lunes, 19 de febrero de 2018

¿Qué es la filosofía?

Hoy en día, cuando el sentido común de la mayoría estima muchísimo los oficios y profesiones tecnológicas y técnicas, mientras aún, a pesar de todo, sigue teniendo para muchos gran relevancia el conocimiento que aportan las humanidades, pocos se dedican a algo tan difícil de definir, y cuya naturaleza y alcances están lejos de contar con algún consenso entre los propios interesados en estos temas, y son menos aún los que la difunden fuera de los ámbitos propiamente académicos, siendo aún menor la cantidad de personas que, fuera de sus prácticas y lejanos al conocimiento de su historia, le encuentran sentido, utilidad o interés como para confiarle a esta extraña y casi misteriosa práctica académica la educación de sus hijos, la búsqueda de respuestas a sus problemas económicos, la resolución de las preguntas sobre la política o la historia, mucho menos, por supuesto, la fuente de los conocimientos de las ciencias más "serias", como la física, las matemáticas o la astronomía.
¿De qué sirve, en fin, estudiar filosofía? Es cierto que con la filosofía uno no puede armar un microondas, arreglar una computadora, hacerse rico, ni siquiera descubrir una nueva ley de la física cuántica o resolver un viejo problema matemático. Así puestos, pareciera que no posee ni utilidad práctica ni teórica, porque ni nos puede servir para hacer más confortable nuestra vida cotidiana, ni tampoco para dar un paso más en el camino de la ciencia, ya que con ella no podríamos encontrar un nuevo planeta, ni responder suficientemente la pregunta de ¿estamos solos en el universo? ¡Qué cosa más inútil!
Sin embargo, topamos con un acontecimiento que no deja de ser sorprendente: a pesar de su aparente inutilidad, vemos cómo la filosofía y los filósofos siguen contando a día de hoy, con un gran prestigio y autoridad en las academias de altos estudios del planeta. Incluso para la persona menos culta y con menos estudios, nombres como los de Platón, Aristóteles, Marx o Kant no son desconocidos; ¿quién no ha oído hablar del "pienso, luego existo" de Descartes? Y en boca de todos, como otro refrán, está el "sólo sé que no sé nada", en varias versiones, de Sócrates. Sin embargo, la mayoría de la gente, que desconoce la auténtica importancia histórica de estas cosas, suele estar al margen de la filosofía académica, y escucha todas estas cosas en boca de cómicos, humoristas o escritores, pero nadie parece pensar demasiado en qué hay más allá de esos nombres y dichos, y aunque todo el mundo conoce la famosa historia de Sócrates, cómo sus palabras, que sonaban raras y feas parecieron ofender a algunos cascarravias, cómo fue condenado a muerte y obligado a tomar la cicuta, resulta vastante evidente, por otra parte, que la vida de ningún ser humano puede ser tan breve y poco interesante que quepa en un par de palabras.
Es bien ilustrativa, para nuestra explicación, la siguiente anégdota con la que el filósofo español Manuel Cruz comienza la introducción de un libro suyo, Ser sin tiempo. El ocaso de la temporalidad en el mundo contemporáneo:

"Hace ya unos cuantos años, cuando mi hija todavía iba al colegio, plantearon en su clase la consabida pregunta acerca de a qué se dedicaban los respectivos padres. Cuando le llegó su turno, ella contestó que su padre era filósofo. Su compañero de pupitre, algo sorprendido por el exotismo de la respuesta, le reclamó mayor concreción: «¿Y qué hace tu padre?», a lo que mi hija respondió: «Mi padre piensa». Respuesta ante la cual el niño reaccionó como un autómata, exclamando: «¡Pues mi padre también piensa y no le pagan!».
He recordado muchas veces esa anécdota, bien representativa de una mentalidad, por desgracia, demasiado frecuente. En su candor (la verdad es que la criatura era bastante repelente), aquel niño manejaba dos supuestos que le parecían obvios. El primero, que la valoración económica de cualquier actividad está en función de la oferta y la demanda y, en consecuencia, algo que todo el mundo es capaz de hacer no debería merecer apenas retribución. El segundo supuesto era el de que eso que denominamos «pensar» hace referencia a una actividad homogénea, esto es, una actividad que no solo todo el mundo hace, sino que lo hace de la misma manera.
Tal vez resida aquí el quid de la cuestión, aquello que el angelito que compartía pupitre con mi hija daba absolutamente por descontado, y que resultaba todo menos obvio. Porque si otro niño de la clase hubiera contestado a la misma pregunta acerca de a qué se dedicaba su progenitor diciendo «Mi padre es cantante», probablemente a nadie en el aula se le hubiera ocurrido apostillar «Pues mi padre también canta en la ducha y no le pagan», porque de inmediato el resto de la clase se le hubiera echado encima haciéndole notar la diferencia abismal entre la calidad profesional de uno y el amateurismo del otro. [...] El filósofo, [...] no piensa en cosas distintas a aquellas en las que piensa el común de los mortales, sino que, pensando en las mismas cosas, lo hace de otra manera." (Cruz, 2012, pp.8-9).
Quizás en una ocasión semejante, la respuesta de la niña hubiera tenido que ser: no "mi padre piensa", sino "mi padre duda", a lo que, estoy vastante seguro, el niño no habría objetado lo mismo, porque el término "duda" no es tan simple ni resulta tan abarcativo como los de "pensar", "pensamiento". Al igual que lo que ocurre con otros términos, como "cultura", "sociedad" o "idea", se asume comúnmente que los seres humanos -todos los seres humanos, así parece- tenemos cultura, vivimos en sociedad, tenemos ideas y, por extensión, pensamos.
Las famosas frases de Sócrates y de Descartes tampoco surgieron de la nada, ni pueden reducirse simplemente a su literalidad, como simples fórmulas hechas, que pueden iniciar un tema de conversación entre amigos ("¿qué te parece el clima?", "¡Qué calor está haciendo!", "¿cómo te está llendo en el trabajo?", etc.), o como parte de un conjunto de claves que sirven para terminar una discusión, comenzar una seción de chistes o convencer a alguien de que se tiene la razón ("el tiempo es oro", "el dinero es la clave del éxito", "hay que ser feliz", etc.). En el caso del primero, se trata de una conclusión a la que bien habría llegado el ateniense tras siglos previos de predominio de formas de vida y de pensamiento más simples en su inmediatez, para las que bastava creer en los dioses tradicionales de la religión griega, haber leído a Homero y conocer y recordar con cierto detalle los relatos míticos de jestas, luchas y disputas entre seres más que humanos, con los que se explicaba el origen de todo, el orden del universo y, en última instancia, la vida terrenal se llenaba con la participación pública en las representaciones periódicas de dichos relatos; sin embargo, con el surgimiento posterior de las polis, y con la breve pero importante época de predominio de la democracia, sin guerras o peleas con otras regiones griegas o extrangeras, en Atenas, crecieron tanto la participación pública en los conflictos políticos, así como la necesidad de educarse para ello. Aparecieron, entonces, los sofistas, con orígenes diversos que se remontaban a antiguos poetas y hombres de sabiduría, que enseñaban a cómo discutir persuasiva y convincentemente para ganar las discusiones en el Ágora. Así pues, con una serie de sabios e investigadores de la naturaleza por un lado, y el intercambio y lucha de discursos por otro, Sócrates intentó, según cuenta Platón, aprender de los últimos, a ver si podían enseñarle algo que fuera verdadero; empero, como todos caían ante las refutaciones de este extraño hombre, que no participaba en las discusiones públicas y que interrogaba a todo el mundo sobre casi cualquier cosa, algunos hombres poderosos pensaron que era alguien peligroso, denunciaron a Sócrates por no creer en los dioses y corromper a los jóvenes, creyendo que las cosas se calmarían una vez que, en pleno juicio, el acusado declarara su culpabilidad y pidiera ser exiliado, evitando su muerte. Pero según parece, como lo relata Platón en su Apología, Sócrates simplemente se declaró inocente, argumentando con sus abituales palabras que no había razones para que se lo acusara de tal cosa, y luego de la votación, el filósofo fue condenado a muerte. Los llamados discursos socráticos, por otra parte, que son la obra de juventud de su discípulo Platón, ponen al lector ante la refutación socrática, y los diálogos nunca acaban con una idea sobre el problema planteado, sino que queda abierta la interrogante por alguna razón o acontecimiento inesperado, que corta la conversación y deja dudando tanto a Sócrates mismo como a su interlocutor, que antes creía saber pero que, en verdad, y después de la prueba socrática, muestra y demuestra que no sabe.
En el caso de Descartes ocurre que el principio socrático es transformado en un axioma, es decir un principio que ya no puede ser revatido, y sobre el cual el filósofo basará todas sus ideas posteriores. Luego de estudiar extensamente a los clásicos, a los autores medievales y de descubrir en su tiempo que no se sabe más de cuanto sabían los antiguos, el francés busca librarse de toda esa ingente masa de lecturas, que llegan a parecerle inútiles; es cierto que cada filósofo dio su propia respuesta a qué es el principio de todas las cosas, pero nadie pudo decir que su respuesta era mejor que la de los demás. Descubriendo así que todo resultaba entonces dudoso, Descartes llegó a la conclusión de que, si era posible dudar de todo y nada parecía cierto, necesariamente tenía que haber algo de que no pudiera dudar, y ese algo era de que dudaba, por lo cual, si es que dudaba, pensaba, y si pensaba, entonces gracias a que pensaba, existía.
Hoy quizás volvamos a encontrarnos en una situación similar a las que enfrentaron Sócrates y Descartes, ya que después de las dos guerras mundiales, y de tantas cosas que han llegado a ocurrir en el mundo, hasta la ciencia oficial parece perdida, la economía oficial y clásica nos parece ingenua e inútil, y hasta los más grandes escritores, analistas de la política y escritores enmudecen ante la insistente pregunta: ¿qué nos ha pasado? Hoy resulta natural reírse de lo que alguien dice cuando ridiculiza a los políticos, porque ya nadie cree mucho ni ciegamente en los nobles principios y metas de quienes, con palabras que no muestran la realidad por su abstracción o su dogmatismo, un día salen a defender al pueblo, como otro se van de vacaciones y se olvidan de la gente por un rato, como quien se olvida de prender la televisión por un día o deja libre el fin de semana de facebook y sale a comer con los amigos, como si la gente fuera un cúmulo de cosas útiles o inútiles, que a veces entienden lo que dicen los que saben, y a veces no, aunque por lo general quienes se llaman a sí mismos economistas, analistas y conocedores de los problemas, al igual que ocurría en tiempos de Descartes, ni se ponen de acuerdo en mucho de lo que dicen, ni nos muestran un milímetro más de luz en medio de la oscuridad. ¿No será que son ellos los que no saben, y así los ignorantes son más sabios, porque no saben y lo admiten, en cambio los que desean el poder no saben, pero tienen que hacer como si supieran, para que les den la razón y los votos?
Aunque los problemas de la política suelen presentarse como algo mucho más complicado que eso, al menos lo que hemos dicho hasta aquí hará que más de una persona de buen juicio -pero ¿qué será tener buen juicio?, ¿es posible tenerlo?- se piense dos veces lo que está haciendo antes de seguir haciéndolo, al menos que un buen día, sin sospecharlo siquiera, puede que se despierte transformado en el personaje de Neo de Matrix o en la cucaracha gigante de La Metamorfosis.
Entonces, ¿para qué sirve la filosofía? ya sabemos para qué: para dudar. Ahora bien, ¿qué es la filosofía? No agoviemos más al cansado lector de estas líneas, y antes de continuar en una dirección aburrida y larguísima, que equivaldría a cuatro o cinco horas de clases de introducción a la filosofía, digamos simplemente que, para hacer filosofía -Kant decía que no se aprende a ser filósofos, se aprende a hacer filosofía-, si aún no somos máquinas con un cerebro y cuatro extremidades, con las que nos levantamos de la cama y comenzamos el día, es decir si aún no nos hemos convertido en una extensión mejorada de nuestro reloj despertador, para hacer filosofía es imprenscindible: asombrarse de lo que nos pasa y de lo que vemos que pasa a nuestro alrededor, dudar de lo que creemos y de lo que nos han dicho siempre, y vivir al límite, para evitar que nos convirtamos en esas máquinas parlantes que eran los sofistas.
La filosofía no es solamente, como lo indica su nombre, amor al saber; ante todo es amor al preguntar;sólo por eso el filósofo nunca se aburre, no importa cuántas respuestas reciba, porque sus dudas y preguntas no cesan nunca.

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