En su
artículo ¿filosofía latinoamericana?, Oscar Terán sostiene que sí, pero su
especificación, su definición del sentido de “filosofía latinoamericana” es un
decidido vuelco por la mezcla, por un pensamiento híbrido que, según piensa él,
no puede ser original, porque está injerto de herencias y tradiciones que le es
imposible ignorar: los clásicos, los pensadores modernos e ilustrados, los
nuevos teóricos del pensamiento nacional. Contra dicha postura, José Pablo
Feinmann, en su texto Espacio y tiempo en la filosofía nacional, se decanta por
una opción distinta; aboga porque consideremos que, no solo existe,
afirmativamente, una filosofía latinoamericana, sino que, incluso, esa
filosofía es original y, por su vocación como rasgo teórico distintivo de
nuestra región y época, al servicio de los intereses de naciones y pueblos, tiene
la tarea de disputarle a la filosofía triunfante, eurocéntrica e imperialista,
su lugar hegemónico en las academias del mundo entero.
Concordando
más con esta última perspectiva, sin embargo hemos de agregar algo más. Es lo
que, resumiendo, apunta, bajo su propia visión de la cuestión, Alcira Argumedo
en un texto de la época, nada reciente, pero no por ello menos interesante; de
hecho, su trabajo hace más que agregar otra voz al debate. Por cierto, su obra
se llama Los silencios y las voces en América Latina.
Es que,
mientras en la Europa ilustrada Rousseau y Voltaire, Kant y Herder, y después
durante el romanticismo, con Hegel y Marx, hasta llegar a comienzos del siglo
XX con Weber, están pensando y escribiendo sus grandes obras y sistemas, que si
no ignoran a América Latina, apenas la suponen, como hace Rousseau, que utiliza
su imagen para ubicar al buen salvaje, indican su carácter de región sin
historia, como haría Kant, o acaban, en el mejor de los casos, colocándola en
un lugar de segunda en el gran esquema de la historia universal, como al final
ensayaran Hegel y –sorprendentemente- Marx; mientras, es en América latina,
nueva geografía de conflictos y de disputas, donde se están gestando los
proyectos, programas e ideas que prefiguran o acompañan a los mismos
movimientos y procesos independentistas.
Desde
actores como los conductores de las insurrecciones y rebeliones indígenas, como
Atahualpa y Tupac Amaru, pasando por los
ideólogos de las revoluciones –Castelli, San Martín, Belgrano, Bolívar, Martí,
entre otros-, la Generación del 37 –Alberdi, Sarmiento y Echeverría-, los
grandes maestros como Simón Rodríguez, hasta llegar al nuestro pasado y cercano
siglo XX, con personalidades como Ricardo Rojas, José Ingenieros, Gilberto
Freyre, José Carlos Mariátegui, José Vasconcelos o Carlos Astrada, constatamos una extensa trayectoria
intelectual al interior de nuestra América.
Argumedo
aboga por redescubrir todas estas voces, cuando en los debates académicos y
academicistas predominan sus silencios, sus ausencias: se silenciaban -¿continúan
silenciándose?- las ideas y prácticas sociales, nacionales y populares –de Mao
Zhedong y de Perón, por ejemplo- por sus fuertes y decisivas apuestas por
implicarse en la militancia política, tildándolas de “fascistas” o de
“populistas”, de simplistas o paternalistas, sectarias y arrogantes. ¿Por qué
“la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación” –expresión de
Perón- carecería de interés académico? En cambio, ¿no será, justamente, a causa
de ciertos intereses, que ocultan con sus gergas, discursos y lenguajes
académicos, pretensiones y deseos imperialistas y antipopulares, que seguimos
asistiendo a tantas injusticias repetidas, que los más siguen viviendo en
condiciones indignas, que nuestros pueblos siguen, mayoritariamente, infelices,
pese a tantas buenas y bienintencionadas ideas, a tantos sistemas y cálculos
precisos, aún así tan inexactos?
Para Alcira
Argumedo, por supuesto –y es con lo que concluye su ensayo-, ello es así; ¿y
cuál es su respuesta? Abogar por un amplio y ampliado pensamiento
latinoamericano que, siendo matriz en relación con los grandes paradigmas de
los centros de poder europeos, no sólo dispute a esos mismos paradigmas su
posición hegemónica como creencias universales, sino también, autónoma y
autonómicamente, buscar su propia auto-definición y separación de los mismos.
En otros términos, más que ser una o unas filosofía/s alternativa/s, se
trataría de un pensamiento –intelectual, literario, filosófico, político,
social, económico, etc.- singular que no sólo le dispute a los pensadores
europeos y al mismo pensamiento eurocéntrico triunfante su puesto como única
propuesta, sino reconocerse a sí mismo en su singularidad.
Para
nosotros no se trata de una independencia o dependencia absolutas de nuestros
pueblos y de sus intelectuales e ideas del resto; estas matrices, este aglutinamiento de múltiples caminos, tradiciones, creencias y actitudes vitales
y culturales, son realidades interdependientes. Las singularidades,
individuales y colectivas, se juntan, se multiplican, se reconocen y, si llegan
a unirse, se abrazan y gozan, soberanamente, de sus suelos, de sus raíces y de
sus patrias, sin olvidar por ello, sin descontar por ello, dialogar,
críticamente, con otras tradiciones, con otros caminos, con otras ideologías,
con otras culturas y propuestas de cambio social y político. Pero con
conocimientos situados desde las regiones locales, nacionales y continentales;
embarcados a comienzos de este nuevo milenio, ya ni siquiera podemos hablar de
unidad sino de unidades; sea regional, continental o mundial, desde el sur y
frente al norte, con o sin títulos universitarios, cimentados en creencias
populares o en mitos nacionales, en religiones comunitarias, desde la humildad
de un oficio o de una clase entre los pobres y los sectores medios, hoy las
matrices, que siempre tuvieron un lugar en el mundo, aunque fuera de segunda y
de subordinación a los imperios, las periferias subordinadas a los centros; no
les basta con reconocerse a sí mismas y a las otras; tienen, como tercer tarea,
que reconocerse en las otras. No destruir los paradigmas establecidos, pero
tampoco conformarse con su posición de matrices; más bien, pretendiendo
transformar los paradigmas al transformarse a sí mismas, desestructurar los
viejos paradigmas, poner en evidencia su estructural carácter de precaria
consistencia, de contingencia en lugar de sustancia.
¿Cuál es,
entonces, nuestra respuesta? ¿Existe un pensamiento latinoamericano? Sí. Pero
ya no es aquel que nace en las universidades y vuelve al pueblo; es y será
aquel que, nacido del pueblo, entra en las universidades y, al volver a su
seno, de donde salió, de donde emergió para germinar, ya no sólo da sus frutos:
los reparte. No es la luz que los académicos encienden en el pueblo; es el
fuego que los pueblos encienden, en el incesante vivir cotidiano, al constatar
que, al final de cada día, ser, vivir, actuar y pensar son todas expresiones de
unos mismos deseos, en una rueda que no deja de girar, de devolver sus frutos:
la igualdad y la libertad son principio, medio y fin.
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