para elegir a los representantes, los propios representantes del pueblo. ¿Es paradójico? Sí, pero quizás mejor sería llamarlo problemático; como también debiéramos desconfiar de la comparación entre el pensamiento de Rodríguez con el de Ranciere, sólo porque compartan la consideración de la igualdad como principio en lugar de como fin, cuando al mismo hay que agregar el de la unidad, sin olvidar el de la libertad; pero, si la libertad ya no es el fin, si la liberación ya no es la meta de la revolución a la que aspiran los pueblos americanos por ella –la revolución-, ¿cuál será? Si la meta ya no es alcanzar la libertad, como Hegel y Marx creían, sino desplazar y ascender a carácter de axioma el supuesto de ser todos libres e iguales, y los medios son los conocimientos con su programa –educativo, económico, político, científico-, ¿cuál es el fin? ¿No será la vida en común, en la que la liberación, convertida en emancipación cotidiana, lucha para el mutuo sostenimiento y crecimiento –las plantas de Rodríguez-, como forma de ir cerrando las brechas sociales?
¿No será que hemos llegado, sin quererlo o saberlo, casi insospechadamente, a la cuestión de la política como su puesta en crisis, en forma de medios sin fines? Esa crisis la habíamos remitido, hasta ahora, al siglo XX, con las dos Guerras Mundiales como umbrales y telones de fondo de su pasaje de la vida política a la disgregación y fragmentación de la vida social, constatada por Arendt y Benjamin en los autoritarismos y totalitarismos europeos, y durante la Guerra Fría, en lo que algunos llamaran “guerra civil mundial”. Pero antes, es necesario que retrocedamos a la Antigüedad, cuando las guerras civiles suponían una temporal descomposición del orden político, tiempo durante el cual, excepcionalmente, cada gobernante decidía el sentido de la necesidad, mientras las mayorías morían o quedaban inermes, por quedar desatendidas sus más básicas necesidades. Entonces, la política como puesta en acto de una comunión o comunicación de gestos, de palabras y de movimientos, cedía su lugar a la mera vida, al mero acto de sobrevivir, para resguardar el orden social, en pleno desorden.
Pero, como bien nos recuerda Rousseau en sus Escritos políticos, la noción de que no hay ley que valga durante una guerra que no sea la de las armas y la de la fuerza, no era solo una declaración de un particular estado de cosas por Cicerón; en Europa, las guerras civiles eran un mal constante. Una vez conseguida la paz, se optó por llevar las guerras a otras partes; una vez descubierto el continente americano, a medias o no, las guerras de conquista precedieron a la imposición por normas y leyes del imperialismo europeo. Sólo las guerras de independencia, junto con las rebeliones indígenas, aún en estado de excepción, pudieron reponer el sentido de una búsqueda de libertad, unidad e igualdad de los pueblos contra los invasores; pero una vez acabados los procesos independentistas, resultó que una segunda colonización se vio acomodada, bien instalada, al interior de sus naciones: económica, cultural y de clase, la re-conquista de nuestra América demostró, una vez más, la paradójica realidad: las guerras por las independencias del Viejo Imperio se habían ganado; pero se había perdido la batalla por unas culturas propias y por gobiernos política y económicamente soberanos. Paradójicamente, la vencida escondía una derrota; perder una sola batalla fue peor, entonces, que perder una guerra, que sin embargo se había ganado. Sólo durante la segunda mitad del siglo XX, las cosas volverían a ser puestas en cuestión.
Entonces, volviendo a lo que veníamos diciendo más arriba: la fragmentación social y política de los pueblos no es reciente; no comenzó con las dos Guerras Mundiales o con los regímenes antidemocráticos que colaboraron en sus gestas; no, la cosa –la crisis de la política- es anterior, viene desde comienzos del siglo XIX, ya que lo que se ponía en cuestión, lo que estaba en crisis, eran las mismas instituciones y, con ello, todas las tradiciones occidentales que habían mantenido, desde su arribo oportunista en 1492, lo que, junto con ellas, era considerado política: y es cuando, en un momento histórico en el que el triunfo independentista aún no es seguro, cuando Simón Rodríguez está pensando sus ideas y aconsejando sus reformas –para nada graduales y sí muy radicales-, ya sea en sus viajes por Europa y, más tarde, en su vuelta al continente, incluso en su derrota como hombre político, que las instituciones bajo cuyo patrocinio reino y gobierno, mando y administración, se sustentaba el poder colonial, que hacer política había consistido, hasta el comienzo de las gestas independentistas, en administrar las colonias, en difundir lo que la iglesia decía, en ejecutar los planes de las Coronas. Serán ideas como las del propio Rodríguez las que ayuden a impulsar el movimiento de liberación independentista y latinoamericano; la política como movimiento, educando a las masas, empoderando al pueblo para volverlo consciente de sus capacidades.
En otras palabras, digamos que, para Rodríguez la unidad de los pueblos latinoamericanos será bajo una educación nacional y popular, o no será; la educación será pública, social y popular, o no será nada.

Caminos y derivas del pensamiento latinoamericano 1. ¿Existe un pensamiento latinoamericano?

Sí, como pregunta, como el lector ya vio: ¿existe un pensamiento propiamente latinoamericano? Y, de ser afirmativa la respuesta, ¿cuál sería?
En su artículo ¿filosofía latinoamericana?, Oscar Terán sostiene que sí, pero su especificación, su definición del sentido de “filosofía latinoamericana” es un decidido vuelco por la mezcla, por un pensamiento híbrido que, según piensa él, no puede ser original, porque está injerto de herencias y tradiciones que le es imposible ignorar: los clásicos, los pensadores modernos e ilustrados, los nuevos teóricos del pensamiento nacional. Contra dicha postura, José Pablo Feinmann, en su texto Espacio y tiempo en la filosofía nacional, se decanta por una opción distinta; aboga porque consideremos que, no solo existe, afirmativamente, una filosofía latinoamericana, sino que, incluso, esa filosofía es original y, por su vocación como rasgo teórico distintivo de nuestra región y época, al servicio de los intereses de naciones y pueblos, tiene la tarea de disputarle a la filosofía triunfante, eurocéntrica e imperialista, su lugar hegemónico en las academias del mundo entero.
Concordando más con esta última perspectiva, sin embargo hemos de agregar algo más. Es lo que, resumiendo, apunta, bajo su propia visión de la cuestión, Alcira Argumedo en un texto de la época, nada reciente, pero no por ello menos interesante; de hecho, su trabajo hace más que agregar otra voz al debate. Por cierto, su obra se llama Los silencios y las voces en América Latina.
Es que, mientras en la Europa ilustrada Rousseau y Voltaire, Kant y Herder, y después durante el romanticismo, con Hegel y Marx, hasta llegar a comienzos del siglo XX con Weber, están pensando y escribiendo sus grandes obras y sistemas, que si no ignoran a América Latina, apenas la suponen, como hace Rousseau, que utiliza su imagen para ubicar al buen salvaje, indican su carácter de región sin historia, como haría Kant, o acaban, en el mejor de los casos, colocándola en un lugar de segunda en el gran esquema de la historia universal, como al final ensayaran Hegel y –sorprendentemente- Marx; mientras, es en América latina, nueva geografía de conflictos y de disputas, donde se están gestando los proyectos, programas e ideas que prefiguran o acompañan a los mismos movimientos y procesos independentistas.
Desde actores como los conductores de las insurrecciones y rebeliones indígenas, como Atahualpa y  Tupac Amaru, pasando por los ideólogos de las revoluciones –Castelli, San Martín, Belgrano, Bolívar, Martí, entre otros-, la Generación del 37 –Alberdi, Sarmiento y Echeverría-, los grandes maestros como Simón Rodríguez, hasta llegar al nuestro pasado y cercano siglo XX, con personalidades como Ricardo Rojas, José Ingenieros, Gilberto Freyre, José Carlos Mariátegui, José Vasconcelos o Carlos Astrada, constatamos una extensa trayectoria intelectual al interior de nuestra América.
Argumedo aboga por redescubrir todas estas voces, cuando en los debates académicos y academicistas predominan sus silencios, sus ausencias: se silenciaban -¿continúan silenciándose?- las ideas y prácticas sociales, nacionales y populares –de Mao Zhedong y de Perón, por ejemplo- por sus fuertes y decisivas apuestas por implicarse en la militancia política, tildándolas de “fascistas” o de “populistas”, de simplistas o paternalistas, sectarias y arrogantes. ¿Por qué “la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación” –expresión de Perón- carecería de interés académico? En cambio, ¿no será, justamente, a causa de ciertos intereses, que ocultan con sus gergas, discursos y lenguajes académicos, pretensiones y deseos imperialistas y antipopulares, que seguimos asistiendo a tantas injusticias repetidas, que los más siguen viviendo en condiciones indignas, que nuestros pueblos siguen, mayoritariamente, infelices, pese a tantas buenas y bienintencionadas ideas, a tantos sistemas y cálculos precisos, aún así tan inexactos?
Para Alcira Argumedo, por supuesto –y es con lo que concluye su ensayo-, ello es así; ¿y cuál es su respuesta? Abogar por un amplio y ampliado pensamiento latinoamericano que, siendo matriz en relación con los grandes paradigmas de los centros de poder europeos, no sólo dispute a esos mismos paradigmas su posición hegemónica como creencias universales, sino también, autónoma y autonómicamente, buscar su propia auto-definición y separación de los mismos. En otros términos, más que ser una o unas filosofía/s alternativa/s, se trataría de un pensamiento –intelectual, literario, filosófico, político, social, económico, etc.- singular que no sólo le dispute a los pensadores europeos y al mismo pensamiento eurocéntrico triunfante su puesto como única propuesta, sino reconocerse a sí mismo en su singularidad.
Para nosotros no se trata de una independencia o dependencia absolutas de nuestros pueblos y de sus intelectuales e ideas del resto; estas matrices, este aglutinamiento de múltiples caminos, tradiciones, creencias y actitudes vitales y culturales, son realidades interdependientes. Las singularidades, individuales y colectivas, se juntan, se multiplican, se reconocen y, si llegan a unirse, se abrazan y gozan, soberanamente, de sus suelos, de sus raíces y de sus patrias, sin olvidar por ello, sin descontar por ello, dialogar, críticamente, con otras tradiciones, con otros caminos, con otras ideologías, con otras culturas y propuestas de cambio social y político. Pero con conocimientos situados desde las regiones locales, nacionales y continentales; embarcados a comienzos de este nuevo milenio, ya ni siquiera podemos hablar de unidad sino de unidades; sea regional, continental o mundial, desde el sur y frente al norte, con o sin títulos universitarios, cimentados en creencias populares o en mitos nacionales, en religiones comunitarias, desde la humildad de un oficio o de una clase entre los pobres y los sectores medios, hoy las matrices, que siempre tuvieron un lugar en el mundo, aunque fuera de segunda y de subordinación a los imperios, las periferias subordinadas a los centros; no les basta con reconocerse a sí mismas y a las otras; tienen, como tercer tarea, que reconocerse en las otras. No destruir los paradigmas establecidos, pero tampoco conformarse con su posición de matrices; más bien, pretendiendo transformar los paradigmas al transformarse a sí mismas, desestructurar los viejos paradigmas, poner en evidencia su estructural carácter de precaria consistencia, de contingencia en lugar de sustancia.
¿Cuál es, entonces, nuestra respuesta? ¿Existe un pensamiento latinoamericano? Sí. Pero ya no es aquel que nace en las universidades y vuelve al pueblo; es y será aquel que, nacido del pueblo, entra en las universidades y, al volver a su seno, de donde salió, de donde emergió para germinar, ya no sólo da sus frutos: los reparte. No es la luz que los académicos encienden en el pueblo; es el fuego que los pueblos encienden, en el incesante vivir cotidiano, al constatar que, al final de cada día, ser, vivir, actuar y pensar son todas expresiones de unos mismos deseos, en una rueda que no deja de girar, de devolver sus frutos: la igualdad y la libertad son principio, medio y fin.

viernes, 27 de marzo de 2020

La filosofía de Bob Esponja, un clásico de todos los tiempos

Nacido a finales de los años 90, Bob Esponja Pantalones Cuadrados cumple este año su veinteavo aniversario.
hay quienes podrían pensar que se trata de una caricatura simple, sólo para chicos, que poco o nada enseña, ya que su finalidad central es la de entretener y divertir. Pero creo yo que deberíamos reconocerle el mérito de que, como tantas otras caricaturas -como Los Simpson o Los Padrinos Mágicos-, sobrevive a la prueba del tiempo justamente porque, a pesar del paso de los años, es un dibujo animado en el que seguimos viéndonos reflejados como sociedad, cultura y humanidad, ya sea por sus similitudes o diferencias con nuestro mundo, que no aparece para nada excluido del mundo de la carismática esponja submarina, fenómeno que está representado en Los Simpson en un capítulo, ya antiguo, en el que Homero queda atrapado en nuestra realidad.
La política, las cuestiones de las luchas culturales y laborales, la amistad, el amor, la familia, la ciudadanía, los valores, las virtudes y vicios, la magia, lo sagrado -representado por Neptuno-, los zombis, los fantasmas, el terror, la pobreza, la competencia desigual entre particulares por ocupar una posición hegemónica en el mercado -representada por la rivalidad entre Don Cangrejo y Plancton-, la historia, la educación, las paradojas del viaje en el tiempo, el derecho a la urbanidad, la naturaleza de las especies, la semejanza o diferencia entre unos y otros... la lista de temáticas sigue, tal vez hasta el infinito.
Por sólo recordar unos cuantos episodios -a mi parecer memorables-, "Vendiéndolo todo", "Reglas de tontos", "La torre cascaruda" o "Anormal", además de "Don Robot" y "El día opuesto".
En "Vendiéndolo todo", Don Cangrejo cae bajo la agradable sorpresa de conocer personalmente a un multimillonario que, para su asombro, quiere comprar su restaurante por una suma incalculable de dinero. Sin problemas, el cangrejo acepta, dejando a sus empleados a merced del nuevo dueño. Resulta que, para su desazón, su "retiro" resulta aburrido; al final, acaba por volver al restaurante reconvertido, para trabajar como un simple lavaplatos. Pero el restaurante en sí ha sufrido una transformación radical; de ser un pequeño centro de comida rápida a un restaurante de lujo, con el detalle de que todo está automatizado, incluso las hamburguesas salen directamente de una máquina, a través de una cinta transportadora, hechas de un material sintético y poco comestible. Cangrejo se escandaliza tanto al descubrirlo que, furioso, destruye el local, devolviendo el dinero a su viejo ídolo rico, que lo ha desilusionado por lo que ha hecho de su restaurante, recuperando el Crustáceo Cascarudo para su pronta reconstrucción y vuelta a su forma original.
En "Reglas de Tontos", un elegante hombre le revela a Patricio que forma parte de una familia de nobles. Por lo tanto, la estrella de mar se convierte en rey, con una corona y ropas adecuadas. Sin embargo, debido a su falta de responsabilidad, termina abusando de su poder; come sin pagar como el resto en el Crustáceo, se apodera de las cosas de los demás y hasta se hace construir un palacio. Cuando la casa de su vecino Calamardo se ve comprometida, éste les hace ver a todos que patricio no puede ser rey. Incluso al final, su propio mejor amigo, Bob, acaba por alejarse de su lado, aterrado por la transformación de su amigo en un egoísta y desconsiderado. Sólo más tarde, y al mirarse en un espejo, Patricio vuelve en sí y renuncia a ser rey.
En "La torre cascaruda", Don Cangrejo convierte su restaurante en un hotel de lujo, al descubrir que la hotelería le dará mayores ganancias que el negocio de la comida rápida. Calamardo no soporta el cambio; a su jefe no parece importarle la diferencia -evidentemente desigual- entre empleados y clientes; sólo los huéspedes pueden utilizar el ascensor, mientras que la escalera es para empleados; el antiguo cajero se convierte en un botones. Tras tener a Patricio como primer huésped, Calamardo acaba por hartarse y decide retirarse. instantes después, vuelve, para tomar vacaciones en el hotel, al tiempo que Bob y Cangrejo se ven forzados a atenderlo, afianzando el punto de Calamardo, que ve el nuevo lugar de trabajo como un campo de explotación peor aún que el restaurante original. Cuando el mismo hotel explote por una falla en la piscina, una vez los cuatro en el hospital, Cangrejo ve cuánto cuesta las operaciones de todos, decidiendo, finalmente, que la medicina es más rentable que la hotelería o la comida rápida.
"El día opuesto" es uno de esos episodios más memorables y graciosos que puedo recordar. En él, Calamardo, cansado de sus molestos vecinos, decide vender su casa y mudarse. para hacerlo, llama a una experta en venta de casas, que debe encargarse de vender su casa; mientras, para evitar contratiempos, Calamardo inventa que están en el día opuesto, haciéndole creer a Bob que tiene que hacer lo contrario a lo que suele hacer, y éste convence a Patricio para que le siga la corriente. la solución dura minutos, ya que antes de que consiga tablar por completo la piña de la esponja, la vendedora llega y, para su desconcierto, es recibida por los dos amigos más locos del mar, que la enloquecen al punto de hacerle cambiar de opinión: ya nunca venderá la casa del calamar.
En "Don Robot", Bob Esponja se convence de que su jefe es un robot, tras haber visto la noche anterior una película en la que los robots dominan el mundo. Cuando ve a Cangrejo bailando como un robot y hablando con su radio con sonidos robóticos, termina de confirmar sus peores miedos; Calamardo no le cree, pero Bob quiere convencerlo de lo contrario; los robots, según la película, no podían amar, reír ni llorar; Bob llama a su jefe y hace que Calamardo cuente un viejo chiste, pero él no se ríe; tampoco se conmueve cuando Bob le dice que Calamardo sufre falta de amor de su familia o cuando le dice que Calamardo lo ama. Finalmente, Bob le cuenta las características de los robots: pinzas de metal, ojos rojos y baterías; Don Cangrejo derrama sal accidentalmente en sus ojos, y antes había guardado las pilas de la radio estropeada en su bolsillo; cuando sale corriendo, sus empleados ven en él todas las características de los robots y se aterran. Lo atan y lo interrogan para descubrir dónde está el verdadero Don Cangrejo; cuando no obtienen resultados, interrogan a otros artefactos -máquinas del negocio- y las destrozan al no obtener respuestas; finalmente, sin embargo, Cangrejo pide piedad y llora por sus objetos destruidos; recuerda sus momentos de amor y risas con su caja registradora -que él mismo creó, cuando era una simple calculadora. Recordando el final de la película, Bob comenta que, en ella, todo acababa descubriéndose como una ilusión del protagonista, cuya visión de robots era un mero producto de su imaginación.
En "Anormal", el estado de excepción de "El día opuesto" es exacerbado -poniendo en práctica lo que, en términos del pensamiento foucaultiano bien podríamos llamar la lucha entre la normalidad y la anormalidad-. Cansado de la actitud alegre e infantil de Bob al trabajar, Calamardo llega a decirle un buen día que es demasiado anormal. Bob encuentra un vídeo en el que muestran cómo se comporta una persona "normal". Días más tarde, Bob ha perdido su cualidad cuadrada -es más hobal-, su habla es neutra y sin emociones, y comienza a hacer las cangreburger con papel y tinta de imprenta. La transformación incluso asusta a Calamardo, quien al verlo, se transforma él mismo en "normal" en extremo. Dándose cuenta de que ya no era él mismo, Bob quiere volver a ser como antes, y lo consigue al toparse con el nuevo Calamardo "normal", cuyo susto lo devuelve a su estado original.
¿Cómo no ver en esta entretenida serie de nuestra infancia, las parodias y caricaturescas pantomimas de nuestra sociedad? La caricatura disfraza, a medias, las semejanzas entre el mundo imaginario del dibujo y nuestro mundo, agregándole sus propias complejidades. la magia tiene su lugar, representada en la tele-transportación en "La fuente de los deseos"; las supersticiones se hacen realidad, encarnadas en el Holandés Errante; en "Las dos caras de Calamardo", la fama es burlada y extremada al punto de su insoportabilidad. En "Turno de ultratumba", una historia de terror fabulada se va volviendo realidad poco a poco, hasta confundir realidad y ficción, ciencia y mito; y en "Noche de brujas", el miedo generado por las supersticiones tradicionales se enfrenta al horror fruto de observar la profanación del cuerpo biológico; al fin y al cabo, el capítulo termina mientras el Holandés Errante huye, presa del pánico, al igual que el resto de los habitantes del pueblo, al contemplar el cerebro desnudo de Bob Esponja, cuya inocencia le impide captar la nueva fuente de terror que posee.
La risa es, sin embargo, al final, el motor y fuente de la ética de la serie, que nos invita a reírnos de todo, ya que la caricatura es un campo de luchas así como de reflexiones. Cada personaje representa algún aspecto de la cotidianidad: Bob, el ingenuo trabajador de clase media baja, risueño pero no del todo fácil de comprender o de tratar; Calamardo, el empleado medio que, sin embargo, aspirante a mejores condiciones de vida, no consigue lo que quiere, siempre superado por su rival Calamarino, cual ejemplo del sueño americano frustrado; Patricio, el tonto de la ciudad, cuya falta de nariz quizás sea una burla y un desafío tanto a los modelos clásicos del psicoanálisis -ya que Freud atribuía a la nariz, como extensión de la boca y, por tanto, del falo, una función objetal herógena y pulsional-, así como a la misma cultura preestablecida. Finalmente, Arenita, la carismática y enérgica ardilla texana, encarna los ideales del feminismo, mezclando a la mujer intelectual con la científica; y Don Cangrejo es, como ya vimos, la encarnación del jefe mezquino y tacaño, no un rico de origen, pero sí uno que, viniendo de una clase humilde, acabó por convertirse en un viejo, cuyas pretensiones de ganar dinero a toda costa lo conducen a explotar a sus trabajadores sin culpa alguna, siendo el ejemplo patente de aquella clase media y media alta que desprecia a los que están por debajo económicamente y que sueñan con volverse todavía más ricos. Sólo por la presencia de su hija Perlita, además del resto de personajes, es que el ideal del jefe absolutamente mezquino y malvado no llega a cristalizar o a realizarse plenamente, quedando al límite de la tacañería.
Esta serie, que cumple ya dos décadas, con tres películas y cerca de trescientos capítulos, sigue reflejándonos en sus personajes y situaciones que, mitad absurdas, mitad realistas, nos siguen recordando que el mundo no está perdido, que otro mundo mejor es posible, si es que lo es en Bob Esponja. Si algo nos enseña es, además de a no tomarnos demasiado en serio determinados paradigmas culturales, morales y sociales a medio camino del anacronismo y el desuso, también nos invita a repensar y rediseñar nuestros propios marcos de pertenencia y de referencia culturales, morales y políticos. Rediseñar tiene aquí el sentido de re-dibujar, volver a mirar, volver a escuchar y volver a imaginar, a reír y a caricaturizar, no porque todo es relativo o todo sea posible dibujar en el mundo de las caricaturas; más bien, porque, al tomar forma, el dibujo, con sus personajes, situaciones y trama, nos muestra la flexibilidad y fragilidad de nuestra propia condición humana, aún sin ser peces, y sin ser los peces que aparecen más que versiones infantiles y caricaturéscas de los peces reales. Porque, sin educación, el conocimiento y la acción transformadoras no sólo serían incomprensibles sino, en verdad, impracticables. Entonces, Bob Esponja representa también un sueño, ése que no se limita a niños y niñas, sino que es, como su misma calificación, para todo y todos los públicos.

martes, 24 de marzo de 2020

La memoria sigue viva: conmemorando el Día de la memoria

A pesar de tener que quedarse cada uno en su casa, la memoria sigue viva, en cada argentino y argentina, conmemorando cuarenta y cuatro años del último y terrible golpe de Estado, que implantó durante siete años la peor dictadura cívico-militar que recuerda nuestra historia.
A pesar de estar imposibilitados de marchar públicamente, a causa de la cuarentena obligatoria dispuesta por el gobierno nacional, la memoria no deja de circular, en redes sociales y con mensajes diversos, para recordar y rememorar a los más de treinta mil detenidos y desaparecidos. Judith Butler nos dice, en Cuerpos aliados y lucha política, que las diversas formas de reunión de las personas no se limita al movimiento o a la acción; contempla también la inmovilidad o la inacción, el confinamiento o aislamiento de las cárceles, incluso el aislamiento voluntario que hoy día nos vemos obligados a soportar a causa del Coronavirus.
La autora estadounidense sostiene la interesante tesis de que la reunión -y el derecho a toda reunión- es la precondición de la misma política, no limitada a su presencia o ausencia en las cartas constitucionales o a la disposición de los distintos gobiernos a otorgar o retirar el derecho a reunirse. Los cuerpos no están limitados ya al espacio físico; consiguen cohabitar también el espacio digital, ya que la circulación global de las ideas, los reclamos, las protestas y los recordatorios, conmemoraciones y otras actividades se difunden por los medios virtuales.
A nivel de la política en su sentido inmediato, queda por discutir si, en lo sucesivo, sería deseable y efectivo un departamento de la memoria colectiva, no sólo para hacer cumplir el mandato ético-político asumido por diferentes organizaciones de derechos humanos, de recordar y revivir las memorias de tantos y tantas desaparecidos y asesinados sistemáticamente durante la última dictadura, sino también para hacer lo mismo con otros, otras y otres que continúan en estado de desaparición y detención de sus cuerpos, memorias y vidas, en las cárceles, en los territorios marginados de las grandes ciudades del país -como del mundo-, de las víctimas de violencia machista y familiar, de la persecución política, mediática y judicial, como de tantos grupos y poblaciones que han sido silenciados durante siglos: los pueblos originarios, por ejemplo.
Recordemos, para no olvidarlo: el gobierno de Cambiemos, como hicieran antes los de Menem y De la Rúa antes que él, pusieron en práctica diferentes políticas de desaparición, reversos de sus propias versiones de la desaparición de la política como proyecto antipopular -lo que hemos venido en denominar desfantocracia-, empobreciendo en extremo a la mayoría de la población, con genocidios sociales de diferentes alcances. Durante el gobierno de Cambiemos, por notar sólo su propia insidencia, desaparecieron los tripulantes del Ara San Juan, activistas como Rafael Nahuel y Santiago Maldonado, entre otros, cuyos asesinatos programados por el gobierno nacional de entonces estuvieron en línea de su ideología de desprecio a los pobres y de genocidio cultural a los pueblos originarios.
Queda hacer, como se reclama y exije, memoria, verdad y justicia por las, los y les nuevos desaparecidos, así como por los que siempre ocupan el espacio de la memoria colectiva, ya que recordarlos y rememorarlos, es decir revivirlos al revivir sus memorias, es tan imperativo como lo es, desde el final de la última dictadura, hacerlo con aquellos detenidos y desaparecidos. Los de ayer, los de hoy y los de siempre tienen un lugar, no sólo en la memoria de sus familias, sino que, por imposición ética y moral, tienen que tenerlo en la memoria colectiva y nacional.
Hace falta un cambio cultural y político, para que la desaparición como política -o, mejor dicho, como antipolítica-, convertida en las políticas de desaparición, dejen de disputar la hegemonía a las justas y celebradas políticas de memoria. En Chile, Brasil y los Estados Unidos, por sólo mencionar a estos países, los gobiernos pregonan las políticas de olvido, odio y desaparición como políticas de Estado; Bolsonaro es un claro ejemplo de ello, al haber estado a punto de legalizar despidos masivos en su país por la crisis económica agravada por el Coronavirus; al pedirle al presidente Trump la nacionalización de varvijos, el mismo le respondió al alcalde de Nueva York que, si quiere algo así, tiene que largarse a Venezuela. Mientras, son países como Venezuela, Cuba o Argentina los que, con mejores o peores resultados, aplican políticas que pugnan por evitar nuevas políticas de sacrificio, aún cuando el sacrificio como tal no pueda ser eliminado por completo de sus sistemas de vida.
Memoria, verdad y justicia: ya sea reunidos en asambleas públicas, en las plazas o en las calles, en monumentos, o incluso reunidos a través de las redes sociales y otros medios tecnológicos por Internet, seguimos celebrando y conmemorando, reviviendo y rememorando, con dichas consignas, con dichos principios, que son ya imperativos de la ética pública, tantas vidas y memorias, para continuar su legado de lucha con nuevas luchas, aunque con ideales y valores similares, con los mismos propósitos y con el horizonte del futuro abierto. A saber, que el velo del olvido se vaya retirando, poco a poco, de encima de la historia; que asimismo, los olvidados puedan convertirse en recordados, que los condenados no mueran en vano, que la misma condena a sus vidas y memorias, de clase, pueda detenerse. no se trata de detener la historia, sino de retener lo irretenible, restituir lo irrestituible; en definitiva, reiniciar cada vez la historia, abriéndola a la posibilidad de un presente y de un futuro nuevos, con más derechos y mejores condiciones sociales, económicas y jurídicas.