jueves, 16 de abril de 2020

Caminos y derivas del pensamiento latinoamericano 2. Simón Rodríguez, maestro de la emancipación


El maestro DE Bolívar (1769-1854) fue, ante todo, un adelantado. Educador, reformador, filósofo, autodidacta e intelectual, leyó a Spinoza, Rousseau y otros pensadores ilustrados.
Sociedades americanas en 1828, un texto pequeño y ameno, es quizás donde sus ideas de madurez aparecen mejor plasmadas. Expresa aquí su deseo de ver una Latinoamérica unida, unidad que es axioma de su pensamiento pedagógico y filosófico, como la igualdad. Hombre de ideas, sus advertencias son el desdoblamiento de concisos pero concretos pensamientos sobre una realidad convulsa. Sin saberse si llegó a leer a Maquiavelo, distingue bien moral civil, moral pública, moral política y moral económica.
“La fuerza material está en la masa moral en el movimiento”, llega a formular. “Hasta aquí, las dos fuerzas han estado divididas.... la moral en la clase distinguida, y la material en el pueblo [...]ahora, es menester que vivan de otro modo”. Compara la situación de ambas fuerzas con dos especies de plantas: “las plantas que llevan, en dos pies distintos, los órganos de su jeneración,...en uno el polvo fecundante y en otro el jérmen de la semilla”, pero él quisiera que todos hicieran como “otras plantas que en un mismo pié, tienen los dos poderes”. ¿No será que Simón Rodríguez  está hablando, consciente o inconscientemente, de los dos poderes? Una discusión que, desde la Edad Media, enfrentó al Papa con los reyes, el primero con la capacidad única de aconsejar, como vicario de Dios, conservando de él su majestad, mientras los segundos gobernaban. En la modernidad, los reyes ganaron poder sobre las autoridades religiosas, quedando convertidos ellos en los reinantes, y sus ministros –que administraban- en los gobernantes; en las Américas, esto quedó patente por los delegados en los virreinatos, que gobernaban en nombre de sus reyes, demasiado lejanos éstos para mandar allí. Sin embargo, conste que Rodríguez, cuyo proyecto educativo estuvo siempre en tensión con la iglesia católica, se refiere a aquellas plantas “que en un mismo pie, tienen los dos poderes”. Además, no deja de decir que se traata de dos fuerzas, una material y otra moral: y, sin embargo, tradicionalmente, ¿no ha sido siempre la fuerza material la que hizo y la moral la que ordenó? Mejor dicho, ¿no ha sido, desde que la humanidad ha creado la desigualdad entre los semejantes, que la fuerza moral –ya sea en manos de sacerdotes o de reyes- mandó, y la fuerza material obedeció?
Lector de Spinoza, sin duda, porque dice: “todos se deciden a la acción por él [el principio, “la fuerza está en la masa- moral en el movimiento”], aunque no lo conozcan; pero.... la necesidad determina la especie de acción, y las circunstancias declaran la necesidad”. Más adelante, incluso agregará: “la persona moral no existe sin la persona real: — no hay atributo sin sujeto.
” No nos olvidemos que para Spinoza la mejor forma de gobierno era la democracia, mientras que para el alumno de Rodríguez, Bolívar, la república tendría que serlo, en ambos casos popular, y aquí entran la lectura de Rodríguez de Montesquieu, como la mención y elogio que de él hará, décadas más tarde, por Tocqueville.
Adelantado, también, a Marx, por su denuncia de los males de una educación –y, por extensión, de una intelectualidad- imperialista y colonial, a favor de programas mixtos, con escuelas en las que no sólo los hijos de las clases acomodadas, sino también los indígenas, los pobres y –como ya se dijo-, tanto hombres como mujeres tuvieran, en igualdad de condiciones, asegurados su derecho a la educación; un derecho de los pueblos a instruirse, a saber y a hacer, con la libertad y la igualdad como principios, los conocimientos como medio y la emancipación como fin. Una educación también popular, claro, e integral: una que no priorizase ni los oficios sobre las artes, ni las artes sobre los oficios –de carpintero, de herrero y de albañil-, sino que fuera integral; pero ¿por qué habría de repudiar la divulgación? Ésta es una de las tesis del pedagogo latinoamericano que debemos corregir, adaptándola a nuestros tiempos, en los que teoría, didáctica y práctica son fases indispensables de cualquier quehacer u obra, sin por ello quitarle su mérito. Adelantándose a Foucault, quien descubrió que quienes tienen el saber tienen el poder, Simón Rodríguez dice: “Con los conocimientos, divulgados hasta aquí, se ha conseguido que los Usurpadores, los Estafadores, los Monopolistas y los Abarcadores, obren legalmenteque sepan formar cuentas, y documentarlasenjuiciar demandasganar y eludir sentenciasen fin, que abusen impunemente de la buena fé, y se burlen de los majistrados. Desde que se han extendido los conocimientos en química y en el arte de grabar, ya no hay arbitrio que baste, para impedir la falsificacion de moneda, en metal ó en papel : difúndanse, un poco mas, las habilidades en que fundan las naciones cultas sus preferencias, y los salteadores llevarán los libros de sus negocios, en partida doble.”
Otra idea o noción fundamental en la obra del pedagogo bolivariano es la de la originalidad de la condición latinoamericana: “la América no debe IMITAR servilmente
sinó ser 
ORIJINAL.”
No deja de ser revelador el siguiente pasaje: “Entre millones de hombres que viven juntos, sin formar sociedad, se encuentra ( es cierto ) un gran número de ilustrados, de sabios, de civilizados, de pensadores, que trabaja en reformas de toda especie; pero que el torrente de las costumbres arrastra. A estos hombres se debe, no obstante, la poca armonía que se observa en las masas: por ellos, puede decirse, que existe un simulacro de vida social: sus libros, su trabajo personal, su predicacion, su ejemplo, evitan muchos males y producen algunos bienes: sin ellos, la guerra seria, como en tiempos pasados, la única profesion, ó la profesion favorita de los pueblos.”
“El BIEN, en el órden de que se trata, no es un don ni una dádiva ; sino una INCITACION al movimiento, ó una INTERDICCION que se le poneen ámbos casos es menester que el que se mueve, ó se contiene, haga un esfuerzo. Pocos ignoran la diferencia que hay entre EXCITAR é INCITAR:excitar, es hacer que otro ejecute un movimiento que le es propio y á que está dispuesto : Incitar es hacer que ejecute cierto movimiento que no le es propio, ó á que no está dispuesto : en el primer caso se provoca—en el segundo se influye.
      Si los pueblos no entienden lo que se les dice, ni saben hacer lo que se les aconseja ó manda ¿qué conseguirán de ellos sus Representantes, con discursos y con planes?....FASTIDIARLOS. ¿Qué bien podrán hacerles?”
Mientras que por un lado llama la atención que la igualdad sea en su obra principio y no meta, razón por la cual se lo ha comparado con Ranciere, su texto finaliza diciendo que, sin divulgar sin más conocimientos en el pueblo, se debe generalizar toda educación, así como considera que la misma implica no una suerte de voluntad general, sino una creación original de voluntades; lo que sigue preocupándome es, empero, que diga que, a pesar de implicar no una mera provocación sino una incitación, dicha incitación se limitaría a influir en el pueblo para que éste entienda lo que se le dice, como si del mismo pueblo no pudieran surgir, como pueden bien surgir los votos para elegir a los representantes, los propios representantes del pueblo. ¿Es paradójico? Sí, pero quizás mejor sería llamarlo problemático; como también debiéramos desconfiar de la comparación entre el pensamiento de Rodríguez con el de Ranciere, sólo porque compartan la consideración de la igualdad como principio en lugar de como fin, cuando al mismo hay que agregar el de la unidad, sin olvidar el de la libertad; pero, si la libertad ya no es el fin, si la liberación ya no es la meta de la revolución a la que aspiran los pueblos americanos por ella –la revolución-, ¿cuál será? Si la meta ya no es alcanzar la libertad, como Hegel y Marx creían, sino desplazar y ascender a carácter de axioma el supuesto de ser todos libres e iguales, y los medios son los conocimientos con su programa –educativo, económico, político, científico-, ¿cuál es el fin? ¿No será la vida en común, en la que la liberación, convertida en emancipación cotidiana, lucha para el mutuo sostenimiento y crecimiento –las plantas de Rodríguez-, como forma de ir cerrando las brechas sociales?
¿No será que hemos llegado, sin quererlo o saberlo, casi insospechadamente, a la cuestión de la política como su puesta en crisis, en forma de medios sin fines? Esa crisis la habíamos remitido, hasta ahora, al siglo XX, con las dos Guerras Mundiales como umbrales y telones de fondo de su pasaje de la vida política a la disgregación y fragmentación de la vida social, constatada por Arendt y Benjamin en los autoritarismos y totalitarismos europeos, y durante la Guerra Fría, en lo que algunos llamaran “guerra civil mundial”. Pero antes, es necesario que retrocedamos a la Antigüedad, cuando las guerras civiles suponían una temporal descomposición del orden político, tiempo durante el cual, excepcionalmente, cada gobernante decidía el sentido de la necesidad, mientras las mayorías morían o quedaban inermes, por quedar desatendidas sus más básicas necesidades. Entonces, la política como puesta en acto de una comunión o comunicación de gestos, de palabras y de movimientos, cedía su lugar a la mera vida, al mero acto de sobrevivir, para resguardar el orden social, en pleno desorden.
Pero, como bien nos recuerda Rousseau en sus Escritos políticos, la noción de que no hay ley que valga durante una guerra que no sea la de las armas y la de la fuerza, no era solo una declaración de un particular estado de cosas por Cicerón; en Europa, las guerras civiles eran un mal constante. Una vez conseguida la paz, se optó por llevar las guerras a otras partes; una vez descubierto el continente americano, a medias o no, las guerras de conquista precedieron a la imposición por normas y leyes del imperialismo europeo. Sólo las guerras de independencia, junto con las rebeliones indígenas, aún en estado de excepción, pudieron reponer el sentido de una búsqueda de libertad, unidad e igualdad de los pueblos contra los invasores; pero una vez acabados los procesos independentistas, resultó que una segunda colonización se vio acomodada, bien instalada, al interior de sus naciones: económica, cultural y de clase, la re-conquista de nuestra América demostró, una vez más, la paradójica realidad: las guerras por las independencias del Viejo Imperio se habían ganado; pero se había perdido la batalla por unas culturas propias y por gobiernos política y económicamente soberanos. Paradójicamente, la vencida escondía una derrota; perder una sola batalla fue peor, entonces, que perder una guerra, que sin embargo se había ganado. Sólo durante la segunda mitad del siglo XX, las cosas volverían a ser puestas en cuestión.
Entonces, volviendo a lo que veníamos diciendo más arriba: la fragmentación social y política de los pueblos no es reciente; no comenzó con las dos Guerras Mundiales o con los regímenes antidemocráticos que colaboraron en sus gestas; no, la cosa –la crisis de la política- es anterior, viene desde comienzos del siglo XIX, ya que lo que se ponía en cuestión, lo que estaba en crisis, eran las mismas instituciones y, con ello, todas las tradiciones occidentales que habían mantenido, desde su arribo oportunista en 1492, lo que, junto con ellas, era considerado política: y es cuando, en un momento histórico en el que el triunfo independentista aún no es seguro, cuando Simón Rodríguez está pensando sus ideas y aconsejando sus reformas –para nada graduales y sí muy radicales-, ya sea en sus viajes por Europa y, más tarde, en su vuelta al continente, incluso en su derrota como hombre político, que las instituciones bajo cuyo patrocinio reino y gobierno, mando y administración, se sustentaba el poder colonial, que hacer política había consistido, hasta el comienzo de las gestas independentistas, en administrar las colonias, en difundir lo que la iglesia decía, en ejecutar los planes de las Coronas. Serán ideas como las del propio Rodríguez las que ayuden a impulsar el movimiento de liberación independentista y latinoamericano; la política como movimiento, educando a las masas, empoderando al pueblo para volverlo consciente de sus capacidades.
En otras palabras, digamos que, para Rodríguez la unidad de los pueblos latinoamericanos será bajo una educación nacional y popular, o no será; la educación será pública, social y popular, o no será nada.

Caminos y derivas del pensamiento latinoamericano 1. ¿Existe un pensamiento latinoamericano?

Sí, como pregunta, como el lector ya vio: ¿existe un pensamiento propiamente latinoamericano? Y, de ser afirmativa la respuesta, ¿cuál sería?
En su artículo ¿filosofía latinoamericana?, Oscar Terán sostiene que sí, pero su especificación, su definición del sentido de “filosofía latinoamericana” es un decidido vuelco por la mezcla, por un pensamiento híbrido que, según piensa él, no puede ser original, porque está injerto de herencias y tradiciones que le es imposible ignorar: los clásicos, los pensadores modernos e ilustrados, los nuevos teóricos del pensamiento nacional. Contra dicha postura, José Pablo Feinmann, en su texto Espacio y tiempo en la filosofía nacional, se decanta por una opción distinta; aboga porque consideremos que, no solo existe, afirmativamente, una filosofía latinoamericana, sino que, incluso, esa filosofía es original y, por su vocación como rasgo teórico distintivo de nuestra región y época, al servicio de los intereses de naciones y pueblos, tiene la tarea de disputarle a la filosofía triunfante, eurocéntrica e imperialista, su lugar hegemónico en las academias del mundo entero.
Concordando más con esta última perspectiva, sin embargo hemos de agregar algo más. Es lo que, resumiendo, apunta, bajo su propia visión de la cuestión, Alcira Argumedo en un texto de la época, nada reciente, pero no por ello menos interesante; de hecho, su trabajo hace más que agregar otra voz al debate. Por cierto, su obra se llama Los silencios y las voces en América Latina.
Es que, mientras en la Europa ilustrada Rousseau y Voltaire, Kant y Herder, y después durante el romanticismo, con Hegel y Marx, hasta llegar a comienzos del siglo XX con Weber, están pensando y escribiendo sus grandes obras y sistemas, que si no ignoran a América Latina, apenas la suponen, como hace Rousseau, que utiliza su imagen para ubicar al buen salvaje, indican su carácter de región sin historia, como haría Kant, o acaban, en el mejor de los casos, colocándola en un lugar de segunda en el gran esquema de la historia universal, como al final ensayaran Hegel y –sorprendentemente- Marx; mientras, es en América latina, nueva geografía de conflictos y de disputas, donde se están gestando los proyectos, programas e ideas que prefiguran o acompañan a los mismos movimientos y procesos independentistas.
Desde actores como los conductores de las insurrecciones y rebeliones indígenas, como Atahualpa y  Tupac Amaru, pasando por los ideólogos de las revoluciones –Castelli, San Martín, Belgrano, Bolívar, Martí, entre otros-, la Generación del 37 –Alberdi, Sarmiento y Echeverría-, los grandes maestros como Simón Rodríguez, hasta llegar al nuestro pasado y cercano siglo XX, con personalidades como Ricardo Rojas, José Ingenieros, Gilberto Freyre, José Carlos Mariátegui, José Vasconcelos o Carlos Astrada, constatamos una extensa trayectoria intelectual al interior de nuestra América.
Argumedo aboga por redescubrir todas estas voces, cuando en los debates académicos y academicistas predominan sus silencios, sus ausencias: se silenciaban -¿continúan silenciándose?- las ideas y prácticas sociales, nacionales y populares –de Mao Zhedong y de Perón, por ejemplo- por sus fuertes y decisivas apuestas por implicarse en la militancia política, tildándolas de “fascistas” o de “populistas”, de simplistas o paternalistas, sectarias y arrogantes. ¿Por qué “la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación” –expresión de Perón- carecería de interés académico? En cambio, ¿no será, justamente, a causa de ciertos intereses, que ocultan con sus gergas, discursos y lenguajes académicos, pretensiones y deseos imperialistas y antipopulares, que seguimos asistiendo a tantas injusticias repetidas, que los más siguen viviendo en condiciones indignas, que nuestros pueblos siguen, mayoritariamente, infelices, pese a tantas buenas y bienintencionadas ideas, a tantos sistemas y cálculos precisos, aún así tan inexactos?
Para Alcira Argumedo, por supuesto –y es con lo que concluye su ensayo-, ello es así; ¿y cuál es su respuesta? Abogar por un amplio y ampliado pensamiento latinoamericano que, siendo matriz en relación con los grandes paradigmas de los centros de poder europeos, no sólo dispute a esos mismos paradigmas su posición hegemónica como creencias universales, sino también, autónoma y autonómicamente, buscar su propia auto-definición y separación de los mismos. En otros términos, más que ser una o unas filosofía/s alternativa/s, se trataría de un pensamiento –intelectual, literario, filosófico, político, social, económico, etc.- singular que no sólo le dispute a los pensadores europeos y al mismo pensamiento eurocéntrico triunfante su puesto como única propuesta, sino reconocerse a sí mismo en su singularidad.
Para nosotros no se trata de una independencia o dependencia absolutas de nuestros pueblos y de sus intelectuales e ideas del resto; estas matrices, este aglutinamiento de múltiples caminos, tradiciones, creencias y actitudes vitales y culturales, son realidades interdependientes. Las singularidades, individuales y colectivas, se juntan, se multiplican, se reconocen y, si llegan a unirse, se abrazan y gozan, soberanamente, de sus suelos, de sus raíces y de sus patrias, sin olvidar por ello, sin descontar por ello, dialogar, críticamente, con otras tradiciones, con otros caminos, con otras ideologías, con otras culturas y propuestas de cambio social y político. Pero con conocimientos situados desde las regiones locales, nacionales y continentales; embarcados a comienzos de este nuevo milenio, ya ni siquiera podemos hablar de unidad sino de unidades; sea regional, continental o mundial, desde el sur y frente al norte, con o sin títulos universitarios, cimentados en creencias populares o en mitos nacionales, en religiones comunitarias, desde la humildad de un oficio o de una clase entre los pobres y los sectores medios, hoy las matrices, que siempre tuvieron un lugar en el mundo, aunque fuera de segunda y de subordinación a los imperios, las periferias subordinadas a los centros; no les basta con reconocerse a sí mismas y a las otras; tienen, como tercer tarea, que reconocerse en las otras. No destruir los paradigmas establecidos, pero tampoco conformarse con su posición de matrices; más bien, pretendiendo transformar los paradigmas al transformarse a sí mismas, desestructurar los viejos paradigmas, poner en evidencia su estructural carácter de precaria consistencia, de contingencia en lugar de sustancia.
¿Cuál es, entonces, nuestra respuesta? ¿Existe un pensamiento latinoamericano? Sí. Pero ya no es aquel que nace en las universidades y vuelve al pueblo; es y será aquel que, nacido del pueblo, entra en las universidades y, al volver a su seno, de donde salió, de donde emergió para germinar, ya no sólo da sus frutos: los reparte. No es la luz que los académicos encienden en el pueblo; es el fuego que los pueblos encienden, en el incesante vivir cotidiano, al constatar que, al final de cada día, ser, vivir, actuar y pensar son todas expresiones de unos mismos deseos, en una rueda que no deja de girar, de devolver sus frutos: la igualdad y la libertad son principio, medio y fin.