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Introducción[1]
En Reinventar la democracia, reinventar el
Estado, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos ensaya tanto una
revisión histórico-crítica del papel jugado por el concepto de contrato social,
de raíz europea, en las modernas sociedades latinoamericanas y periféricas,
como un replanteamiento, desde su posición en la teoría crítica de las ciencias
sociales, denominada sociología de las emergencias, para ampliar y reformular
críticamente dicho contrato social, en pos de reponer a los movimientos
sociales emancipatorios del planeta, como de rehabilitar y actualizar al
contrato social mismo, notando e indicando sus deficiencias y sesgos
epistemológicos, históricos y políticos, a la luz de un nuevo modo de definir
la democracia, no ya como sistema representativo, sino en tanto que
significante popular, como campo participativo de las mayorías. Propone asimismo
buscar una conjunción entre democracia y Estado, ya que para él las democracias
actuales no pueden servir a la emancipación de los países periféricos y
semiperiféricos sin una importante participación del Estado en la sociedad.
Se trata de postular un análisis que toma
tres problemas claves en su lectura crítica: el contrato social moderno, la
tensión entre capitalismo y democracia a partir del siglo XIX en occidente, y
el papel innovador del Estado en la construcción de regímenes que ampliaron
derechos durante buena parte del siglo XX, desde la posguerra hasta los años
del neoliberalismo. En efecto, para el autor portugués, la emancipación de
dichas zonas colonizadas y dominadas
durante siglos por Europa, no será posible sin una reinvención crítica, primero,
de la misma noción de democracia, que implica en su seno, la reinvención de la
noción o concepto de Estado, así como de una reinvención de las epistemologías
situadas en sus propias geografías históricas, que supone desmontar el
etnocidio y epistemicidio de los saberes y culturas encubiertos por el mismo
sistema capitalista.
1. El contrato social de la modernidad y sus
problemas
1.1. Características del contrato social
“El contrato social es el meta-relato sobre el
que se asienta la moderna obligación política.” Así comienza el ensayo de
Boaventura de Sousa Santos titulado Reinventar la democracia. Según sigue diciendo el autor,
dicho contrato social encierra “una tensión dialéctica entre regulación social
y emancipación social, tensión que se mantiene merced a la constante
polarización entre voluntad individual y voluntad general, entre interés
particular y bien común. El Estado nación, el derecho y la educación cívica son
los garantes del discurrir pacífico y democrático de esa polarización en el
seno del ámbito social que ha venido en llamarse sociedad civil. El
procedimiento lógico del que nace el carácter innovador de la sociedad civil
radica, como es sabido, en la contraposición entre sociedad civil y estado de
naturaleza o estado natural.” (de Sousa Santos, 2004, p.5). Al tratarse de un
contrato hecho entre iguales, el mismo se establece sobre la base de criterios
de inclusión, a los cuales corresponden, lógicamente, criterios de exclusión y,
de estos últimos, se destacan tres: “el primero se sigue del hecho de que el
contrato social sólo incluye a los individuos y a sus asociaciones; la
naturaleza queda excluida: todo aquello que precede o permanece fuera del
contrato social se ve relegado a ese ámbito significativamente llamado
"estado de naturaleza". La única naturaleza relevante para el
contrato social es la humana, aunque se trate, en definitiva, de domesticarla
con las leyes del Estado y las normas de convivencia de la sociedad civil.
Cualquier otra naturaleza o constituye una amenaza o representa un recurso. El
segundo criterio es el de la ciudadanía territorialmente fundada. Sólo los
ciudadanos son partes del contrato social. Todos los demás -ya sean mujeres,
extranjeros, inmigrantes, minorías (y a veces mayorías) étnicas- quedan
excluidos; viven en el estado de naturaleza por mucho que puedan cohabitar con
ciudadanos. El tercer y último criterio es el (del) comercio público de los
intereses. Sólo los intereses que pueden expresarse en la sociedad civil son
objeto del contrato. La vida privada, los intereses personales propios de la
intimidad y del espacio doméstico, quedan, por lo tanto, excluidos del
contrato.” (de Sousa Santos, 2004, p.6).
En efecto, aunque “la contractualización se
asienta sobre una lógica de inclusión/exclusión, su legitimidad deriva de la
inexistencia de excluidos. De ahí que éstos últimos sean declarados vivos en
régimen de muerte civil, La lógica operativa del contrato social se encuentra,
por lc/tanto, en permanente tensión con su lógica de legitimación. (...)En cada
momento o corte sincrónico, la contractualización es al mismo tiempo abarcadora
y rígida: diacrónicamente, es el terreno de una lucha por la definición de los
criterios y términos de la exclusión/inclusión, lucha cuyos resultados van
modificando los términos del contrato. Los excluidos de un momento surgen en el
siguiente como candidatos a la inclusión y, acaso, son incluidos en un momento
ulterior. ¿Pero, debido a la lógica operativa del contrato, los nuevos
incluidos sólo lo serán en detrimento de nuevos o viejos excluidos.” (de Sousa
Santos, 2004, p.7). Las tensiones y antinomias surgidas durante la
contractualización no se resuelven, en última instancia, por la vía
contractual, sino que su gestión controlada depende de tres presupuestos
metacontractuales: un régimen común de valores, un sistema común de medidas y
un espacio-tiempo privilegiado. La perspectiva y la escala, combinadas con el
sistema general de valores, aplicados al principio de la soberanía popular,
permiten la democracia representativa: “a un número x de habitantes corresponde
un número y de representantes. Un sistema común de medidas permite incluso, con
las homogeneidades que crea, establecer correspondencias entre valores
antinómicos. Así, por ejemplo, entre la libertad y la Igualdad pueden definirse
criterios de Justicia social, de redistribución y de solidaridad. El
presupuesto es que las medidas sean comunes y procedan por correspondencia y homogeneidad.
De ahí que la única solidaridad posible sea la que se da entre iguales: su
concreción más cabal está en la solidaridad entre trabajadores.” (de Sousa
Santos, 2004, p.8). Finalmente, el espacio-tiempo privilegiado es el del
Estado-nación. “En este espacio-tiempo se consigue la máxima agregación de
intereses (...).La economía alcanza su máximo nivel de agregación, integración
y cohesión en el espacio-tiempo nacional y estatal que es también el ámbito en
el que las familias organizan su vidas y establecen el horizonte de sus
expectativas, o de la falta de las mismas. La obligación política de los
ciudadanos ante el Estado y de éste ante aquéllos se define dentro de ese
espacio-tiempo que sirve también de escala a las organizaciones y a las luchas
políticas, a la violencia ^legítima y a la promoción del bienestar general.
(...)Por último, el espacio-tiempo nacional y estatal es el espacio señalado de
la cultura en cuanto conjunto de dispositivos identitarios que fijan un régimen
de pertenencia y legitiman la normatividad que sirve de referencia a todas las
relaciones sociales que se desenvuelven dentro del territorio nacional; desde
el sistema educativo a la historia nacional, pasando por las ceremonias
oficiales o los días festivos.” (de Sousa Santos, 2004, pp.8-9).
El contrato social, sobre cuyos principios se
asientan la sociabilidad y la política de las sociedades modernas, pretende
crear un paradigma que produzca cuatro bienes públicos: legitimidad del gobierno,
bienestar económico y social, seguridad e identidad colectiva. Los mismos sólo
se realizan conjuntamente; son, en efecto, los “distintos pero convergentes
modos de realizar el bien común”. Su consecución se proyectó, históricamente, a
través de una basta constelación de luchas sociales. “De esta prosecución
contradictoria de los bienes públicos, con sus consiguientes
contractualizaciones, resultaron tres grandes constelaciones institucionales,
todas ellas asentadas en el espacio-tiempo nacional y estatal: la socialización
de la economía, la politización del Estado y la nacionalización de la
identidad. La socialización de la economía vino del progresivo reconocimiento
de la lucha de clases como instrumento, no de superación, sino de
transformación del capitalismo.” (de Sousa Santos, 2004, p.10). Entre los hitos
en el largo camino de la socialización de la economía destacan “la regulación
de la jornada laboral y de las condiciones de trabajo y salariales, la creación
de seguros sociales obligatorios y de la seguridad social, el reconocimiento
del derecho de huelga, de los sindicatos, de la negociación o de la
contratación colectivas” (de Sousa Santos, 2004, pp.10-11). En él, se fue
reconociendo que la economía capitalista “no sólo estaba constituida por el capital,
el mercado y los factores de producción sino que también participan de ella
trabajadores, personas y clases con unas necesidades básicas, unos Intereses
legítimos y, en definitiva, con unos derechos ciudadanos.” (de Sousa Santos,
2004, p.11). A su vez, la socialización de la economía influyó grandemente en
la configuración de la segunda constelación institucional, a saber, la
politización del Estado, proceso asentado en su capacidad reguladora de la
economía y para la intermediación en los conflictos. “El desarrollo de esta
capacidad asumió, en las sociedades capitalistas, principalmente, dos formas:
el Estado de bienestar en el centro del sistema mundial y el Estado
desarrollista en la periferia y semiperlferia del sistema mundial. A medida que
fue estatalizando la regulación, el Estado la convirtió en campo para la lucha
política, razón por lo cual acabó politizándose. Del mismo modo que la
ciudadanía se configuró desde el trabajo, la democracia estuvo desde el
principio ligada a la socialización de la economía. La tensión entre
capitalismo y democracia es, en este sentido, constitutiva del Estado moderno”,
cuya legitimidad estuvo siempre vinculada al modo en que resolvió esa tensión.
(Ibidem). “El grado cero de legitimidad del Estado moderno es el fascismo: la
completa rendición de la democracia ante las necesidades de acumulación del
capitalismo. Su grado máximo de legitimidad resulta de la conversión, siempre problemática,
de la tensión entre democracia y capitalismo en un círculo virtuoso en el que
cada uno prospera aparentemente en la medida en que ambos prosperan
conjuntamente. En las sociedades capitalistas este grado máximo de legitimidad
se alcanzó en los Estados de bienestar de Europa del norte y de Canadá.” (De
Sousa Santos, 2004, pp.11-12).
Finalmente, la nacionalización de la
identidad cultural es el proceso mediante el que quedan territorializadas y
temporalizadas las diferentes identidades de los distintos grupos, dentro del
espacio-tiempo nacional. “La nacionalización de la identidad cultural refuerza los
criterios de inclusión/exclusión que subyacen a la socialización de la economía
y a la politización del Estado, confiriéndoles mayor vigencia histórica y mayor
estabilidad.” (De Sousa Santos, 2004, p.12).
Las tres constelaciones institucionales
arriba señaladas tienen, sin embargo, dos límites, que sirven de contrapartida
a las mismas: el primero es inherente a los propios criterios, por lo que “la
inclusión siempre tiene como límite lo que excluye. La socialización de la
economía se consiguió a costa de una doble des-socialización: la de la
naturaleza y la de los grupos sociales que no consiguieron acceder a la
ciudadanía a través del trabajo. Al ser una solidaridad entre iguales, la
solidaridad entre trabajadores no alcanzó a los que quedaron fuera del círculo
de la igualdad. De ahí que las organizaciones sindicales nunca se percataran, y
en algunos casos sigan sin hacerlo, de que el lugar de trabajo y de producción
es a menudo el escenario de delitos ecológicos o de graves discriminaciones
sexuales y raciales. Por otro lado, la politización y la visibilidad pública
del Estado tuvo como contrapartida la despolitización y privatización de toda
la esfera no estatal: la democracia pudo desarrollarse en la medida en que su
espacio quedó restringido al Estado y a la política que éste sintetizaba. Por
último, la nacionalización de la identidad cultural se asentó sobre el
etnocidio y el epistemicidio: todos aquellos conocimientos, universos
simbólicos, tradiciones y memorias colectivas que diferían de los escogidos
para ser incluidos y erigirse en nacionales fueron suprimidos, marginados o
desnaturalizados, y con ellos los grupos sociales que los encarnaban.” (De
Sousa Santos, 2004, pp.12-13).
El segundo límite respecta a las
desigualdades articuladas por el moderno sistema mundial. “Los ámbitos y las
formas de la contractualización de la sociabilidad' fueron distintos según
fuera la posición de cada país en el sistema mundial (...). “En la periferia y
semiperiferia la contractualización tendió a ser más limitada y precaria que en
el centro. El contrato siempre tuvo que convivir allí con el status; los
compromisos no fueron sino momentos evanescentes a medio camino entre los
pre-compromisos y los post-compromisos; la economía se socializó sólo en
pequeñas islas de Inclusión situadas en medio de vastos archipiélagos de
exclusión; la politización del Estado cedió a menudo ante la privatización del
Estado y la casimundialización de la dominación política; y la identidad
cultural nacionalizó a menudo poco más que su propia caricatura.” (De Sousa
Santos, 2004, p.13).
1.2. El
contrato social en crisis: postulación de su ampliación y adaptación en el
siglo XXI
El contrato social ha presidido la
organización de la sociabilidad económica, política y cultural de las
sociedades modernas. “Este paradigma social, político y cultural viene, sin
embargo, atravesando desde hace más de una década una gran turbulencia que
afecta no ya sólo a sus dispositivos operativos sino a sus presupuestos; una
turbulencia tan profunda que parece estar apuntando a un cambio de época, a una
transición paradigmática.” (ibidem).
Su régimen común de valores no parece poder
resistir la creciente fragmentación de una sociedad dividida “en múltiples
apartheids y polarizada en torno a múltiples eges económicos, sociales,
políticos y culturales. En este contexto, no sólo pierde sentido la lucha por
el bien común, también parece ir perdiéndolo la lucha por las definiciones
alternativas de ese bien. La voluntad general parece haberse convertido en un
enunciado absurdo.” (De Sousa Santos, 2005, p.14). “Lo cierto es que cabe decir
que nos encontramos en un mundo post-foucaultiano (lo cual revela,
retrospectivamente, lo muy organizado que era ese mundo anarquista de
Foucault). Según él, dos son los grandes modos de ejercicio del poder que, de
modo complejo, coexisten: el dominante poder disciplinario, basado en las
ciencias, y el declinante poder jurídico, centrado en el Estado y el derecho.
Hoy en día, estos poderes no sólo se encuentran fragmentados y desorganizados
sino que coexisten con muchos otros poderes. El poder disciplinario resulta ser
cada vez más un poder indisciplinario a medida que las ciencias van perdiendo
seguridad espistemológica y se ven obligadas a dividir el campo del saber entre
conocimientos rivales capaces de generar distintas formas de poder. Por otro
lado, el Estado pierde centralidad y el derecho oficial se desorganiza al
coexistir con un derecho no oficial dictado por múltiples legisladores fácticos
que, gracias a su poder económico, acaban transformando lo fáctico en norma,
disputándole al Estado el monopolio de la violencia y del derecho. La caótica
proliferación de poderes dificulta la identificación de los enemigos y, en
ocasiones, incluso la de las víctimas.” (Ibidem).
Los valores de la modernidad –justicia,
igualdad, libertad, solidaridad, subjetividad, autonomía-, junto con sus
antinomias, perviven, pero los mismos están sometidos a una “creciente
sobrecarga simbólica: vienen a significar cosas cada vez más dispares para los
distintos grupos y personas, al punto que el exceso de sentido paraliza la
eficacia de estos valores y, por tanto, los neutraliza.” (Ibidem).
“La turbulencia de nuestros días resulta
especialmente patente en el sistema común de medidas.” El autor portugués
señala que hay una “turbulencia por la que atraviesan las escalas con las que
hemos venido identificando los fenómenos, los conflictos y las reacciones. Como
cada fenómeno es el producto de las escalas con las que lo observamos, la turbulencia
en las escalas genera extrañamiento, desfamiliarización, sorpresa, perplejidad
y ocultación: la violencia urbana es un ejemplo paradigmático de esta
turbulencia en las escalas. Cuando un niño de la calle busca cobijo para pasar
la noche y acaba, por ese motivo, asesinado por un policía o cuando una persona
abordada por un mendigo se niega a dar limosna y, por ese motivo, es asesinada
por el mendigo estamos ante una explosión imprevisible de la escala del
conflicto: un fenómeno aparentemente trivial e Inconsecuente se ve
correspondido por otro dramático y de fatales consecuencias.” (De Sousa Santos,
2004, p.15). según parece, “nuestras sociedades están atravesando un periodo de
bifurcación, es decir, una situación de inestabilidad sistémica en el que un
cambio mínimo puede producir, imprevisible y caóticamente, transformaciones
cualitativas.” Así pues, “la turbulencia de las escalas deshace las secuencias
y los términos de comparación y, al hacerlo, reduce las alternativas, generando
impotencia o induciendo a la pasividad. (...)La constante transformación de la
perspectiva se da igualmente en las tecnologías de la información y de la
comunicación donde la turbulencia en las escalas es, de hecho, acto originario
y condición de funcionamiento. La creciente inter-actividad de las tecnologías
permite prescindir cada vez más de la de los usuarios de modo que,
subrepticiamente, la inter-actividad se va deslizando hacia la Inter-pasividad.”
(De sousa Santos, 2004, pp.15-16).
Por último, el espacio-tiempo nacional está
perdiendo su primacía frente a la creciente competencia de los espacios-tiempo
global y local. “El espacio-tiempo nacional estatal se configura con ritmos y
temporalidades distintos pero compatibles y articulables: la temporalidad
electoral, la de la contratación colectiva, la temporalidad judicial, la de la
seguridad social, la de la memoria histórica nacional, etc. La coherencia entre
estas temporalidades confiere al espacio-tiempo nacional estatal su
configuración específica. Pero esta coherencia resulta hoy en día cada vez más
problemática en la medida en que varía el impacto que sobre las distintas
temporalidades tienen los espacios-tiempo global y local.” Lo que ocurre es que
“aumenta la importancia de determinados ritmos y temporalidades completamente
incompatibles con la temporalidad estatal nacional en su conjunto.” (De Sousa
Santos, 2004, p.16). A este respecto, de Sousa Santos mencionará,
especialmente, dos de dichos fenómenos, de gran actualidad: “el tiempo instantáneo
del ciberespacio, por un lado, y el tiempo glacial de la degradación ecológica,
de la cuestión indígena o de la biodiversidad, por otro.” (Ibidem). El tiempo
instantáneo de los mercados financieros hace inviable cualquier deliberación o
regulación por parte del Estado. El freno a esta temporalidad instantánea sólo
puede lograrse actuando desde la misma escala en que opera, la global, es
decir, con una acción internacional. El tiempo glacial, por su parte, es
demasiado lento para compatibilizarse adecuadamente con cualquiera de las
temporalidades nacional-estatales. De hecho, las recientes aproximaciones entre
los tiempos estatal y glacial se han traducido en poco más que en intentos por
parte del primero de canibalizar y desnaturalizar al segundo. Basta recordar el
trato que ha merecido en muchos países la cuestión indígena o, también, la
reciente tendencia a aprobar leyes nacionales sobre la propiedad intelectual e
industrial que inciden sobre la biodiversidad.” (De Sousa Santos, 2004,
pp.16-17).
“Pero donde las señales de crisis del
paradigma resultan más patentes es en los dispositivos funcionales de la
contractualización social. A primera vista, la actual situación, lejos de
asemejarse a una crisis del contractualismo social, parece caracterizarse por
la definitiva consagración del mismo. Nunca se ha hablado tanto de
contractualización de las relaciones sociales, de las relaciones de trabajo o
de las relaciones políticas entre el Estado y las organizaciones sociales. Pero
lo cierto es que esta nueva contractualización poco tiene que ver con la idea
moderna del contrato social. Se trata, en primer lugar, de una
contractualización liberal individualista, basada en la idea del contrato de
derecho civil celebrado entre individuos y no en la idea de contrato social
como agregación colectiva de intereses sociales divergentes. El Estado, a
diferencia de lo que ocurre con el contrato social, tiene respecto a estos
contratos de derecho civil una intervención mínima: asegurar su cumplimiento
durante su vigencia sin poder alterar las condiciones o los términos de lo
acordado. En segundo lugar la nueva contractualización no tiene, a diferencia
del contrato social, estabilidad: puede ser denunciada en cualquier momento por
cualquiera de las partes. (...) En tercer lugar, la contractualización liberal
no reconoce el conflicto y la lucha como elementos estructurales del contrato.
Al contrario, los sustituye por el asentimiento pasivo a unas condiciones
supuestamente universales e Insoslayables. Así, el llamado consenso de
Washington se configura como un contrato social entre los países capitalistas
centrales que, sin embargo, se erige, para todas las otras sociedades
nacionales, en un conjunto de condiciones ineludibles, que deben aceptarse
acríticamente, salvo que se prefiera la implacable exclusión. Estas condiciones
ineludibles de carácter global sustentan los contratos individuales de derecho
civil.” Todas estas razones prueban que “la nueva contractualización no es, en
cuanto contractualización social, sino un falso contrato: la apariencia
engañosa de un compromiso basado de hecho en unas condiciones impuestas sin
discusión a la parte más débil, unas condiciones tan onerosas como ineludibles.
Bajo la apariencia de contrato, la nueva contractualización propicia la
renovada emergencia del status” (De
Sousa Santos, 2004, p.18). “El status posmoderno es el contrato leonino.”
(Ibidem).
La crisis de la contractualización moderna es
puesta de manifiesto en el actual predominio estructural de los procesos de
exclusión sobre los de inclusión. “Estos últimos aún perviven, incluso bajo
formas avanzadas que combinan virtuosamente los valores de la modernidad, pero
se van confinando a unos grupos cada vez más restringidos que imponen a grupos
mucho más amplios formas abismales de exclusión.” Dicho predominio se presenta
bajo dos formas aparentemente opuestas: el post-contractualismo y el
pre-contractualismo. “El post-contractualismo es el proceso mediante el cual
grupos e intereses sociales hasta ahora incluidos en el contrato social quedan
excluidos del mismo, sin perspectivas de poder regresar a su seno. Los derechos
de ciudadanía, antes considerados inalienables, son confiscados. (...)El
pre-contractualismo consiste, por su parte, en impedir el acceso a la
ciudadanía a grupos sociales anteriormente considerados candidatos a la
ciudadanía y que tenían expectativas fundadas de poder acceder a ella.” (De
Sousa Santos, 2004, p.19). Aunque la diferencia estructural entre ambas formas
es clara, a menudo el discurso político las confunde; “a menudo se presenta
como post-contractualismo lo que no es sino pre-contractualismo. Se habla, por
ejemplo, de pactos sociales y de compromisos adquiridos que ya no pueden seguir
cumpliéndose cuando en realidad nunca fueron otra cosa que contratos-promesa o
compromisos previos que nunca llegaron a confirmarse. Se pasa así del pre- al
post-contractualismo sin transitar por el contractualismo.” (ibidem). En
verdad, las exclusiones generadas por el pre- y el post-contractualismo “tienen
un carácter radical e ineludible, hasta el extremo en que los que las padecen
se ven de hecho excluidos de la sociedad civil y expulsados al estado de
naturaleza, aunque sigan siendo formalmente ciudadanos. En nuestra sociedad
posmoderna, el estado de naturaleza está en la ansiedad permanente respecto al
presente y al futuro, en él inminente desgobierno de las expectativas, en el
caos permanente en los actos más simples de la supervivencia o de la
convivencia.” (De Sousa Santos, 2004, p.20).
La crisis del contrato social viene siendo
provocada por las transformaciones que, directa o indirectamente, atraviesan a
los tres dispositivos señalados más arriba –la socialización de la economía, la
politización del Estado y la nacionalización de la identidad cultural-, por lo
que de Sousa Santos denomina el consenso liberal, en el cual convergen cuatro
consensos básicos: el primero es el consenso económico neoliberal o consenso de
Washington, referente a la organización de la economía global, el cual promueve
la liberalización de los mercados, la desregulación, la privatización, el
recorte del gasto social, “la reducción del déficit público y la concentración
del poder mercantil en las grandes empresas multinacionales y del poder
financiero en los grandes bancos transnacionales.” (ibidem). El segundo consenso
es el del Estado débil, ligado al primero. “Para este consenso, el Estado deja
de ser el espejo de la sociedad civil para convertirse en su opuesto. La
debilidad y desorganización de la sociedad civil se debe al excesivo poder de
un Estado que, aunque formalmente democrático, es inherentemente opresor,
ineficaz y predador por lo que su debilitamiento se erige en requisito
ineludible del fortalecimiento de la sociedad civil. Este consenso se asienta,
sin embargo, sobre el siguiente dilema: sólo el Estado puede producir su propia
debilidad por lo que es necesario tener un Estado fuerte capaz de producir
eficientemente, y de asegurar con coherencia, esa su debilidad. El
debilitamiento del Estado produce, por lo tanto, unos efectos perversos que
cuestionan la viabilidad de las funciones del Estado débil: el Estado débil no
puede controlar su debilidad.” (De Sousa Santos, 2004, p.21). El tercer
consenso es el consenso democrático liberal, “la promoción internacional de
unas concepciones minimalistas de la democracia erigidas en condición que los
Estados deben superar para acceder a los recursos financieros internacionales. (...)
El consenso democrático liberal descuida la soberanía del poder estatal, sobre
todo en la periferia y semiperiferia del sistema mundial, y percibe las
funciones reguladoras del Estado más como incapacidades que como capacidades.” (ibidem).
Por último, el consenso liberal contempla un cuarto consenso básico, el de la
primacía del derecho y de los tribunales. Se trata de un modelo que “confiere
absoluta prioridad a la propiedad privada, a las relaciones mercantiles y a un
sector privado cuya funcionalidad depende de transacciones seguras y
previsibles protegidas contra los riesgos de incumplimientos unilaterales. Todo
esto exige un nuevo marco jurídico y la atribución a los tribunales de una
nueva función, mucho más relevante, como garantes del comercio jurídico e
instancias para la resolución de litigios: el marco político de la
contractualización social debe ir cediendo su sitio al marco jurídico y
judicial de la contractualización individual. Es ésta una de las principales
dimensiones de la actual judicialización de la política.” (De Sousa Santos,
2004, p.22).
“El trabajo fue, en la contractualización
social de la modernidad capitalista, la vía de acceso a la ciudadanía”,
mediante la extensión a los trabajadores de los derechos civiles o políticos, o
por la conquista de nuevos derechos propios, como el derecho al trabajo. “La
creciente erosión de estos derechos, combinada con el aumento del desempleo
estructural lleva a los trabajadores a transitar desde el estatuto de
ciudadanía al de lumpen-ciudadanía.” (Ibidem).
Ya sea
por medio del pre-contractualismo o del post-contractualismo, la
intensificación de la lógica de exclusión crea nuevos estados de naturaleza: “la
precariedad y la servidumbre generadas por la ansiedad permanente del
trabajador asalariado respecto a la cantidad y continuidad del trabajo, la ansiedad
de aquellos que no reúnen condiciones mínimas para encontrar trabajo, la ansiedad
de los trabajadores autónomos respecto a la continuidad de un mercado que deben
crear día tras día para asegurar sus rendimientos o la ansiedad del trabajador
ilegal que carece de cualquier derecho social.” (De Sousa Santos, 2004,
pp.22-23). Por otro lado, cuando el consenso neoliberal habla de estabilidad,
lo hace en detrimento de la inestabilidad de las personas, refiriéndose a las
expectativas de los mercados, nunca a las de aquellas.
Por
todo lo anterior, el autor señala que se vive una crisis de tipo paradigmático,
un cambio de época, lo que algunos autores han llegado a denominar
desmodernización o contra-modernización.
1.3. El
fascismo societal
Lo que emerge, fruto del consenso liberal, es
lo que, a partir de aquí, el autor llamará “fascismo societal”, afirmando que “No
se trata de un regreso al fascismo de los años treinta y cuarenta. No se trata,
como entonces, de un régimen político sino de un régimen social y de
civilización.” (De Sousa Santos, 2004, p.26). Éste es un fascismo que “no sacrifica
la democracia ante las exigencias del capitalismo sino que la fomenta hasta el
punto en que ya no resulta necesario, ni siquiera conveniente, sacrificarla
para promover el capitalismo.” (ibidem).
Las principales formas de este nuevo
fascismo, de la sociabilidad fascista, son: el fascismo del apartheid social, “la
segregación social de los excluidos dentro de una cartografía urbana, dividida
en zonas salvajes y zonas civilizadas.” (ibidem). El segundo es el fascismo del
Estado paralelo; éste se caracteriza tanto por una acción estatal distanciada
del derecho positivo, como por la utilización de una doble vara en la medicción
de dicha acción, una para las zonas salbajes y otra para las civilizadas. En
estas últimas, el Estado actúa democráticamente, como Estado protector,
mientras que en las salvajes actúa de modo fascista, como Estado predador, “sin
ningún propósito, ni siquiera aparente, de respetar el derecho.” (de Sousa
Santos, 2004, p.27). La tercer forma de fascismo societal es el fascismo paraestatal,
“resultante de la usurpación, por parte de poderosos actores sociales, de las
prerrogativas estatales de la coerción y de la regulación social. Usurpación, a
menudo completada con la connivencia del Estado, que o bien neutraliza o bien
suplanta el control social producido por el Estado. El fascismo paraestatal
tiene dos vertientes destacadas: el fascismo contractual y el fascismo
territorial.” (Ibidem). “La cuarta forma de fascismo societal es el fascismo
populista. Consiste en la democratización de aquello que en la sociedad
capitalista no puede ser democratizado (por ejemplo, la trasparencia política
de la relación entre representantes y representados o los consumos básicos). Se
crean dispositivos de identificación inmediata con unas formas de consumo y
unos estilos de vida que están fuera del alcance de la mayoría de la población.”
(De Sousa Santos, 2004, p.28). Una quinta forma es el fascismo de la
inseguridad, que consiste en “la manipulación discrecional de la Inseguridad de
las personas y de los grupos sociales debilitados por la precariedad del
trabajo o por accidentes y acontecimientos desestabilizadores.” (Ibidem). La
sexta forma es el fascismo financiero.
1.4.
Sociabilidades alternativas
Ante los riesgos devenidos de la crisis del
contrato social, es imperioso buscar nuevas alternativas de sociabilidad que
neutralicen y prevengan dichos riesgos y abran el camino a nuevas posibilidades
democráticas.
Se trata de un desafío teórico-práctico
complejo, ya que el consenso liberal y la sociabilidad fascista a la que da
lugar, desorganizan y confunden a los actores, de modo en que no sólo se torna
dificultoso definir al enemigo, sino que la propia resistencia y las
reivindicaciones emancipadoras se enfrentan a la dificultad de tener que
redefinir también a favor de qué y de quién se resiste. “Esta reivindicación
debe reclamar, en términos genéricos, la reconstrucción y reinvención de un
espacio-tiempo que permita y promueva la deliberación democrática.” (De Sousa
Santos, 2004,p.33).
Primero, hay que señalar que no basta con
sugerir alternativas; éstas a menudo o suelen ser irrealistas, y por ello
desacreditadas como utópicas, o cuando han sido más realistas, por ello son
susceptibles de ser cooptadas por aquellos cuyos intereses podrían verse negativamente
afectados por las mismas. Entonces, como afirma el autor, necesitamos un “pensamiento
alternativo sobre las alternativas.” (ibidem). En segundo lugar, hace falta
concebir y construir una epistemología crítica y situada, cuya trayectoria
desde un punto de ignorancia a un punto de saber, equivale a partir del caos
para llegar al orden en el análisis; una que “tenga como punto de ignorancia el
colonialismo y como punto de llegada la solidaridad”, un conocimiento como
emancipación (ibidem). “El paso desde un conocimiento-como-regulación a un
conocimiento-como-emancipación no es sólo de orden epistemológico, sino que
implica un tránsito desde el conocimiento a la acción.” Gracias a lo cual, el
autor esboza el segundo de sus principios de la reinvención de la deliberación
democrática: propone que, desde ahora, centremos la atención “en la distinción
entre acción conformista y acción rebelde, esa acción que, siguiendo a Epicuro
y Lucrecio denomino acción-con-clinamen.” Mientras que la acción conformista es
aquella que reduce el realismo a lo meramente existente, la acción rebelde debe
ser –e inspirarse en- una acción con clinamen. “Clinamen es la capacidad de
desvío atribuida por Epicuro a los átomos de Demócrito: un quantum inexplicable
que perturba las relaciones de causa-efecto. El clinamen confiere a los átomos
creatividad y movimiento espontáneo. El conocimiento-como-emancipación es un
conocimiento que se traduce en acciones-con-clinamen.” (De Sousa Santos, 2004, pp.33-34).
Se vuelve imperioso un pensamiento turbulento, que sepa responder a este
período de escalas en turbulencia; la acción con clinamen se define así no
solamente como una acción creativa y espontánea, sino también como “la acción
turbulenta de un pensamiento en turbulencia. (...) Este pensamiento puede
redistribuir socialmente la ansiedad y la inseguridad, creando así las
condiciones para que la ansiedad de los excluidos se convierta en motivo de
ansiedad de los incluidos hasta conseguir hacer socialmente patente que la
reducción de la ansiedad de unos no se consigue sin reducir la ansiedad de los
otros.” (De Sousa Santos, 2004, p.34). Por último, el tercer principio consiste
en pensar la reinvención de espacios-tiempo que consigan promover la
deliberación democrática, en contrapartida al fascismo societal, que divide y
disgrega a la sociedad en zonas salvajes y zonas civilizadas.
Estos principios definen, en general, parte
de la exigencia cosmopolita de reconstruir el espacio-tiempo de la deliberación
política. El objetivo final consiste en la construcción y concreción de un
nuevo contrato social, muy diferente al de la modernidad, que deberá ser mucho
más inclusivo, contemplando en su interior no ya sólo a los hombres y a los
grupos sociales, sino que incluya, además, a la naturaleza; asimismo, será uno
mucho más conflictivo, que tendrá que seguir criterios tanto de igualdad como
de diferencia; en tercer lugar, no puede quedar limitado él mismo, como hasta
entonces lo era, limitado al espacio-tiempo nacional, sino que ha de incluir
los espacios-tiempo local, regional y global; finalmente, este nuevo contrato
no se basa en una distinción clara y tajante entre Estado y sociedad civil,
economía, cultura y política, o entre público y privado: “la deliberación
democrática, en cuanto exigencia cosmopolita, no tiene sede ni forma
institucional específicas.” (De Sousa Santos, 2004, p.35). Y, ante todo, debe
poder neutralizar la lógica de la exclusión impuesta tanto por el
pre-contractualismo como por el post-contractualismo, allí donde dicha lógica
resulta más virulenta, a través de dos cuestiones, el redescubrimiento
democrático del trabajo y el Estado como novísimo movimiento social.
El redescubrimiento democrático del trabajo
depende de tomar en cuenta tres condiciones: la reconstrucción social de la
economía, mediante un aumento en los flujos de trabajadores de las periferias
al centro, para reducir la competencia internacional entre trabajadores, así
como promover medidas que desnacionalicen la ciudadanía de los inmigrantes,
garantizando tanto la igualdad como el respeto de la diferencia, transformando
el reparto del trabajo en un reparto multicultural de la sociabilidad. La
segunda implica el reconocimiento, para su inter-complementación, del
polimorfismo del trabajo, es decir de las diversas formas que ha venido
adquiriendo el mundo del trabajo, irreductible a las que tomara, por ejemplo,
en el fordismo. La ercera consiste en la separación entre trabajo productivo y
economía real, por una parte, y capitalismo financiero o economía de casino, por
la otra, lo cual implica a su vez la puesta en ejercicio de regulaciones al
poder financiero mismo. Asimismo, el sindicalismo tiene que revalorizar y
reinventar la tradición de solidaridad y reconstruir sus políticas sociales
antagónicas, para ampliar así su abanico de solidaridad y adaptarse para
responder a las nuevas condiciones de exclusión social y de explotación. Deberá
ser “un sindicalismo más político, menos sectorial y más solidario; un
sindicalismo con un proyecto integral de alternativa de civilización, en el que
todo esté relacionado: trabajo y medio ambiente, trabajo y sistema educativo,
trabajo y feminismo, trabajo y necesidades sociales y culturales de orden
colectivo, trabajo y Estado de bienestar, trabajo y tercera edad, etc. En suma,
su acción reivindicativa debe considerar todo aquello que afecte a la vida de
los trabajadores y de los ciudadanos en general.” (De Sousa Santos, 2004,
p.42). Por su parte, cuando el autor se refiera a repensar al Estado como un
“novísimo movimiento social” va a concebir al mismo como un campo ampliado de
lo social, rechazando tanto las concepciones liberales como las de raigambre
marxista del Estado. Nos enfrentamos así a que “bajo la denominación
"Estado" está emergiendo una nueva forma de organización política más
amplia que el Estado: un conjunto híbrido de flujos, organizaciones y redes en
las que se combinan y solapan elementos estatales y no estatales, nacionales y
globales. El Estado es el articulador de este conjunto.” (De Sousa Santos,
2004, p.43). Es de esa manera que los bienes públicos son objeto de luchas y
negociaciones permanentes, no ya producidos por el Estado, sino coordinados en
red por él desde distintos niveles de superordenamiento. Esta nueva
organización política no tiene centro: “la coordinación del Estado funciona
como imaginación del centro.” (Ibidem).
Si la democracia entendida hasta ahora como
democracia representativa ya no sirve para responder a la actual crisis de la
contractualización debido al consenso liberal introducido poco a poco en su
interior de diversas formas, ésta debe transformarse en una democracia que sea,
además de representativa, sobre todo participativa. Para lograr tal propósito,
“el Estado experimental debe (...) asegurar no sólo la igualdad de
oportunidades entre los distintos proyectos de institucionalidad democrática,
sino (...) unas pautas mínimas de inclusión que hagan posible una ciudadanía
activa capaz de controlar, acompañar y evaluar la valía de los distintos
proyectos.” (De Sousa Santos, 2004, p.49).
2. Algunas
críticas a la postura de de Sousa Santos
El análisis del sociólogo portugués resulta,
sin duda, esclarecedor a la luz de las actuales problemáticas que quedan por
resolver en el presente y futuro inmediato, tanto global como regional y
localmente. En él, las visiones de corte contractualista son puestas a prueba
de los problemas histórico-políticos del contexto internacional; su nueva
concepción acerca del Estado es clave tanto para comprender el papel jugado en
la política, entendida como lucha por la hegemonía de los intereses de grupos
sociales en pugna, por los Estados de bienestar y desarrollistas, así como para
reapropiarnos de lo que de útil y práctico tuvieron, hasta su virtual
desintegración entre los 80 y 90, con la consolidación de las teorías
neoliberales de la economía, la política y la cultura. Supo demostrar cómo el
neoliberalismo se introdujo engañosamente en el discurso político y en los
planes de contención sociales de los últimos decenios.
Es sin embargo criticable su balance de cómo
el espacio-tiempo nacional y estatal ha venido siendo desplazado por otros,
como el instantáneo tiempo digital de Internet, o el glacial tiempo del medio
ambiente. Pero, como cualquiera puede comprobar hoy en día, las nuevas
tecnologías y los nuevos desarrollos en red a través de las mismas han servido
–y siguen sirviendo- a un “novísimo movimiento social”, aunque voluble y
complejo, como tienden a decantarse y a transformarse en una novísima forma de
hacer política o, incluso, como una novísima forma de lo político en tanto tal.
Y, por extensión, tanto reorganizan lo político como las formas culturales, de
la comunicación social, de la participación colectiva y de la interacción
humana, por lo cual la crisis de tipo paradigmático pasa por ser, hoy más que
nunca, y con el retorno de los regímenes conservadores en la región
latinoamericana, más una situación de quiebre o de dislocación, del contrato
social, moderno o ampliado.
Por otra parte, la reinvención
teórico-práctica del espacio-tiempo social tiene sus dificultades, tanto de
orden comprensivo como en su momento de aplicación real. Si a nivel teórico, se
nos exige un conocimiento emancipador que tanto parta de un caos epistemológico
como arribar a un supuesto orden del saber situado, lo cual implica, al
menos hasta cierto punto, ir declinando la creatividad y espontaneidad de la
acción social y política, la “acción-con-clinamen” a los nuevos criterios de
ordenación y organización de dicho conocimiento, por más igualitarista y
respetuoso de la diferencia que sea. En definitiva, lo que se pretendía como “acción
turbulenta de un pensamiento en turbulencia”, debe ceder su lugar a un
“pensamiento organizado para una acción ordenada”. En lo que al orden práctico
se refiere, sigue predominando la guía teórica por sobre la acción práctica,
con el detalle de que el sujeto de la emancipación se mueve entre aquel
asignado, significantemente, a los trabajadores, y sus organizaciones
sindicales, incluyendo a los movimientos sociales en la concepción ampliada del
Estado como Estado experimental, en una más amplia experimentación política,
postulación provisional, creemos, de un paradigma político y social nuevo; aún
así, el papel de los movimientos sociales sigue sin ser definido, o es reducido
a su tensión, agónica o antagónica, con el campo estatal, o se lo pone en
simetría con los mismos movimientos sindicales, sin conseguir diferenciarlos.
Es interesante revisar y destacar la
redefinición del concepto de Estado, que podríamos desglosar en los siguientes
tres enunciados: 1) el Estado, como reflejo de la sociedad civil, es el
espacio-tiempo último de la disputa política y del cambio social; 2) el Estado
experimental, como lugar fundamental –y casi podríamos decir fundante- de una
práctica más amplia, denominada experimentación política, es una herramienta o
instrumento disputado por los sectores en pugna, ya sea para su utilización
antidemocrática y antipopular por las corporaciones financieras y las elites,
siendo su resultado el Estado predador y su correlato jurídico, económico y
social la sociabilidad fascista, ya para su empoderamiento, igual de
instrumental, popular y democrático, por los que, hasta entonces, estaban excluidos,
es decir fuera, declarados en “régimen de muerte civil”, negados e invisibilizados
por el contrato social, pero cuya meta final no es tanto redefinir y adquirir
nuevos derechos, como lo sigue siendo, aún en su versión ampliada por la
deliberación democrática, su inclusión en un contrato social materialmente
conflictivo y en permanente ampliación, pero formalmente estático y basado
todavía en la idea del contractualismo moderno del paso del estado de
naturaleza al estado civil, con su consiguiente tensión permanente. Y 3) como
“componente del espacio público no estatal”, el Estado podría definirse como el
límite del campo de lo público frente al mundo privado individual, y como contratara
a la ciudadanía como límite privado e individual al campo público, definido y
delimitado en principio por el Estado.
Si, como en alguna parte dice el autor, el
Estado resurge hoy bajo una serie de prácticas que exceden al Estado en su seno
y que, por lo tanto, incluyen también al campo público no estatal, y si afirma
además que el nuevo Estado de bienestar debe coordinar desde distintos niveles
de superordenamiento la producción del bien común, en conjunto con los
diferentes actores y movimientos no estatales, ello implica que la posibilidad
de seguir concibiendo al mismo Estado como instrumental o herramienta se torna
problemático, ya que su misma existencia como significante vacío en la disputa
por su significado, vuelve factible de introducir el dilema neoliberal –la
autoproducción de su propia debilidad, en contraposición con su fuerte
presencia como mecanismo administrativo para la eficiencia de los mercados-
nuevamente en su interior. Si la desorganización y puesta en crisis del viejo
contrato social moderno, y su transformación en mero contrato civil e
individual, tornaba difícil identificar tanto contra quienes y qué se resistía
y a favor de qué y de quiénes, ello gracias a la sobrecarga simbólica de los
valores de la modernidad en tanto que significantes vacíos, no dejan de serlo,
por su relación con los mismos, los elementos que sirven de base para la nueva
práctica política en tanto conocimiento para la emancipación, es decir el
Estado y la democracia.
No por nada habla el autor de –y por ello
titula su libro- reinventar la democracia, reinventar el Estado: la primera, en
tanto que desplazando su carácter formal y representativo por las nuevas formas
participativas de la ciudadanía; el segundo, recuperando el sentido que tuvo
para las teorías del Estado de bienestar y desarrollistas. Pero la exigencia de
reinvención de ambos términos sigue siendo problemática (si bien de Sousa
Santos acabe cruzando “democracia” y “revolución” afirmando que se tiene que democratizar
la revolución y, entonces, revolucionar la democracia ). El racionalismo
epistémico de su planteamiento vuelve sospechosa la invitación del autor
portugués a desplazar las epistemologías imperantes en las ciencias sociales y
de la política de origen eurocéntrico, etnocidas y epistemocidas, por una
epistemología de las emergencias, que sigue buscando diferenciar el caos del
orden en el seno de su concepción metodológica, reduciéndolos a momentos en el
conocimiento. ¿Quién podría esperar que el caos epistemológico tendiera a
organizarse o a desaparecer después del momento de orden? ¿Por qué deberíamos,
una vez comprendida la necesidad de abandonar esquemas epistemológicos
eurocéntricos, colonialistas y antipopulares, continuar sosteniendo una
concepción cientificista del nuevo hacer-saber sobre el cual basáremos las
nuevas perspectivas sobre el quehacer humano de nuestros pueblos y nuestras
colectividades? En otras palabras, ¿deberemos seguir concibiendo las
problemáticas sociales y políticas desde supuestas ciencias sociales y de la
política, o tendremos que abandonar los afanes de llamar ciencia a los nuevos
saberes y conocimientos que pujamos por crear? Si es menester que una acción turbulenta
sea la base para un pensamiento turbulento, su carácter espontáneo, que los
define, no puede quedar mensurado a la razón política. Falta una articulación
autónoma desde las mismas periferias y semiperiferias, que no sólo han de
refutar, rebatir, disputar y deconstruir los saberes y conocimientos
hegemónicos y etnocéntricos, también es imperioso que, si quieren –y si también
nosotros queremos- acabar con la contractualización del consenso liberal o
neoliberal, con sus retornos al régimen de la jerarquía y del status, y
neutralizar y disolver las diferentes formas de fascismo societal, construir,
crear y pensarse desde su interior, llámense los resultados epistemología,
conocimiento o sistema, pero que, en definitiva, siguen teniendo al predominio
del rasgo teórico sobre el práctico como obstáculo para llevar a feliz
realización todas sus intenciones. En cambio, pensamos que teoría y práctica
son dos expresiones o lados de una misma cosa, fenómeno, situación o ser, en la
acción en tanto que combinación de un hacer y de un actuar particulares, en la
teoría en tanto que su comprensión de la conexión de ese hacer con aquel
actuar, de ciertas acciones con ciertas circunstancias, de ciertos principios
con ciertas consecuencias, de ciertos discursos con determinados contextos de
su producción, reproducción, distribución, recepción y respuesta por otros
discursos y contextos equivalentes, etc.
Si la repolitización –que podríamos llamar
también repoliticidad o repolítica- de las prácticas de los movimientos sociales,
culturales y políticos, de la que habla Boaventura de Sousa Santos se sostiene
en lo que él llama experimentación política, también se la puede contraponer
con otra postulación de dicha repolitización, como por ejemplo la teorización
de la exposición política que, en diferentes textos y momentos, utiliza la
filósofa feminista queer estadounidense Judith Butler, en obras como Vida
precaria: el poder del duelo y la violencia, o en Cuerpos aliados y lucha
política: hacia una teoría performativa de la asamblea. Centrando su análisis
más en las historias particulares –ya sea individuales o colectivas- de
experiencias complejas, la autora se refiere a la necesidad de reconocernos
como seres que cohabitamos un mundo precario en constante vulnerabilidad, distribuida
la misma subrepticiamente por el poder soberano y la gobernabilidad del grupo
de poder que se encuentre en el gobierno y, por lo tanto, como seres
corporeizados e interdependientes, expuestos cada vez que actuamos en pos de
nuestra libertad de reunión a la violencia institucional, incluso a la
posibilidad de la muerte. La espontaneidad que se da cada vez que el pueblo
ejerce su derecho a la aparición en el espacio público, en la asamblea o en una
marcha por derechos, o para oponerse a determinadas políticas o a determinado
gobierno, o al mismo Estado, para poner o deponer a un gobierno, para disolver
a un Estado, etc.
Si en el caso de la exposición política, la
teoría impera por sobre la práctica, ello es merced al reconocimiento de que la
teoría se da y se construye conjunta y simultáneamente, con la práctica.
Más que en una sociabilidad fascista y
pluralista, que divide a la sociedad civil en zonas salvajes y zonas
civilizadas, mi perspectiva es que vivimos en un estado de excepción, es decir,
en una situación en la cual la política como práctica legítima, y ésta a su vez
como exigencia y ejercicio de la acción humana tanto para la convivencia como
para su rechazo, en el conflicto y en el consenso, ha desaparecido del seno del
sistema capitalista, así como para sus actuales detentadores en el gobierno
nacional, que practican una suerte de despolítica, una despolitización o
despoliticidad del mundo público, que podríamos denominar provisionalmente
desfantocracia –es decir un término que designa tanto la desaparición de un
poder como la legitimidad o legitimación de algún otro para desaparecerse a sí
mismo o para desaparecer a otros-, creando campos donde el derecho está ausente
en su ejercicio, y donde ciertos sectores y poblaciones objetivo quedan por
fuera de la ley, habilitando la violencia institucional. Una democracia que
contempla en su interior su propia suspensión, en casos excepcionales, como una
crisis económica o política, para su propia conservación, cada vez que las
calles, pública o privativamente, se convierten en campos de lucha y de disputa
agónica y antagónicamente, con la emergencia de nuevas formas de la acción
política, social y cultural, que han llegado a disolver, en ciertos casos, la
diferenciación entre lo público y lo privado, coincidiendo en este punto con de
Sousa Santos. Nuestra tarea, sin embargo, implica no sólo reconocer estos
problemas, sino también responsabilizarnos de nuestra propia condición como
seres interdependientes y expuestos, dar lugar a los excluidos como a los
incluidos, poniéndolos en igualdad de condiciones, así como de reconocer y
responsabilizarnos del goce y de su carácter de exceso, otro de los rasgos
constitutivos, como su ser político e histórico, del ser humano, sin
desmerecer, en su reconocimiento jurídico y político a los grupos disidentes,
las diversidades sexuales, los pueblos originarios y las comunidades naturales
–plantas, animales, por ejemplo-, dejándoles decidir a ellos bajo qué
criterios, con qué discursos, en qué lenguas, con qué nombres y con qué
derechos se incluyan o no al contrato, comunitario, democrático y popular,
debatiendo entre todes si siguen siendo la forma y el contenido de un contrato
social, moderno o ampliado, las aristas necesarias, suficientes y justas para
la turbulenta y mutante colectividad del presente, tanto global y
regionalmente, pero que debemos comenzar desde lo local, en nuestras propias
periferias y semiperiferias, ya sea para erigir un nuevo universal parcial, ya
para pararnos al mismo nivel de otros particulares, disputando la hegemonía del
plural y abierto campo de lo político, en un mundo vivo y despierto.
Bibliografía:
Agamben, Giorgio. Estado de excepción. Homo
sacer II. Traducción de Flavia Costa e Ivana Costa. Buenos Aires: Adriana
Hidalgo editora. 2005.
Agamben, Giorgio et al. Democracia, ¿en qué
Estado? Traducido por Matthew Gajdowskí. Buenos Aires: Prometeo Libros. 2010.
Butler, Judith. Cuerpos aliados y lucha
política: hacia una teoría performativa de la asamblea. Traducción de María
José Viejo. Bogotá: Editorial Planeta Colombiana S.A. 2017.
_____________ Vida precaria: el poder del
duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. 2006.
De Sousa Santos, Boaventura. Reinventar la
democracia, reinventar el Estado. Quito: Ediciones Apya-Yala. 2004.
[1] Trabajo final para el curso
Filosofías para la emancipación, dictado por el prof. Sebastián Artola, realizado
en COAD, Rosario, entre el 4 de junio y el 10 de septiembre de 2019.