"El fuego se cambia por todas las cosas y todas las cosas por el fuego, así como el oro por las mercancías y las mercancías por el oro." Heráclito, 90.
Entre El
peatón y Fahrenheit 451, median demasiados interregnos, como los dos años que
separan ambos textos –publicado el primero en 1951, y en 1953 el segundo-, por
no agregar el obvio dato de que el primero es un relato bien corto, mientras el
último es –quizás exageradamente, quizás no tanto- la novela más famosa del
autor. Digo más famosa, y no la mejor o su mayor hito literario, porque ello
equivaldría a afirmar que, para el propio Bradbury, así lo fue. En verdad, como
él mismo dice en el nuevo prólogo de 1993, “cinco saltos” preceden su creación[1].
Pero, por otro lado, el mismo Bradbury no admite sentirse, mientras va
divagando sobre esos antecedentes, en lo más alto de su producción; así, nos
enteramos de que es una ficción –creada tal vez a pesar de sí mismo- por
algunos aficionados, entre rumores y nostálgica admiración, la que invita a
creer eso; pero como ya hemos tenido ocasión de constatar, Bradbury nunca
escribe como si esperase que sus obras llegaran más allá de la máquina de
escribir, nunca preparado para el éxito que, al final, cosecharían a lo largo
del tiempo, ya fuera de su control, en manos de lectores y editores
impresionados por sus escritos. Como Asimov, sus sueños literarios se expresan
mejor en la inmediatez de la lectura en la más bien episódica, espontánea y, al
parecer, incluso instantánea, relación de sus experiencias –como lector y
estudiante, como paseante- con sus impresiones vitales. Un momento vivido lo
mueve o lo impulsa a escribir alguna idea, todavía sin un estilo claro, y de
repente, casi sin quererlo o sin esperárselo, un nuevo ser nace de su cabeza,
de sus atropelladas ideas, en un par de páginas desde una máquina de escribir
en un sótano, que comparte con otros tantos jóvenes como él, sin mucho dinero.
No nos
detendremos en el contenido mismo de la novela, no es nuestro cometido resumir
ni describir en las páginas que siguen su “trama”; quienes ya –como el autor de
este texto- ya la han leído, la conocen suficientemente bien, con todo lujo de
detalle; quienes no, pueden ir a leerla y, si lo desean, incluso comparar su
registro textual con su versión cinematográfica más reciente. En cambio, más
que explicarla, lo que ensayaremos aquí será una suerte de interpretación
propia, sin descontar ni desmerecer la obra misma.
Conocemos,
por lo demás, las razones del título: 451 grados Fahrenheit es, en primer
lugar, una medida matemática para una comprobación física, la temperatura a la
que arde el papel. ¿Y Qué papel es el que arde? ¿Y quiénes ejecutan, quiénes
inician los incendios que queman los miles de papeles? Ante todo, los
“bomberos”, esos temidos personajes que, de noche a noche, son enviados a las
casas de los últimos lectores que aún quedan en el mundo. En una ciudad cuyo
nombre nunca se menciona, en la que sus habitantes se esconden en sus casas,
todas iguales, todas monótonas, último bastión humano que, sin embargo, casi
completamente desprovisto de humanidad, permanece como zona de confinamiento
voluntario, del que se vuelve prácticamente imposible e inviable escapar, junto
a las calles vacías, donde las personas se mueven solo en coche, y el “peatón”
es, como el “lector”, una figura jurídica o cuasi-jurídica de la expulsión del
sistema de vigilancia y control social.
Mientras
que en El peatón, lo que se prohibía –discrecionalmente, tanto entonces como
ahora- era el simple caminar, la prohibición cae ahora sobre el mismo acto de
pensar, se extiende a la misma fuente mental de la condición humana,, a saber
la del pensamiento, y su libertad. Entonces, la policía aparecía en tanto que
paradójico dispositivo de su propia ausencia en tanto que relación con sus
“objetivos” –tradicionalmente, sabemos que el sujeto policial es el mismo
policía, mientras que el objeto es el que es vigilado y sospechado por el
primero de un delito, ya sea en potencia o en acto-, en forma de un automóvil
patrullero automatizado, que se lleva –y que no “detiene”, que no se “lleva
detenido”- al “Centro Psiquiátrico de
Investigación de Tendencias Regresivas”, en la novela de la que nos ocupamos
ahora, se menciona a los policías de carne y hueso, pero como en el primer
caso, siguen estando ausentes. Los bomberos hacen las veces de la policía en
este caso, como los principales agentes y ejecutores de un régimen distópico
que sin embargo también padecen, y cuyos representantes ignoran. Quien más lo
sufre, evidentemente, es el protagonista, Guy Montag, atrapado en la paradójica
situación que lo hace tanto un ejecutor activo de dicho régimen y, al mismo
tiempo, lo vuelve uno de sus habitantes más infelices. No es -al menos no lo es
sino hasta el final- una de sus víctimas directas; pero no desconoce que las
hay, llegando incluso a apiadarse de una anciana a la que van a quitarle, a
quemarle, sus más ansiadas posesiones, sus libros.
Entonces hay dos
acontecimientos singulares que cambian su perspectiva, si bien ya desde hace
tiempo, el mismo Montag insinúa esconder algo -¿algún libro, quizás?- en su
propia casa, a espaldas de su propia esposa. El primero, que en realidad será
uno de muchos, es su encuentro con una joven adolescente, Clarisse, a quien
descubre un día tras salir del trabajo, rumbo al metro que lo conduce a su casa.
Aunque son vecinos, Montag se sorprende al darse cuenta de que nunca antes la
ha visto. Es ella la primera persona –sino la única- que lo despierta de su sopor
cotidiano. Sus extrañas respuestas, su personalidad infantil, su espontaneidad,
son todos rasgos que contrastan con las propias características del bombero,
quien hasta ese momento se veía a sí mismo como una de tantas personas
rutinarias y soporíferas de esa sociedad que, más que una sociedad, se asemeja
a un simulacro social.
“tengo
diecisiete años y estoy loca. (...) ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta
hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer
levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.” Le dice ella en su
primer encuentro a Montag, mientras ambos caminan a casa, sin tomar el metro. Se
sorprende aún más cuando ella suelta: “¿Sabe? No me causa usted ningún temor.
(...) Le ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin
y al cabo, usted no es más que un hombre...” (Bradbury, 1993, p.14). ya en el
presentimiento del propio Montag, su anticipación es más la sospecha del hombre
acorralado de la sociedad de la inseguridad y del control[2],
que la de un simple caminante ocasional, más abordado por la muchacha que
sencillamente alcanzado por ella en su caminar, y solo entonces su vida
cotidiana se interrumpe, es interrumpida por la presencia imprevista e
inesperada de Clarisse, con sus palabras, con su perfume y con sus ademanes
juveniles, los de alguien vivo y auténtico, que se manifiesta como la excepción
a la regla, “loca”, “insociable”, y cada vez que el encuentro con Montag se
repite, no es ya como el primero; algo ha cambiado con respecto al primero, y
algo en el mismo Montag se ha modificado también, en cada uno de esos esporádicos
encuentros con ella. Entonces, ella le pregunta si es feliz; él contesta, no
sin cierta irritación, que sí, pero una vez en su casa, ya en la soledad de su
cuarto herméticamente cerrado, se da cuenta de que, pensándolo mejor, es muy
infeliz[3].
La presencia
de esa muchacha –de su rostro, de sus ojos vistos a la luz de la luna, su
perfume- revela a Montag, devolviéndole en el momento en que se le aparece,
para hacerse presente, el sentido olvidado y disuelto de un tiempo pasado, casi
completamente enterrado en su memoria, de su infancia; le recuerda a una vela
en mitad de la oscuridad, durante una noche sin luz eléctrica. La llama de esa
vela, recuperada a la manera de una constelación, revivida en la llama de la
vela que es el rostro de la muchacha, su perfume, sus palabras, al mirarla con
detenimiento, al escucharla, al compartir con ella una íntima develación,
distinta, opuesta, se opone radicalmente a la llama de las hogueras que los
bomberos encienden en las casas a las que son enviados a quemar los libros de
unos pocos, que convierten al papel que queman en cenizas, y cuyo olor y
regusto a gasolina permanece permanentemente en sus cuerpos. La revelación que
se tiene al estar en presencia del otro, y la que la presencia del otro me
revela, no es otra cosa que la de la condición coexistencial de lo humano, en
el instante de la mutua presencia, cuando la espontaneidad de la sensibilidad
puede aparecer, reingresando al estado de estancamiento de las libertades y del
tiempo vivo del ser. Con los sucesivos encuentros inconstantes de Clarisse con
Montag, el elemento que había sido deliberada e implícitamente expulsado del
sistema simulador de vida en general, y de Montag en particular, puede
reingresar al mundo estancado que, sin él, se creyó autosuficiente y completo
pero, como bien sabemos por el propio tedio del protagonista, estéril,
devolviéndole a su vez su consciencia de ese tedio y de esa esterilidad, aunque
sin poder devolverlo a un mundo anterior al suyo, y mostrando ya desde este
punto inicial de la narración, la fragilidad del sistema mismo, hasta su
posterior estallido y búsqueda de uno distinto.
EL segundo
momento es el del despertar de su conciencia de culpa, cuando la anciana en
cuya casa irrumpen los bomberos, pero que insiste en quedarse, prendiéndose
fuego ella misma, ante el horror y el desconcierto de los bomberos mismos.
Antes, los libros que aquellos desparraman en montones, obscenamente, caen
sobre Montag, que se sorprende leyendo una línea al azar de uno, consigue
rescatar el siguiente que cae entre sus manos, guardándoselo en su axila, a
espaldas de sus propios compañeros.
Sorprende,
por otro lado, lo que el capitán Beatty replica a la anciana: “¿Dónde está su
sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva
aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La
gente de esos libros nunca ha existido.” (Bradbury, 1993, p.37).
Lo que
ahora se nos revela no es ya aquello que el sistema intenta, más o menos
exitosamente, más o menos infructuosamente, expulsar, sino, en cambio, lo que
en efecto, de hecho, él mismo es. Una sociedad vacía, mecánica, superflua, en
la que el pensamiento vía la lectura –su principal manifestación visible en la
obra- está más eficazmente imposibilitado, más eficazmente suprimido, en tanto
que la legitimación de su imposición como única opción vital se ejecuta, en
contra de lo que se nos venía diciendo hasta ahora, por medio de su anulación,
no mental, sino cultural y social. No hay una lucha de clases, una guerra declarada
del régimen contra los intelectuales y escritores; en cambio, lo que se pone de
manifiesto es, sorprendentemente, la resignación sin más, la aceptación sin
trabas pero sin una imposición explícita y directa, del mismo estado de apatía
y confort; se trata de un “estado distópico” del que, si bien da señales por
todas partes de estar ante una especie de dictadura implícita, parece operar
mucho mejor al interior de un régimen democrático[4][5],
reemplazado el dispositivo policial por el de los bomberos que queman los
libros, por un lado, y por una cultura puramente banal, vacía completamente de
sentido, con los programas de televisión mural, en las casas y en las escuelas,
por otro. Así, cuando en otro de sus encuentros con Clarisse, Montag la
interroga sobre por qué no está en el colegio, ella le suelta: “Creen que soy
insociable. No me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo
depende de lo se entienda por ser sociable, ¿no? Para mí, representa hablar de
cosas como éstas. (...) O comentar lo extraño que es el mundo. Estar con la
gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de
gente y, después, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de
baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de trascripción o de
reproducción de imágenes, y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos
preguntas, o por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte
las respuestas ¡zas!, ¡zas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro
horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad.
Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas, y todos nos decimos que
es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el día, sólo somos
capaces de acostarnos” (Bradbury, 1994, p.30). Y agrega: “me gusta observar a
la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro», y los contemplo y los
escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van. A veces, incluso
voy a los parques de atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren
los arrabales de la ciudad a medianoche y la Policía no se mete con ellos con
tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil,
todos contentos. A veces, me deslizo a hurtadillas y escucho en el «Metro». O
en las cafeterías. Y, ¿sabe qué? (...) La gente no habla de nada. (...) Citan
una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero
todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. En los cafés, la mayoría
de las veces funcionan las máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared
musical encendida y todas las combinaciones coloreadas suben y bajan, pero sólo
se trata de colores y de dibujo abstracto.” (Bradbury, 1993, p.31).
Importa
poco de qué régimen se trate; lo que en realidad importa, aunque solo sea para
los menos, para los que comienzan a despertar, así como para los lectores, que
están fuera del texto y de la sociedad que configura, es la irrelevancia, la
inimportancia de todo; la monotonía que, circularmente, hace funcionar a un
sistema que, hacia adentro, es mera forma, mera máquina de repetición, para la
cual no solo el “tiempo normal” yace estancado fuera, sino que, y esto es lo
más asombroso, es que ni siquiera existe, para dicho sistema el tiempo es como
si estuviera ausente, y lo que lo reemplaza es una fabricación sin sentido de
un tiempo nuevo y paradójicamente estanco, un “tiempo detenido en el tiempo” o,
si se prefiere, un “tiempo fuera del tiempo” de la sociedad, que desliga a sus
sujetos de la misma, convirtiéndolos en meros individuos separados, en cosas
que circulan en su interior, para aceitarla, para su eficiente funcionamiento;
pero una máquina no tiene alma, carece de espíritu; no puede siquiera
evolucionar y cristalizar en una mente si, en verdad, sostenida por sí sola, no
consigue sostener sino una mera simulación de vida, de tiempo y de espacio, y
sus engranajes no sirven sino a quienes, desde otro lugar, invisibles, manejan
sus mecanismos. Si no posee en sí la capacidad de mostrar las lagunas de sus
mismos fundamentos, entonces está hecha como carente de todo pensamiento,
haciendo aguas a causa de otros, pero también en ella misma. Esta máquina está,
así construida, imposibilitada de lo que ella misma prohíbe, pero por lo mismo
que prohíbe, su rigidez la condena al fracaso; una máquina falta de mentalidad,
pero que, sin embargo, expresa la vigilancia de una mentalidad que, consciente
o inconscientemente, se quiere a sí misma como la única posible.
Los
bomberos tienen sus signos propios: el número 451 pintado en sus cascos y
bordado en las mangas, la salamandra en el pecho de los trajes, los manuales
diminutos con indicaciones simples y sin ambigüedad alguna; y sus artefactos
físicos: el perro mecánico, los lanzallamas, el vehículo que los transpora. Todos
signos puramente instrumentales, definitivos; en su semiótica, no existe lugar
para la equivocidad de los significados, para la plasticidad de las palabras,
para la singularidad de los símbolos. Lo único que sustenta su uso es su
eficiencia, su eficacia instrumental; sin embargo, hay que reconocerle al
sistema seudo-social de los bomberos su valor como imposición significante –a
la vez que como impostor de valores-, como máquina semiótica del terror –o del
miedo- que colabora a instalar, su complemento y sostén simbólico. ¿Qué mejor
máquina de signos para semejante mundo de opresión que la de los bomberos,
denotativa de inmunidad ante el peligro de las llamas, y connotativa de
protección y de seguridad sociales ante los “anormales”?
Como
reverso de ese mismo aparato semiótico, aquel otro que, por su parte, si bien
es absolutamente distinto al del bombero, es el de los programas televisivos;
una retórica vacía de contenido, cuyos efectos se reducen al entretenimiento,
escenario de las imágenes sin fondo, de los diálogos sin escena, de los objetos
sin sujeto alguno, de la pura repetición homonímica de enunciados sin
referencia a interlocutor alguno, en que el valor de los interlocutores se
pierde, desvanecido en la laguna de enunciados que se unen sin hilo, que se
juntan sin entramado alguno, que no dicen nada, sino que son la verificación
seca y banal de estados de ánimo insípidos, que no buscan hilar un sentido de
la vida, sino mostrar la apariencia de tramas vacías que, de ser tocadas con el
más pequeño alfiler, se deshilacharían en una incoherente e inconexa serie de
hilos sueltos. “Él yacía lejos de ella, al otro lado del dormitorio, en una
isla invernal separada por un mar vacío. Ella le habló desde lo que parecía una
gran distancia, y se refirió a esto y aquello, y no eran más que palabras, como
las que había escuchado en el cuarto de los niños de un amigo, de boca de un
pequeño de dos años que articulaba sonidos al aire.” (Bradbury, 1993, p.39).
Llega
incluso el momento en que, una vez en casa después del trabajo ese mismo día,
Montag descubre que ni él ni su esposa recuerdan cuándo ni dónde se conocieron.
El recuerdo de otro instante en su mente lo sacude, lo arranca del presente
llevándolo al pasado, y del recuerdo del pasado a la futilidad del presente; el
diente de león de Clarisse, un simple pedacito de algo insignificante,
diminuto, pero lleno de luz por un segundo, en las manos de la joven, al
frotarlo en su cara primero, y en la de Montag después. El diente de león no lo
había manchado entonces; pero ese juego tan extraño le revela, vuelto al
presente, su actual condición de vacío; un vacío cada vez más grande entre él y
su esposa, entre él y el resto de quienes lo rodean. “Bueno, ¿no existía una
muralla entre él y Mildred pensándolo bien? Literalmente, no sólo un muro,
tres, en realidad. Y, además, muy caros. Y los tíos, las tías, los primos, las
sobrinas, los sobrinos que vivían en aquellas paredes, la farfullante pandilla
de simios que no decían nada, nada, y lo decían a voz en grito. Desde el principio,
Montag se había acostumbrado a llamarlos parientes.” (Bradbury, 1993, p.41))
La furia lo
precipita a gritar; su esposa reacciona encendiendo algún aparato en las
paredes, pero solo consigue aumentar su dolor de cabeza, en lugar de ayudarlo a
desaparecer. “Una gran tempestad de sonidos surgió de las paredes. La música le
bombardeó con un volumen tan intenso, que sus huesos casi se desprendieron de
los tendones; sintió que le vibraba la mandíbula, que los ojos retemblaban en
su cabeza. Era víctima de una conmoción. Cuando todo hubo pasado, se sintió
como un hombre que había sido arrojado desde un acantilado, sacudido en una
centrifugadora y lanzado a una catarata que caía y caía hacia el vacío sin
llegar nunca a tocar el fondo, nunca, no
del todo; y
se caía tan aprisa que se tocaban los lados, nunca, nunca jamás se tocaba nada.
El estrépito fue apagándose. La música cesó. (...) Algo había ocurrido. Aunque
en las paredes de la habitación apenas nada se había movido y nada se había
resuelto en realidad, se tenía la impresión de que alguien había puesto en
marcha una lavadora o que uno había sido absorbido por un gigantesco aspirador.
Uno se ahogaba en música, y en pura cacofonía.” (Bradbury, 1993, p.42).
Los
bomberos son, como dice el capitán Beatty, los “Censores oficiales”, los “jueces
y ejecutores”. En un mundo en el que todas las casas son ahora ignífugas, el
papel de los bomberos ha sido completamente trastocado, sufriendo un giro de
ciento ochenta grados: ya no se encargan de apagar los incendios, sino que su
nueva tarea es la protección de la “tranquilidad de espíritu”, del “pequeño,
comprensible y justo temor de ser inferiores” y, para ello, tienen que provocar
nuevos incendios, necesarios para que los odiosos, antipáticos e
in-apaciguadores libros desaparezcan, para que no molesten a nadie, para que
todo el mundo pueda vivir en paz, feliz y entretenido (Bradbury, 1993, p.52).
Pero semejante tarea implica, como contrapartida, una angustia insoslayable, la
de cerrar los ojos y los oídos a todo aquello que nos resulte molesto, extraño,
distinto, que sacuda nuestras conciencias y arranque de lo más profundo de
nuestro ser sentimientos y emociones incontrolables, como el miedo o la ira,
que nos provoquen lágrimas o sonrisas, porque con los personajes, con las
historias y con sus autores, somos capaces de identificarnos y de extraer, vía
la lectura singular, siempre algo nuevo. Esos sentimientos y esas emociones,
empero, una vez despertados por la lectura, ya no pueden volver a dormir
tranquilos, ya no es posible tampoco someterlos o controlarlos automáticamente
por medio de artefactos o dispositivos específicos; sería mucho más interesante
–aunque también difícil- convertir a los mismos libros en dispositivos, como
peligra en convertirse el I Ching en la novela dickiana, pero incluso esto se
vuelve, a la larga y gracias a los intercambios infinitos de impresiones y de
lecturas, de escrituras incluso, casi un autoengaño; como nos decía Bradbury al
final del prólogo, sus personajes –nosotros agregaríamos que las historias
también- han adquirido vida, les ha dado él mismo no solo la capacidad de vivir
al interior de su texto, sino el salir y andar más allá del mismo texto
original y, una vez puestos en texto, una vez puestos a vivir y a andar fuera
de las manos del autor, su circulación y reinvención ya no puede detenerse.
La
“semiótica del fuego”, no es el único otro aspecto del “régimen de la quema”,
uno en el que está prohibido tanto pensar como leer; podríamos incluir además
el aspecto arquitectónico, al que en una ocasión la propia Clarisse se refirió
entonces: “«Nada de porches delanteros. Mi tío dice que antes solía haberlos. Y
la gente, a veces, se sentaba por las noches en ellos, charlando cuando así lo
deseaba, meciéndose y guardando silencio cuando no quería hablar. Otras veces
permanecían allí sentados, meditando sobre las cosas. Mi tío dice que los
arquitectos prescindieron de los porches frontales porque estéticamente no
resultaban. Pero mi tío asegura que éste fue sólo un pretexto. El verdadero
motivo, el motivo oculto, pudiera ser que no querían que la gente se sentara de
esta manera, sin hacer nada, meciéndose y hablando. Éste era el aspecto malo de
la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar.
Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más jardines
donde poder acomodarse. Y fíjese en el mobiliario. Ya no hay mecedoras.
Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande
por ahí.” (Bradbury, 1993, p.55).
Un año
antes, Montag ha tenido un raro encuentro con un profesor de literatura
retirado en un parque. Se llamaba Faber. Le habló de poesía, contemplando todo
lo que los rodeaba; escondía un libro de poesía en su bolsillo. Le dijo
entonces a Montag: “No hablo de cosas, señor (...) Hablo del significado de las
cosas. Me siento aquí y
sé que estoy vivo.” (Bradbury, 1993, p.61). ¿Dónde encontrará, entonces,
nuestro protagonista, la ayuda que busca? Si su esposa no puede dársela, alguien
más tendrá que hacerlo. “«Me siento entumecido (...) ¿Cuándo ha empezado ese
entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? (...) El entumecimiento
desaparecerá. Hará falta tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí.
Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal
como habían sido. Incluso la sonrisa (...), la vieja y profunda sonrisa que ha
desaparecido. Sin ella estoy perdido.» piensa Montag en el Metro hacia la casa
del viejo profesor retirado. Una vez allí, y con un ejemplar rescatado de la
Biblia, ambos se sorprenden; pero Faber le dice a Montag que lo que él necesita
no son los libros, sino las cosas que estaban en ellos. En sus propias
palabras, Faber continúa así: “No, no: no son libros lo que usted está
buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas
películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí
mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una
serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo
está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del
Universo hasta formar un conjunto para nosotros. (...) ¿Se da cuenta, ahora, de
por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la
vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo,
inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores,
en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos
artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin
embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos
artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad.” (Bradbury,
1993, p.67).
Faber concluye diciendo que lo que necesitan son tres cosas:
calidad, ocio y “el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos
por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos.” (Bradbury, 1993,
p.68). Una vez emprendido el camino de la lectura, ya no puede parar. Pero
Montag, con la vocecita de Faber en su oído por un lado, y la engañosa voz de Beatty,
por otro, tiene todavía que decidirse; el camino del primero se asemeja al del
Sócrates platónico –“¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía de la mayoría!”-, mientras
que la del segundo es la del sofista, aquel que o bien utiliza los libros y sus
palabras para convencer y engañar, o bien se deshace de todos ellos, al
demostrar su incoherencia y su inutilidad en conjunto: “Oh, te has asustado
tontamente (...) porque he hecho algo terrible al utilizar esos libros a los
que tú te aferrabas, en rebatirte todos los puntos. ¡Qué traidores pueden ser
los libros! Te figuras que te ayudan, y se vuelven contra ti. Otros pueden
utilizarlos también, y ahí estás perdido en medio del pantano, entre un gran
tumulto de nombres, verbos y adjetivos. Y al final de mi sueño, me he
presentado con la salamandra y he dicho: «¿Vas por mi camino?» Y tú has subido,
y hemos regresado al cuartel en medio de un silencio beatífico, llenos de un
profundo sosiego.” (Bradbury, 1993, p.85).
Cuando, al final acabe con su capitán, con su propia casa y
hasta con la mayor parte de los libros rescatados con un lanzallamas, sentirá
que acaba de precipitar los acontecimientos de la manera más indeseada posible;
no ha actuado con la cabeza fría, sino impulsado por la furia ciega, al
descubrir que su último objetivo como bombero era su propia casa o, al menos,
lo que hasta ese fatídico instante fue su casa, vuelta ajena para él una vez
convertida en el nuevo centro escénico de las miradas de todos.
Antes de concluir, una apreciación más. Montag se descubre a
sí mismo como el centro de la nueva cacería, un fugitivo en la ciudad nocturna;
por el pequeño aparato de Faber primero, y en medio de su propia carrera
desesperada hacia el río después, se observa, a la vez espectador y
protagonista de un drama impensado. Perseguido por el sabueso mecánico por
tierra, que rastrea su olor particular en la atmósfera, por decenas de
helicópteros por aire, y por miles y miles de familias que siguen la
persecución por sus televisores murales, se ha convertido en un fantasma, cuyo
sudor y cuya saliva no deja nada sin tocar; le aconseja a Faber que queme todo
lo que él ha tocado en su casa, que rocíe el césped, que elimine toda huella
posible; antes de marcharse de la ciudad para siempre, su nuevo amigo le da una
maleta con ropa vieja, que se pondrá luego, desechando su ropa de trabajo en el
río, perdiendo así a sus perseguidores. El anonimato de las calles por las que
corre para escapar funcionan, por lo demás, de suelo físico del campo de la anomia,
un campo donde la única norma en pie, contra los “peatones” como Montag, contra
los que “van a pie”, es la fuerza, expresada en el constante aumento sin pausa
de la intensidad de la persecución, convertida en espectáculo para la multitud
inconsciente. “Allí estaba, había que ganar aquella partida una inmensa bolera
en el frío amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un
ruedo dos minutos antes de la aparición de ciertas víctimas anónimas y de
ciertos matadores desconocidos.” (Bradbury, 1993, p.96). una vez en la
corriente del río, “Montag sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de
actores a su espalda. Sintió como si hubiese abandonado el gran espectáculo y
todos los fantasmas murmuradores. Huía de una aterradora irrealidad para
meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.” (Bradbury,
1993, p.106).
En su flotación sin rumbo en la corriente del río, Montag
sigue reflexionando; comparando todas las llamas, todos los fuegos, desde las
luces de la ciudad, los incendios, la luna y el sol, descubre que alguno tendrá
que detenerse, en algún momento. El sol quema el tiempo, piensa, pero si todo
ha de arder, algo tendrá que conservarse; el mundo, el agua y la tierra, desde
luego, junto con los pensamientos y la libertad, ya que el sol arde cada día,
quemando al mundo cada día; pero el descontrolado fuego de los bomberos, que
fascina por su capacidad de destrucción inmediata, de responsabilidad y de
consecuencias, de problemas y de soluciones, sucedáneo de un invento imposible
de la humanidad, del movimiento perpetuo que todo lo destruye, lo disuelve y lo
torna indiferente, ha de ser detenido; si no, consumirá tanto libros como seres
humanos. Ante el fuego de los incendios de los bomberos, elevados al cielo a
base de libros, se opone el límite de la vela, del sol y de la luna, del río,
de la frescura de los árboles y del campo. Un nuevo sol, distinto al fuego de
las salamandras, ha de iluminar el firmamento de Montag, para erigir con ello
algo nuevo, para arrojar una nueva luz en medio de un mundo hasta entonces
hecho de oscuridad.
En la nueva comunidad a la que ingresa, ya en la ciudad
abandonada junto al río a la que acaba de llegar, unos cuantos hombres de
cierta edad lo dejan sorprendido cuando le revelan que han inventado un sistema
para recordar cada cosa que leen: “Aquí estamos todos, Montag: Aristófanes,
Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y
Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan. (...) También nosotros
quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren.
Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no
queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el
riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie
pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de
Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo
está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la
ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores.” (Bradbury,
1993, p.111). No se trata solo de arquitecturas distintas para luchar contra la
“alienación urbana” –las vías, las colinas-; se trata, primeramente, de la
memoria como nueva fuente y seguro de los conocimientos, como arma tanto de
rescate de lo pasado, como cauce para el futuro. “Somos ciudadanos modélicos, a
nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormimos en las colinas, por
la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando,
nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda
comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada.” (ibidem).
Son “vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior”; son miles, y
esperarán a que la guerra termine, para volver a ser de alguna utilidad. “Y
cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de
nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo
imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos
repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se
desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque
sabe que es importante y que merece la pena serlo.” (Bradbury, 1993, p.115).
Entonces, es con la nueva llama, la llama de la memoria, con
la que un mundo nuevo podrá ser, en un futuro todavía por venir, construido, para
hacer advenir al él lo que, más allá de los libros, éstos contenían, surgiendo,
en verdad, del interior de cada ser humano en tanto que libre; no se trata de
recordar para repetir lo que los libros decían; más bien, implica rememorar
para reescribir, a partir de lo ya leído, un mañana aún por leerse, aún por
nacer. Para que el presente alumbre un futuro, tienen que citar, recordar y
recitar todo aquello que, a lo largo de la historia, se ha conservado, dentro
de los libros, ahora en sus cabezas; solo así, el pasado puede volver al presente,
ya que el presente no deja de citar al pasado, y ellos saben que en cada una de
sus cabezas se esconde y se guarda cada uno de esos libros, como en cada uno de
dichos libros se escondía y se guardaba, también, la elaboración de cada
acontecimiento, idea y pensamiento.
“Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo.
Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo
hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas,
conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero
tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos
de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar
de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo,
algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojarnos
sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.” Dice Granger a
Montag, mientras todos observan las ruinas de la ciudad al otro lado del río,
desbastada por la guerra. Sí, la humanidad acaba renaciendo, pero le es más
fácil arder que renacer de sus cenizas; y, pese a las mejores esperanzas de
Montag, la humanidad no ha dejado de arder. Lo cual revela que ni el
derrumbamiento ni el renacimiento son constantes de la historia, necesidades
del ser humano; pero que, sin embargo, el fuego que destruye en lugar de
calentar, controlado en la hoguera de los nuevos compañeros de Montag, el de
los bomberos, un fuego tanto de civilización como de barbarie[6], no
ha cesado de vencer[7][8]. Se
vuelve imperioso, para vencerlo, encender un nuevo fuego, cuyo combustible ya
no sean los libros, sino los sueños, no para su imposibilidad, sino como
anuncio de su realización.