sábado, 21 de septiembre de 2019

Democracia para la emancipación: Boaventura de Sousa Santos frente a la problemática de un nuevo contrato social para el siglo XXI


0. Introducción[1]
  En Reinventar la democracia, reinventar el Estado, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos ensaya tanto una revisión histórico-crítica del papel jugado por el concepto de contrato social, de raíz europea, en las modernas sociedades latinoamericanas y periféricas, como un replanteamiento, desde su posición en la teoría crítica de las ciencias sociales, denominada sociología de las emergencias, para ampliar y reformular críticamente dicho contrato social, en pos de reponer a los movimientos sociales emancipatorios del planeta, como de rehabilitar y actualizar al contrato social mismo, notando e indicando sus deficiencias y sesgos epistemológicos, históricos y políticos, a la luz de un nuevo modo de definir la democracia, no ya como sistema representativo, sino en tanto que significante popular, como campo participativo de las mayorías. Propone asimismo buscar una conjunción entre democracia y Estado, ya que para él las democracias actuales no pueden servir a la emancipación de los países periféricos y semiperiféricos sin una importante participación del Estado en la sociedad.
  Se trata de postular un análisis que toma tres problemas claves en su lectura crítica: el contrato social moderno, la tensión entre capitalismo y democracia a partir del siglo XIX en occidente, y el papel innovador del Estado en la construcción de regímenes que ampliaron derechos durante buena parte del siglo XX, desde la posguerra hasta los años del neoliberalismo. En efecto, para el autor portugués, la emancipación de dichas zonas colonizadas  y dominadas durante siglos por Europa, no será posible sin una reinvención crítica, primero, de la misma noción de democracia, que implica en su seno, la reinvención de la noción o concepto de Estado, así como de una reinvención de las epistemologías situadas en sus propias geografías históricas, que supone desmontar el etnocidio y epistemicidio de los saberes y culturas encubiertos por el mismo sistema capitalista.
Dividiremos este trabajo en dos partes, dedicando la primera a anotar los argumentos principales de un escrito del sociólogo portugués, Reinventar la democracia, publicado originalmente en 1998 e incluido después como primera parte de su libro Reinventar la democracia, reinventar el Estado, mientras que en la segunda nos centraremos en la puesta a crítica de su posición frente a nuestra propia consideración de lo político en la actualidad.
1. El contrato social de la modernidad y sus problemas
1.1. Características del contrato social
 “El contrato social es el meta-relato sobre el que se asienta la moderna obligación política.” Así comienza el ensayo de Boaventura de Sousa Santos titulado Reinventar la democracia. Según sigue diciendo el autor, dicho contrato social encierra “una tensión dialéctica entre regulación social y emancipación social, tensión que se mantiene merced a la constante polarización entre voluntad individual y voluntad general, entre interés particular y bien común. El Estado nación, el derecho y la educación cívica son los garantes del discurrir pacífico y democrático de esa polarización en el seno del ámbito social que ha venido en llamarse sociedad civil. El procedimiento lógico del que nace el carácter innovador de la sociedad civil radica, como es sabido, en la contraposición entre sociedad civil y estado de naturaleza o estado natural.” (de Sousa Santos, 2004, p.5). Al tratarse de un contrato hecho entre iguales, el mismo se establece sobre la base de criterios de inclusión, a los cuales corresponden, lógicamente, criterios de exclusión y, de estos últimos, se destacan tres: “el primero se sigue del hecho de que el contrato social sólo incluye a los individuos y a sus asociaciones; la naturaleza queda excluida: todo aquello que precede o permanece fuera del contrato social se ve relegado a ese ámbito significativamente llamado "estado de naturaleza". La única naturaleza relevante para el contrato social es la humana, aunque se trate, en definitiva, de domesticarla con las leyes del Estado y las normas de convivencia de la sociedad civil. Cualquier otra naturaleza o constituye una amenaza o representa un recurso. El segundo criterio es el de la ciudadanía territorialmente fundada. Sólo los ciudadanos son partes del contrato social. Todos los demás -ya sean mujeres, extranjeros, inmigrantes, minorías (y a veces mayorías) étnicas- quedan excluidos; viven en el estado de naturaleza por mucho que puedan cohabitar con ciudadanos. El tercer y último criterio es el (del) comercio público de los intereses. Sólo los intereses que pueden expresarse en la sociedad civil son objeto del contrato. La vida privada, los intereses personales propios de la intimidad y del espacio doméstico, quedan, por lo tanto, excluidos del contrato.” (de Sousa Santos, 2004, p.6).
  En efecto, aunque “la contractualización se asienta sobre una lógica de inclusión/exclusión, su legitimidad deriva de la inexistencia de excluidos. De ahí que éstos últimos sean declarados vivos en régimen de muerte civil, La lógica operativa del contrato social se encuentra, por lc/tanto, en permanente tensión con su lógica de legitimación. (...)En cada momento o corte sincrónico, la contractualización es al mismo tiempo abarcadora y rígida: diacrónicamente, es el terreno de una lucha por la definición de los criterios y términos de la exclusión/inclusión, lucha cuyos resultados van modificando los términos del contrato. Los excluidos de un momento surgen en el siguiente como candidatos a la inclusión y, acaso, son incluidos en un momento ulterior. ¿Pero, debido a la lógica operativa del contrato, los nuevos incluidos sólo lo serán en detrimento de nuevos o viejos excluidos.” (de Sousa Santos, 2004, p.7). Las tensiones y antinomias surgidas durante la contractualización no se resuelven, en última instancia, por la vía contractual, sino que su gestión controlada depende de tres presupuestos metacontractuales: un régimen común de valores, un sistema común de medidas y un espacio-tiempo privilegiado. La perspectiva y la escala, combinadas con el sistema general de valores, aplicados al principio de la soberanía popular, permiten la democracia representativa: “a un número x de habitantes corresponde un número y de representantes. Un sistema común de medidas permite incluso, con las homogeneidades que crea, establecer correspondencias entre valores antinómicos. Así, por ejemplo, entre la libertad y la Igualdad pueden definirse criterios de Justicia social, de redistribución y de solidaridad. El presupuesto es que las medidas sean comunes y procedan por correspondencia y homogeneidad. De ahí que la única solidaridad posible sea la que se da entre iguales: su concreción más cabal está en la solidaridad entre trabajadores.” (de Sousa Santos, 2004, p.8). Finalmente, el espacio-tiempo privilegiado es el del Estado-nación. “En este espacio-tiempo se consigue la máxima agregación de intereses (...).La economía alcanza su máximo nivel de agregación, integración y cohesión en el espacio-tiempo nacional y estatal que es también el ámbito en el que las familias organizan su vidas y establecen el horizonte de sus expectativas, o de la falta de las mismas. La obligación política de los ciudadanos ante el Estado y de éste ante aquéllos se define dentro de ese espacio-tiempo que sirve también de escala a las organizaciones y a las luchas políticas, a la violencia ^legítima y a la promoción del bienestar general. (...)Por último, el espacio-tiempo nacional y estatal es el espacio señalado de la cultura en cuanto conjunto de dispositivos identitarios que fijan un régimen de pertenencia y legitiman la normatividad que sirve de referencia a todas las relaciones sociales que se desenvuelven dentro del territorio nacional; desde el sistema educativo a la historia nacional, pasando por las ceremonias oficiales o los días festivos.” (de Sousa Santos, 2004, pp.8-9).
  El contrato social, sobre cuyos principios se asientan la sociabilidad y la política de las sociedades modernas, pretende crear un paradigma que produzca cuatro bienes públicos: legitimidad del gobierno, bienestar económico y social, seguridad e identidad colectiva. Los mismos sólo se realizan conjuntamente; son, en efecto, los “distintos pero convergentes modos de realizar el bien común”. Su consecución se proyectó, históricamente, a través de una basta constelación de luchas sociales. “De esta prosecución contradictoria de los bienes públicos, con sus consiguientes contractualizaciones, resultaron tres grandes constelaciones institucionales, todas ellas asentadas en el espacio-tiempo nacional y estatal: la socialización de la economía, la politización del Estado y la nacionalización de la identidad. La socialización de la economía vino del progresivo reconocimiento de la lucha de clases como instrumento, no de superación, sino de transformación del capitalismo.” (de Sousa Santos, 2004, p.10). Entre los hitos en el largo camino de la socialización de la economía destacan “la regulación de la jornada laboral y de las condiciones de trabajo y salariales, la creación de seguros sociales obligatorios y de la seguridad social, el reconocimiento del derecho de huelga, de los sindicatos, de la negociación o de la contratación colectivas” (de Sousa Santos, 2004, pp.10-11). En él, se fue reconociendo que la economía capitalista “no sólo estaba constituida por el capital, el mercado y los factores de producción sino que también participan de ella trabajadores, personas y clases con unas necesidades básicas, unos Intereses legítimos y, en definitiva, con unos derechos ciudadanos.” (de Sousa Santos, 2004, p.11). A su vez, la socialización de la economía influyó grandemente en la configuración de la segunda constelación institucional, a saber, la politización del Estado, proceso asentado en su capacidad reguladora de la economía y para la intermediación en los conflictos. “El desarrollo de esta capacidad asumió, en las sociedades capitalistas, principalmente, dos formas: el Estado de bienestar en el centro del sistema mundial y el Estado desarrollista en la periferia y semiperlferia del sistema mundial. A medida que fue estatalizando la regulación, el Estado la convirtió en campo para la lucha política, razón por lo cual acabó politizándose. Del mismo modo que la ciudadanía se configuró desde el trabajo, la democracia estuvo desde el principio ligada a la socialización de la economía. La tensión entre capitalismo y democracia es, en este sentido, constitutiva del Estado moderno”, cuya legitimidad estuvo siempre vinculada al modo en que resolvió esa tensión. (Ibidem). “El grado cero de legitimidad del Estado moderno es el fascismo: la completa rendición de la democracia ante las necesidades de acumulación del capitalismo. Su grado máximo de legitimidad resulta de la conversión, siempre problemática, de la tensión entre democracia y capitalismo en un círculo virtuoso en el que cada uno prospera aparentemente en la medida en que ambos prosperan conjuntamente. En las sociedades capitalistas este grado máximo de legitimidad se alcanzó en los Estados de bienestar de Europa del norte y de Canadá.” (De Sousa Santos, 2004, pp.11-12).
  Finalmente, la nacionalización de la identidad cultural es el proceso mediante el que quedan territorializadas y temporalizadas las diferentes identidades de los distintos grupos, dentro del espacio-tiempo nacional. “La nacionalización de la identidad cultural refuerza los criterios de inclusión/exclusión que subyacen a la socialización de la economía y a la politización del Estado, confiriéndoles mayor vigencia histórica y mayor estabilidad.” (De Sousa Santos, 2004, p.12).
  Las tres constelaciones institucionales arriba señaladas tienen, sin embargo, dos límites, que sirven de contrapartida a las mismas: el primero es inherente a los propios criterios, por lo que “la inclusión siempre tiene como límite lo que excluye. La socialización de la economía se consiguió a costa de una doble des-socialización: la de la naturaleza y la de los grupos sociales que no consiguieron acceder a la ciudadanía a través del trabajo. Al ser una solidaridad entre iguales, la solidaridad entre trabajadores no alcanzó a los que quedaron fuera del círculo de la igualdad. De ahí que las organizaciones sindicales nunca se percataran, y en algunos casos sigan sin hacerlo, de que el lugar de trabajo y de producción es a menudo el escenario de delitos ecológicos o de graves discriminaciones sexuales y raciales. Por otro lado, la politización y la visibilidad pública del Estado tuvo como contrapartida la despolitización y privatización de toda la esfera no estatal: la democracia pudo desarrollarse en la medida en que su espacio quedó restringido al Estado y a la política que éste sintetizaba. Por último, la nacionalización de la identidad cultural se asentó sobre el etnocidio y el epistemicidio: todos aquellos conocimientos, universos simbólicos, tradiciones y memorias colectivas que diferían de los escogidos para ser incluidos y erigirse en nacionales fueron suprimidos, marginados o desnaturalizados, y con ellos los grupos sociales que los encarnaban.” (De Sousa Santos, 2004, pp.12-13).
  El segundo límite respecta a las desigualdades articuladas por el moderno sistema mundial. “Los ámbitos y las formas de la contractualización de la sociabilidad' fueron distintos según fuera la posición de cada país en el sistema mundial (...). “En la periferia y semiperiferia la contractualización tendió a ser más limitada y precaria que en el centro. El contrato siempre tuvo que convivir allí con el status; los compromisos no fueron sino momentos evanescentes a medio camino entre los pre-compromisos y los post-compromisos; la economía se socializó sólo en pequeñas islas de Inclusión situadas en medio de vastos archipiélagos de exclusión; la politización del Estado cedió a menudo ante la privatización del Estado y la casimundialización de la dominación política; y la identidad cultural nacionalizó a menudo poco más que su propia caricatura.” (De Sousa Santos, 2004, p.13).
1.2. El contrato social en crisis: postulación de su ampliación y adaptación en el siglo XXI
  El contrato social ha presidido la organización de la sociabilidad económica, política y cultural de las sociedades modernas. “Este paradigma social, político y cultural viene, sin embargo, atravesando desde hace más de una década una gran turbulencia que afecta no ya sólo a sus dispositivos operativos sino a sus presupuestos; una turbulencia tan profunda que parece estar apuntando a un cambio de época, a una transición paradigmática.” (ibidem).
  Su régimen común de valores no parece poder resistir la creciente fragmentación de una sociedad dividida “en múltiples apartheids y polarizada en torno a múltiples eges económicos, sociales, políticos y culturales. En este contexto, no sólo pierde sentido la lucha por el bien común, también parece ir perdiéndolo la lucha por las definiciones alternativas de ese bien. La voluntad general parece haberse convertido en un enunciado absurdo.” (De Sousa Santos, 2005, p.14). “Lo cierto es que cabe decir que nos encontramos en un mundo post-foucaultiano (lo cual revela, retrospectivamente, lo muy organizado que era ese mundo anarquista de Foucault). Según él, dos son los grandes modos de ejercicio del poder que, de modo complejo, coexisten: el dominante poder disciplinario, basado en las ciencias, y el declinante poder jurídico, centrado en el Estado y el derecho. Hoy en día, estos poderes no sólo se encuentran fragmentados y desorganizados sino que coexisten con muchos otros poderes. El poder disciplinario resulta ser cada vez más un poder indisciplinario a medida que las ciencias van perdiendo seguridad espistemológica y se ven obligadas a dividir el campo del saber entre conocimientos rivales capaces de generar distintas formas de poder. Por otro lado, el Estado pierde centralidad y el derecho oficial se desorganiza al coexistir con un derecho no oficial dictado por múltiples legisladores fácticos que, gracias a su poder económico, acaban transformando lo fáctico en norma, disputándole al Estado el monopolio de la violencia y del derecho. La caótica proliferación de poderes dificulta la identificación de los enemigos y, en ocasiones, incluso la de las víctimas.” (Ibidem).
  Los valores de la modernidad –justicia, igualdad, libertad, solidaridad, subjetividad, autonomía-, junto con sus antinomias, perviven, pero los mismos están sometidos a una “creciente sobrecarga simbólica: vienen a significar cosas cada vez más dispares para los distintos grupos y personas, al punto que el exceso de sentido paraliza la eficacia de estos valores y, por tanto, los neutraliza.” (Ibidem).
  “La turbulencia de nuestros días resulta especialmente patente en el sistema común de medidas.” El autor portugués señala que hay una “turbulencia por la que atraviesan las escalas con las que hemos venido identificando los fenómenos, los conflictos y las reacciones. Como cada fenómeno es el producto de las escalas con las que lo observamos, la turbulencia en las escalas genera extrañamiento, desfamiliarización, sorpresa, perplejidad y ocultación: la violencia urbana es un ejemplo paradigmático de esta turbulencia en las escalas. Cuando un niño de la calle busca cobijo para pasar la noche y acaba, por ese motivo, asesinado por un policía o cuando una persona abordada por un mendigo se niega a dar limosna y, por ese motivo, es asesinada por el mendigo estamos ante una explosión imprevisible de la escala del conflicto: un fenómeno aparentemente trivial e Inconsecuente se ve correspondido por otro dramático y de fatales consecuencias.” (De Sousa Santos, 2004, p.15). según parece, “nuestras sociedades están atravesando un periodo de bifurcación, es decir, una situación de inestabilidad sistémica en el que un cambio mínimo puede producir, imprevisible y caóticamente, transformaciones cualitativas.” Así pues, “la turbulencia de las escalas deshace las secuencias y los términos de comparación y, al hacerlo, reduce las alternativas, generando impotencia o induciendo a la pasividad. (...)La constante transformación de la perspectiva se da igualmente en las tecnologías de la información y de la comunicación donde la turbulencia en las escalas es, de hecho, acto originario y condición de funcionamiento. La creciente inter-actividad de las tecnologías permite prescindir cada vez más de la de los usuarios de modo que, subrepticiamente, la inter-actividad se va deslizando hacia la Inter-pasividad.” (De sousa Santos, 2004, pp.15-16).
  Por último, el espacio-tiempo nacional está perdiendo su primacía frente a la creciente competencia de los espacios-tiempo global y local. “El espacio-tiempo nacional estatal se configura con ritmos y temporalidades distintos pero compatibles y articulables: la temporalidad electoral, la de la contratación colectiva, la temporalidad judicial, la de la seguridad social, la de la memoria histórica nacional, etc. La coherencia entre estas temporalidades confiere al espacio-tiempo nacional estatal su configuración específica. Pero esta coherencia resulta hoy en día cada vez más problemática en la medida en que varía el impacto que sobre las distintas temporalidades tienen los espacios-tiempo global y local.” Lo que ocurre es que “aumenta la importancia de determinados ritmos y temporalidades completamente incompatibles con la temporalidad estatal nacional en su conjunto.” (De Sousa Santos, 2004, p.16). A este respecto, de Sousa Santos mencionará, especialmente, dos de dichos fenómenos, de gran actualidad: “el tiempo instantáneo del ciberespacio, por un lado, y el tiempo glacial de la degradación ecológica, de la cuestión indígena o de la biodiversidad, por otro.” (Ibidem). El tiempo instantáneo de los mercados financieros hace inviable cualquier deliberación o regulación por parte del Estado. El freno a esta temporalidad instantánea sólo puede lograrse actuando desde la misma escala en que opera, la global, es decir, con una acción internacional. El tiempo glacial, por su parte, es demasiado lento para compatibilizarse adecuadamente con cualquiera de las temporalidades nacional-estatales. De hecho, las recientes aproximaciones entre los tiempos estatal y glacial se han traducido en poco más que en intentos por parte del primero de canibalizar y desnaturalizar al segundo. Basta recordar el trato que ha merecido en muchos países la cuestión indígena o, también, la reciente tendencia a aprobar leyes nacionales sobre la propiedad intelectual e industrial que inciden sobre la biodiversidad.” (De Sousa Santos, 2004, pp.16-17).
  “Pero donde las señales de crisis del paradigma resultan más patentes es en los dispositivos funcionales de la contractualización social. A primera vista, la actual situación, lejos de asemejarse a una crisis del contractualismo social, parece caracterizarse por la definitiva consagración del mismo. Nunca se ha hablado tanto de contractualización de las relaciones sociales, de las relaciones de trabajo o de las relaciones políticas entre el Estado y las organizaciones sociales. Pero lo cierto es que esta nueva contractualización poco tiene que ver con la idea moderna del contrato social. Se trata, en primer lugar, de una contractualización liberal individualista, basada en la idea del contrato de derecho civil celebrado entre individuos y no en la idea de contrato social como agregación colectiva de intereses sociales divergentes. El Estado, a diferencia de lo que ocurre con el contrato social, tiene respecto a estos contratos de derecho civil una intervención mínima: asegurar su cumplimiento durante su vigencia sin poder alterar las condiciones o los términos de lo acordado. En segundo lugar la nueva contractualización no tiene, a diferencia del contrato social, estabilidad: puede ser denunciada en cualquier momento por cualquiera de las partes. (...) En tercer lugar, la contractualización liberal no reconoce el conflicto y la lucha como elementos estructurales del contrato. Al contrario, los sustituye por el asentimiento pasivo a unas condiciones supuestamente universales e Insoslayables. Así, el llamado consenso de Washington se configura como un contrato social entre los países capitalistas centrales que, sin embargo, se erige, para todas las otras sociedades nacionales, en un conjunto de condiciones ineludibles, que deben aceptarse acríticamente, salvo que se prefiera la implacable exclusión. Estas condiciones ineludibles de carácter global sustentan los contratos individuales de derecho civil.” Todas estas razones prueban que “la nueva contractualización no es, en cuanto contractualización social, sino un falso contrato: la apariencia engañosa de un compromiso basado de hecho en unas condiciones impuestas sin discusión a la parte más débil, unas condiciones tan onerosas como ineludibles. Bajo la apariencia de contrato, la nueva contractualización propicia la renovada emergencia del status”  (De Sousa Santos, 2004, p.18). “El status posmoderno es el contrato leonino.” (Ibidem).
  La crisis de la contractualización moderna es puesta de manifiesto en el actual predominio estructural de los procesos de exclusión sobre los de inclusión. “Estos últimos aún perviven, incluso bajo formas avanzadas que combinan virtuosamente los valores de la modernidad, pero se van confinando a unos grupos cada vez más restringidos que imponen a grupos mucho más amplios formas abismales de exclusión.” Dicho predominio se presenta bajo dos formas aparentemente opuestas: el post-contractualismo y el pre-contractualismo. “El post-contractualismo es el proceso mediante el cual grupos e intereses sociales hasta ahora incluidos en el contrato social quedan excluidos del mismo, sin perspectivas de poder regresar a su seno. Los derechos de ciudadanía, antes considerados inalienables, son confiscados. (...)El pre-contractualismo consiste, por su parte, en impedir el acceso a la ciudadanía a grupos sociales anteriormente considerados candidatos a la ciudadanía y que tenían expectativas fundadas de poder acceder a ella.” (De Sousa Santos, 2004, p.19). Aunque la diferencia estructural entre ambas formas es clara, a menudo el discurso político las confunde; “a menudo se presenta como post-contractualismo lo que no es sino pre-contractualismo. Se habla, por ejemplo, de pactos sociales y de compromisos adquiridos que ya no pueden seguir cumpliéndose cuando en realidad nunca fueron otra cosa que contratos-promesa o compromisos previos que nunca llegaron a confirmarse. Se pasa así del pre- al post-contractualismo sin transitar por el contractualismo.” (ibidem). En verdad, las exclusiones generadas por el pre- y el post-contractualismo “tienen un carácter radical e ineludible, hasta el extremo en que los que las padecen se ven de hecho excluidos de la sociedad civil y expulsados al estado de naturaleza, aunque sigan siendo formalmente ciudadanos. En nuestra sociedad posmoderna, el estado de naturaleza está en la ansiedad permanente respecto al presente y al futuro, en él inminente desgobierno de las expectativas, en el caos permanente en los actos más simples de la supervivencia o de la convivencia.” (De Sousa Santos, 2004, p.20).
 La crisis del contrato social viene siendo provocada por las transformaciones que, directa o indirectamente, atraviesan a los tres dispositivos señalados más arriba –la socialización de la economía, la politización del Estado y la nacionalización de la identidad cultural-, por lo que de Sousa Santos denomina el consenso liberal, en el cual convergen cuatro consensos básicos: el primero es el consenso económico neoliberal o consenso de Washington, referente a la organización de la economía global, el cual promueve la liberalización de los mercados, la desregulación, la privatización, el recorte del gasto social, “la reducción del déficit público y la concentración del poder mercantil en las grandes empresas multinacionales y del poder financiero en los grandes bancos transnacionales.” (ibidem). El segundo consenso es el del Estado débil, ligado al primero. “Para este consenso, el Estado deja de ser el espejo de la sociedad civil para convertirse en su opuesto. La debilidad y desorganización de la sociedad civil se debe al excesivo poder de un Estado que, aunque formalmente democrático, es inherentemente opresor, ineficaz y predador por lo que su debilitamiento se erige en requisito ineludible del fortalecimiento de la sociedad civil. Este consenso se asienta, sin embargo, sobre el siguiente dilema: sólo el Estado puede producir su propia debilidad por lo que es necesario tener un Estado fuerte capaz de producir eficientemente, y de asegurar con coherencia, esa su debilidad. El debilitamiento del Estado produce, por lo tanto, unos efectos perversos que cuestionan la viabilidad de las funciones del Estado débil: el Estado débil no puede controlar su debilidad.” (De Sousa Santos, 2004, p.21). El tercer consenso es el consenso democrático liberal, “la promoción internacional de unas concepciones minimalistas de la democracia erigidas en condición que los Estados deben superar para acceder a los recursos financieros internacionales. (...) El consenso democrático liberal descuida la soberanía del poder estatal, sobre todo en la periferia y semiperiferia del sistema mundial, y percibe las funciones reguladoras del Estado más como incapacidades que como capacidades.” (ibidem). Por último, el consenso liberal contempla un cuarto consenso básico, el de la primacía del derecho y de los tribunales. Se trata de un modelo que “confiere absoluta prioridad a la propiedad privada, a las relaciones mercantiles y a un sector privado cuya funcionalidad depende de transacciones seguras y previsibles protegidas contra los riesgos de incumplimientos unilaterales. Todo esto exige un nuevo marco jurídico y la atribución a los tribunales de una nueva función, mucho más relevante, como garantes del comercio jurídico e instancias para la resolución de litigios: el marco político de la contractualización social debe ir cediendo su sitio al marco jurídico y judicial de la contractualización individual. Es ésta una de las principales dimensiones de la actual judicialización de la política.” (De Sousa Santos, 2004, p.22).
  “El trabajo fue, en la contractualización social de la modernidad capitalista, la vía de acceso a la ciudadanía”, mediante la extensión a los trabajadores de los derechos civiles o políticos, o por la conquista de nuevos derechos propios, como el derecho al trabajo. “La creciente erosión de estos derechos, combinada con el aumento del desempleo estructural lleva a los trabajadores a transitar desde el estatuto de ciudadanía al de lumpen-ciudadanía.” (Ibidem).
  Ya sea por medio del pre-contractualismo o del post-contractualismo, la intensificación de la lógica de exclusión crea nuevos estados de naturaleza: “la precariedad y la servidumbre generadas por la ansiedad permanente del trabajador asalariado respecto a la cantidad y continuidad del trabajo, la ansiedad de aquellos que no reúnen condiciones mínimas para encontrar trabajo, la ansiedad de los trabajadores autónomos respecto a la continuidad de un mercado que deben crear día tras día para asegurar sus rendimientos o la ansiedad del trabajador ilegal que carece de cualquier derecho social.” (De Sousa Santos, 2004, pp.22-23). Por otro lado, cuando el consenso neoliberal habla de estabilidad, lo hace en detrimento de la inestabilidad de las personas, refiriéndose a las expectativas de los mercados, nunca a las de aquellas.
  Por todo lo anterior, el autor señala que se vive una crisis de tipo paradigmático, un cambio de época, lo que algunos autores han llegado a denominar desmodernización o contra-modernización.
1.3. El fascismo societal
  Lo que emerge, fruto del consenso liberal, es lo que, a partir de aquí, el autor llamará “fascismo societal”, afirmando que “No se trata de un regreso al fascismo de los años treinta y cuarenta. No se trata, como entonces, de un régimen político sino de un régimen social y de civilización.” (De Sousa Santos, 2004, p.26). Éste es un fascismo que “no sacrifica la democracia ante las exigencias del capitalismo sino que la fomenta hasta el punto en que ya no resulta necesario, ni siquiera conveniente, sacrificarla para promover el capitalismo.” (ibidem).
  Las principales formas de este nuevo fascismo, de la sociabilidad fascista, son: el fascismo del apartheid social, “la segregación social de los excluidos dentro de una cartografía urbana, dividida en zonas salvajes y zonas civilizadas.” (ibidem). El segundo es el fascismo del Estado paralelo; éste se caracteriza tanto por una acción estatal distanciada del derecho positivo, como por la utilización de una doble vara en la medicción de dicha acción, una para las zonas salbajes y otra para las civilizadas. En estas últimas, el Estado actúa democráticamente, como Estado protector, mientras que en las salvajes actúa de modo fascista, como Estado predador, “sin ningún propósito, ni siquiera aparente, de respetar el derecho.” (de Sousa Santos, 2004, p.27). La tercer forma de fascismo societal es el fascismo paraestatal, “resultante de la usurpación, por parte de poderosos actores sociales, de las prerrogativas estatales de la coerción y de la regulación social. Usurpación, a menudo completada con la connivencia del Estado, que o bien neutraliza o bien suplanta el control social producido por el Estado. El fascismo paraestatal tiene dos vertientes destacadas: el fascismo contractual y el fascismo territorial.” (Ibidem). “La cuarta forma de fascismo societal es el fascismo populista. Consiste en la democratización de aquello que en la sociedad capitalista no puede ser democratizado (por ejemplo, la trasparencia política de la relación entre representantes y representados o los consumos básicos). Se crean dispositivos de identificación inmediata con unas formas de consumo y unos estilos de vida que están fuera del alcance de la mayoría de la población.” (De Sousa Santos, 2004, p.28). Una quinta forma es el fascismo de la inseguridad, que consiste en “la manipulación discrecional de la Inseguridad de las personas y de los grupos sociales debilitados por la precariedad del trabajo o por accidentes y acontecimientos desestabilizadores.” (Ibidem). La sexta forma es el fascismo financiero.
1.4. Sociabilidades alternativas
  Ante los riesgos devenidos de la crisis del contrato social, es imperioso buscar nuevas alternativas de sociabilidad que neutralicen y prevengan dichos riesgos y abran el camino a nuevas posibilidades democráticas.
  Se trata de un desafío teórico-práctico complejo, ya que el consenso liberal y la sociabilidad fascista a la que da lugar, desorganizan y confunden a los actores, de modo en que no sólo se torna dificultoso definir al enemigo, sino que la propia resistencia y las reivindicaciones emancipadoras se enfrentan a la dificultad de tener que redefinir también a favor de qué y de quién se resiste. “Esta reivindicación debe reclamar, en términos genéricos, la reconstrucción y reinvención de un espacio-tiempo que permita y promueva la deliberación democrática.” (De Sousa Santos, 2004,p.33).
  Primero, hay que señalar que no basta con sugerir alternativas; éstas a menudo o suelen ser irrealistas, y por ello desacreditadas como utópicas, o cuando han sido más realistas, por ello son susceptibles de ser cooptadas por aquellos cuyos intereses podrían verse negativamente afectados por las mismas. Entonces, como afirma el autor, necesitamos un “pensamiento alternativo sobre las alternativas.” (ibidem). En segundo lugar, hace falta concebir y construir una epistemología crítica y situada, cuya trayectoria desde un punto de ignorancia a un punto de saber, equivale a partir del caos para llegar al orden en el análisis; una que “tenga como punto de ignorancia el colonialismo y como punto de llegada la solidaridad”, un conocimiento como emancipación (ibidem). “El paso desde un conocimiento-como-regulación a un conocimiento-como-emancipación no es sólo de orden epistemológico, sino que implica un tránsito desde el conocimiento a la acción.” Gracias a lo cual, el autor esboza el segundo de sus principios de la reinvención de la deliberación democrática: propone que, desde ahora, centremos la atención “en la distinción entre acción conformista y acción rebelde, esa acción que, siguiendo a Epicuro y Lucrecio denomino acción-con-clinamen.” Mientras que la acción conformista es aquella que reduce el realismo a lo meramente existente, la acción rebelde debe ser –e inspirarse en- una acción con clinamen. “Clinamen es la capacidad de desvío atribuida por Epicuro a los átomos de Demócrito: un quantum inexplicable que perturba las relaciones de causa-efecto. El clinamen confiere a los átomos creatividad y movimiento espontáneo. El conocimiento-como-emancipación es un conocimiento que se traduce en acciones-con-clinamen.” (De Sousa Santos, 2004, pp.33-34). Se vuelve imperioso un pensamiento turbulento, que sepa responder a este período de escalas en turbulencia; la acción con clinamen se define así no solamente como una acción creativa y espontánea, sino también como “la acción turbulenta de un pensamiento en turbulencia. (...) Este pensamiento puede redistribuir socialmente la ansiedad y la inseguridad, creando así las condiciones para que la ansiedad de los excluidos se convierta en motivo de ansiedad de los incluidos hasta conseguir hacer socialmente patente que la reducción de la ansiedad de unos no se consigue sin reducir la ansiedad de los otros.” (De Sousa Santos, 2004, p.34). Por último, el tercer principio consiste en pensar la reinvención de espacios-tiempo que consigan promover la deliberación democrática, en contrapartida al fascismo societal, que divide y disgrega a la sociedad en zonas salvajes y zonas civilizadas.
  Estos principios definen, en general, parte de la exigencia cosmopolita de reconstruir el espacio-tiempo de la deliberación política. El objetivo final consiste en la construcción y concreción de un nuevo contrato social, muy diferente al de la modernidad, que deberá ser mucho más inclusivo, contemplando en su interior no ya sólo a los hombres y a los grupos sociales, sino que incluya, además, a la naturaleza; asimismo, será uno mucho más conflictivo, que tendrá que seguir criterios tanto de igualdad como de diferencia; en tercer lugar, no puede quedar limitado él mismo, como hasta entonces lo era, limitado al espacio-tiempo nacional, sino que ha de incluir los espacios-tiempo local, regional y global; finalmente, este nuevo contrato no se basa en una distinción clara y tajante entre Estado y sociedad civil, economía, cultura y política, o entre público y privado: “la deliberación democrática, en cuanto exigencia cosmopolita, no tiene sede ni forma institucional específicas.” (De Sousa Santos, 2004, p.35). Y, ante todo, debe poder neutralizar la lógica de la exclusión impuesta tanto por el pre-contractualismo como por el post-contractualismo, allí donde dicha lógica resulta más virulenta, a través de dos cuestiones, el redescubrimiento democrático del trabajo y el Estado como novísimo movimiento social.
  El redescubrimiento democrático del trabajo depende de tomar en cuenta tres condiciones: la reconstrucción social de la economía, mediante un aumento en los flujos de trabajadores de las periferias al centro, para reducir la competencia internacional entre trabajadores, así como promover medidas que desnacionalicen la ciudadanía de los inmigrantes, garantizando tanto la igualdad como el respeto de la diferencia, transformando el reparto del trabajo en un reparto multicultural de la sociabilidad. La segunda implica el reconocimiento, para su inter-complementación, del polimorfismo del trabajo, es decir de las diversas formas que ha venido adquiriendo el mundo del trabajo, irreductible a las que tomara, por ejemplo, en el fordismo. La ercera consiste en la separación entre trabajo productivo y economía real, por una parte, y capitalismo financiero o economía de casino, por la otra, lo cual implica a su vez la puesta en ejercicio de regulaciones al poder financiero mismo. Asimismo, el sindicalismo tiene que revalorizar y reinventar la tradición de solidaridad y reconstruir sus políticas sociales antagónicas, para ampliar así su abanico de solidaridad y adaptarse para responder a las nuevas condiciones de exclusión social y de explotación. Deberá ser “un sindicalismo más político, menos sectorial y más solidario; un sindicalismo con un proyecto integral de alternativa de civilización, en el que todo esté relacionado: trabajo y medio ambiente, trabajo y sistema educativo, trabajo y feminismo, trabajo y necesidades sociales y culturales de orden colectivo, trabajo y Estado de bienestar, trabajo y tercera edad, etc. En suma, su acción reivindicativa debe considerar todo aquello que afecte a la vida de los trabajadores y de los ciudadanos en general.” (De Sousa Santos, 2004, p.42). Por su parte, cuando el autor se refiera a repensar al Estado como un “novísimo movimiento social” va a concebir al mismo como un campo ampliado de lo social, rechazando tanto las concepciones liberales como las de raigambre marxista del Estado. Nos enfrentamos así a que “bajo la denominación "Estado" está emergiendo una nueva forma de organización política más amplia que el Estado: un conjunto híbrido de flujos, organizaciones y redes en las que se combinan y solapan elementos estatales y no estatales, nacionales y globales. El Estado es el articulador de este conjunto.” (De Sousa Santos, 2004, p.43). Es de esa manera que los bienes públicos son objeto de luchas y negociaciones permanentes, no ya producidos por el Estado, sino coordinados en red por él desde distintos niveles de superordenamiento. Esta nueva organización política no tiene centro: “la coordinación del Estado funciona como imaginación del centro.” (Ibidem).
  Si la democracia entendida hasta ahora como democracia representativa ya no sirve para responder a la actual crisis de la contractualización debido al consenso liberal introducido poco a poco en su interior de diversas formas, ésta debe transformarse en una democracia que sea, además de representativa, sobre todo participativa. Para lograr tal propósito, “el Estado experimental debe (...) asegurar no sólo la igualdad de oportunidades entre los distintos proyectos de institucionalidad democrática, sino (...) unas pautas mínimas de inclusión que hagan posible una ciudadanía activa capaz de controlar, acompañar y evaluar la valía de los distintos proyectos.” (De Sousa Santos, 2004, p.49).
2. Algunas críticas a la postura de de Sousa Santos
  El análisis del sociólogo portugués resulta, sin duda, esclarecedor a la luz de las actuales problemáticas que quedan por resolver en el presente y futuro inmediato, tanto global como regional y localmente. En él, las visiones de corte contractualista son puestas a prueba de los problemas histórico-políticos del contexto internacional; su nueva concepción acerca del Estado es clave tanto para comprender el papel jugado en la política, entendida como lucha por la hegemonía de los intereses de grupos sociales en pugna, por los Estados de bienestar y desarrollistas, así como para reapropiarnos de lo que de útil y práctico tuvieron, hasta su virtual desintegración entre los 80 y 90, con la consolidación de las teorías neoliberales de la economía, la política y la cultura. Supo demostrar cómo el neoliberalismo se introdujo engañosamente en el discurso político y en los planes de contención sociales de los últimos decenios.
  Es sin embargo criticable su balance de cómo el espacio-tiempo nacional y estatal ha venido siendo desplazado por otros, como el instantáneo tiempo digital de Internet, o el glacial tiempo del medio ambiente. Pero, como cualquiera puede comprobar hoy en día, las nuevas tecnologías y los nuevos desarrollos en red a través de las mismas han servido –y siguen sirviendo- a un “novísimo movimiento social”, aunque voluble y complejo, como tienden a decantarse y a transformarse en una novísima forma de hacer política o, incluso, como una novísima forma de lo político en tanto tal. Y, por extensión, tanto reorganizan lo político como las formas culturales, de la comunicación social, de la participación colectiva y de la interacción humana, por lo cual la crisis de tipo paradigmático pasa por ser, hoy más que nunca, y con el retorno de los regímenes conservadores en la región latinoamericana, más una situación de quiebre o de dislocación, del contrato social, moderno o ampliado.
  Por otra parte, la reinvención teórico-práctica del espacio-tiempo social tiene sus dificultades, tanto de orden comprensivo como en su momento de aplicación real. Si a nivel teórico, se nos exige un conocimiento emancipador que tanto parta de un caos epistemológico como arribar a un supuesto orden del saber situado, lo cual implica, al menos hasta cierto punto, ir declinando la creatividad y espontaneidad de la acción social y política, la “acción-con-clinamen” a los nuevos criterios de ordenación y organización de dicho conocimiento, por más igualitarista y respetuoso de la diferencia que sea. En definitiva, lo que se pretendía como “acción turbulenta de un pensamiento en turbulencia”, debe ceder su lugar a un “pensamiento organizado para una acción ordenada”. En lo que al orden práctico se refiere, sigue predominando la guía teórica por sobre la acción práctica, con el detalle de que el sujeto de la emancipación se mueve entre aquel asignado, significantemente, a los trabajadores, y sus organizaciones sindicales, incluyendo a los movimientos sociales en la concepción ampliada del Estado como Estado experimental, en una más amplia experimentación política, postulación provisional, creemos, de un paradigma político y social nuevo; aún así, el papel de los movimientos sociales sigue sin ser definido, o es reducido a su tensión, agónica o antagónica, con el campo estatal, o se lo pone en simetría con los mismos movimientos sindicales, sin conseguir diferenciarlos.
  Es interesante revisar y destacar la redefinición del concepto de Estado, que podríamos desglosar en los siguientes tres enunciados: 1) el Estado, como reflejo de la sociedad civil, es el espacio-tiempo último de la disputa política y del cambio social; 2) el Estado experimental, como lugar fundamental –y casi podríamos decir fundante- de una práctica más amplia, denominada experimentación política, es una herramienta o instrumento disputado por los sectores en pugna, ya sea para su utilización antidemocrática y antipopular por las corporaciones financieras y las elites, siendo su resultado el Estado predador y su correlato jurídico, económico y social la sociabilidad fascista, ya para su empoderamiento, igual de instrumental, popular y democrático, por los que, hasta entonces, estaban excluidos, es decir fuera, declarados en “régimen de muerte civil”, negados e invisibilizados por el contrato social, pero cuya meta final no es tanto redefinir y adquirir nuevos derechos, como lo sigue siendo, aún en su versión ampliada por la deliberación democrática, su inclusión en un contrato social materialmente conflictivo y en permanente ampliación, pero formalmente estático y basado todavía en la idea del contractualismo moderno del paso del estado de naturaleza al estado civil, con su consiguiente tensión permanente. Y 3) como “componente del espacio público no estatal”, el Estado podría definirse como el límite del campo de lo público frente al mundo privado individual, y como contratara a la ciudadanía como límite privado e individual al campo público, definido y delimitado en principio por el Estado.
  Si, como en alguna parte dice el autor, el Estado resurge hoy bajo una serie de prácticas que exceden al Estado en su seno y que, por lo tanto, incluyen también al campo público no estatal, y si afirma además que el nuevo Estado de bienestar debe coordinar desde distintos niveles de superordenamiento la producción del bien común, en conjunto con los diferentes actores y movimientos no estatales, ello implica que la posibilidad de seguir concibiendo al mismo Estado como instrumental o herramienta se torna problemático, ya que su misma existencia como significante vacío en la disputa por su significado, vuelve factible de introducir el dilema neoliberal –la autoproducción de su propia debilidad, en contraposición con su fuerte presencia como mecanismo administrativo para la eficiencia de los mercados- nuevamente en su interior. Si la desorganización y puesta en crisis del viejo contrato social moderno, y su transformación en mero contrato civil e individual, tornaba difícil identificar tanto contra quienes y qué se resistía y a favor de qué y de quiénes, ello gracias a la sobrecarga simbólica de los valores de la modernidad en tanto que significantes vacíos, no dejan de serlo, por su relación con los mismos, los elementos que sirven de base para la nueva práctica política en tanto conocimiento para la emancipación, es decir el Estado y la democracia.
  No por nada habla el autor de –y por ello titula su libro- reinventar la democracia, reinventar el Estado: la primera, en tanto que desplazando su carácter formal y representativo por las nuevas formas participativas de la ciudadanía; el segundo, recuperando el sentido que tuvo para las teorías del Estado de bienestar y desarrollistas. Pero la exigencia de reinvención de ambos términos sigue siendo problemática (si bien de Sousa Santos acabe cruzando “democracia” y “revolución” afirmando que se tiene que democratizar la revolución y, entonces, revolucionar la democracia ). El racionalismo epistémico de su planteamiento vuelve sospechosa la invitación del autor portugués a desplazar las epistemologías imperantes en las ciencias sociales y de la política de origen eurocéntrico, etnocidas y epistemocidas, por una epistemología de las emergencias, que sigue buscando diferenciar el caos del orden en el seno de su concepción metodológica, reduciéndolos a momentos en el conocimiento. ¿Quién podría esperar que el caos epistemológico tendiera a organizarse o a desaparecer después del momento de orden? ¿Por qué deberíamos, una vez comprendida la necesidad de abandonar esquemas epistemológicos eurocéntricos, colonialistas y antipopulares, continuar sosteniendo una concepción cientificista del nuevo hacer-saber sobre el cual basáremos las nuevas perspectivas sobre el quehacer humano de nuestros pueblos y nuestras colectividades? En otras palabras, ¿deberemos seguir concibiendo las problemáticas sociales y políticas desde supuestas ciencias sociales y de la política, o tendremos que abandonar los afanes de llamar ciencia a los nuevos saberes y conocimientos que pujamos por crear? Si es menester que una acción turbulenta sea la base para un pensamiento turbulento, su carácter espontáneo, que los define, no puede quedar mensurado a la razón política. Falta una articulación autónoma desde las mismas periferias y semiperiferias, que no sólo han de refutar, rebatir, disputar y deconstruir los saberes y conocimientos hegemónicos y etnocéntricos, también es imperioso que, si quieren –y si también nosotros queremos- acabar con la contractualización del consenso liberal o neoliberal, con sus retornos al régimen de la jerarquía y del status, y neutralizar y disolver las diferentes formas de fascismo societal, construir, crear y pensarse desde su interior, llámense los resultados epistemología, conocimiento o sistema, pero que, en definitiva, siguen teniendo al predominio del rasgo teórico sobre el práctico como obstáculo para llevar a feliz realización todas sus intenciones. En cambio, pensamos que teoría y práctica son dos expresiones o lados de una misma cosa, fenómeno, situación o ser, en la acción en tanto que combinación de un hacer y de un actuar particulares, en la teoría en tanto que su comprensión de la conexión de ese hacer con aquel actuar, de ciertas acciones con ciertas circunstancias, de ciertos principios con ciertas consecuencias, de ciertos discursos con determinados contextos de su producción, reproducción, distribución, recepción y respuesta por otros discursos y contextos equivalentes, etc.
  Si la repolitización –que podríamos llamar también repoliticidad o repolítica- de las prácticas de los movimientos sociales, culturales y políticos, de la que habla Boaventura de Sousa Santos se sostiene en lo que él llama experimentación política, también se la puede contraponer con otra postulación de dicha repolitización, como por ejemplo la teorización de la exposición política que, en diferentes textos y momentos, utiliza la filósofa feminista queer estadounidense Judith Butler, en obras como Vida precaria: el poder del duelo y la violencia, o en Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea. Centrando su análisis más en las historias particulares –ya sea individuales o colectivas- de experiencias complejas, la autora se refiere a la necesidad de reconocernos como seres que cohabitamos un mundo precario en constante vulnerabilidad, distribuida la misma subrepticiamente por el poder soberano y la gobernabilidad del grupo de poder que se encuentre en el gobierno y, por lo tanto, como seres corporeizados e interdependientes, expuestos cada vez que actuamos en pos de nuestra libertad de reunión a la violencia institucional, incluso a la posibilidad de la muerte. La espontaneidad que se da cada vez que el pueblo ejerce su derecho a la aparición en el espacio público, en la asamblea o en una marcha por derechos, o para oponerse a determinadas políticas o a determinado gobierno, o al mismo Estado, para poner o deponer a un gobierno, para disolver a un Estado, etc.
  Si en el caso de la exposición política, la teoría impera por sobre la práctica, ello es merced al reconocimiento de que la teoría se da y se construye conjunta y simultáneamente, con la práctica.
  Más que en una sociabilidad fascista y pluralista, que divide a la sociedad civil en zonas salvajes y zonas civilizadas, mi perspectiva es que vivimos en un estado de excepción, es decir, en una situación en la cual la política como práctica legítima, y ésta a su vez como exigencia y ejercicio de la acción humana tanto para la convivencia como para su rechazo, en el conflicto y en el consenso, ha desaparecido del seno del sistema capitalista, así como para sus actuales detentadores en el gobierno nacional, que practican una suerte de despolítica, una despolitización o despoliticidad del mundo público, que podríamos denominar provisionalmente desfantocracia –es decir un término que designa tanto la desaparición de un poder como la legitimidad o legitimación de algún otro para desaparecerse a sí mismo o para desaparecer a otros-, creando campos donde el derecho está ausente en su ejercicio, y donde ciertos sectores y poblaciones objetivo quedan por fuera de la ley, habilitando la violencia institucional. Una democracia que contempla en su interior su propia suspensión, en casos excepcionales, como una crisis económica o política, para su propia conservación, cada vez que las calles, pública o privativamente, se convierten en campos de lucha y de disputa agónica y antagónicamente, con la emergencia de nuevas formas de la acción política, social y cultural, que han llegado a disolver, en ciertos casos, la diferenciación entre lo público y lo privado, coincidiendo en este punto con de Sousa Santos. Nuestra tarea, sin embargo, implica no sólo reconocer estos problemas, sino también responsabilizarnos de nuestra propia condición como seres interdependientes y expuestos, dar lugar a los excluidos como a los incluidos, poniéndolos en igualdad de condiciones, así como de reconocer y responsabilizarnos del goce y de su carácter de exceso, otro de los rasgos constitutivos, como su ser político e histórico, del ser humano, sin desmerecer, en su reconocimiento jurídico y político a los grupos disidentes, las diversidades sexuales, los pueblos originarios y las comunidades naturales –plantas, animales, por ejemplo-, dejándoles decidir a ellos bajo qué criterios, con qué discursos, en qué lenguas, con qué nombres y con qué derechos se incluyan o no al contrato, comunitario, democrático y popular, debatiendo entre todes si siguen siendo la forma y el contenido de un contrato social, moderno o ampliado, las aristas necesarias, suficientes y justas para la turbulenta y mutante colectividad del presente, tanto global y regionalmente, pero que debemos comenzar desde lo local, en nuestras propias periferias y semiperiferias, ya sea para erigir un nuevo universal parcial, ya para pararnos al mismo nivel de otros particulares, disputando la hegemonía del plural y abierto campo de lo político, en un mundo vivo y despierto.
  Bibliografía:
  Agamben, Giorgio. Estado de excepción. Homo sacer II. Traducción de Flavia Costa e Ivana Costa. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora. 2005.
  Agamben, Giorgio et al. Democracia, ¿en qué Estado? Traducido por Matthew Gajdowskí. Buenos Aires: Prometeo Libros. 2010.
  Butler, Judith. Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea. Traducción de María José Viejo. Bogotá: Editorial Planeta Colombiana S.A. 2017.
  _____________ Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. 2006.
  De Sousa Santos, Boaventura. Reinventar la democracia, reinventar el Estado. Quito: Ediciones Apya-Yala. 2004.



[1] Trabajo final para el curso Filosofías para la emancipación, dictado por el prof. Sebastián Artola, realizado en COAD, Rosario, entre el 4 de junio y el 10 de septiembre de 2019.

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