domingo, 23 de agosto de 2020

Farenheit 451: el hombre como fuego

A 100 años del nacimiento del genial escritor que fue Ray Bradbury, dedicamos esta entrada a su novela más famosa, Farenheit 451.
"El fuego se cambia por todas las cosas y todas las cosas por el fuego, así como el oro por las mercancías y las mercancías por el oro." Heráclito, 90.

Entre El peatón y Fahrenheit 451, median demasiados interregnos, como los dos años que separan ambos textos –publicado el primero en 1951, y en 1953 el segundo-, por no agregar el obvio dato de que el primero es un relato bien corto, mientras el último es –quizás exageradamente, quizás no tanto- la novela más famosa del autor. Digo más famosa, y no la mejor o su mayor hito literario, porque ello equivaldría a afirmar que, para el propio Bradbury, así lo fue. En verdad, como él mismo dice en el nuevo prólogo de 1993, “cinco saltos” preceden su creación[1]. Pero, por otro lado, el mismo Bradbury no admite sentirse, mientras va divagando sobre esos antecedentes, en lo más alto de su producción; así, nos enteramos de que es una ficción –creada tal vez a pesar de sí mismo- por algunos aficionados, entre rumores y nostálgica admiración, la que invita a creer eso; pero como ya hemos tenido ocasión de constatar, Bradbury nunca escribe como si esperase que sus obras llegaran más allá de la máquina de escribir, nunca preparado para el éxito que, al final, cosecharían a lo largo del tiempo, ya fuera de su control, en manos de lectores y editores impresionados por sus escritos. Como Asimov, sus sueños literarios se expresan mejor en la inmediatez de la lectura en la más bien episódica, espontánea y, al parecer, incluso instantánea, relación de sus experiencias –como lector y estudiante, como paseante- con sus impresiones vitales. Un momento vivido lo mueve o lo impulsa a escribir alguna idea, todavía sin un estilo claro, y de repente, casi sin quererlo o sin esperárselo, un nuevo ser nace de su cabeza, de sus atropelladas ideas, en un par de páginas desde una máquina de escribir en un sótano, que comparte con otros tantos jóvenes como él, sin mucho dinero.
No nos detendremos en el contenido mismo de la novela, no es nuestro cometido resumir ni describir en las páginas que siguen su “trama”; quienes ya –como el autor de este texto- ya la han leído, la conocen suficientemente bien, con todo lujo de detalle; quienes no, pueden ir a leerla y, si lo desean, incluso comparar su registro textual con su versión cinematográfica más reciente. En cambio, más que explicarla, lo que ensayaremos aquí será una suerte de interpretación propia, sin descontar ni desmerecer la obra misma.
Conocemos, por lo demás, las razones del título: 451 grados Fahrenheit es, en primer lugar, una medida matemática para una comprobación física, la temperatura a la que arde el papel. ¿Y Qué papel es el que arde? ¿Y quiénes ejecutan, quiénes inician los incendios que queman los miles de papeles? Ante todo, los “bomberos”, esos temidos personajes que, de noche a noche, son enviados a las casas de los últimos lectores que aún quedan en el mundo. En una ciudad cuyo nombre nunca se menciona, en la que sus habitantes se esconden en sus casas, todas iguales, todas monótonas, último bastión humano que, sin embargo, casi completamente desprovisto de humanidad, permanece como zona de confinamiento voluntario, del que se vuelve prácticamente imposible e inviable escapar, junto a las calles vacías, donde las personas se mueven solo en coche, y el “peatón” es, como el “lector”, una figura jurídica o cuasi-jurídica de la expulsión del sistema de vigilancia y control social.
Mientras que en El peatón, lo que se prohibía –discrecionalmente, tanto entonces como ahora- era el simple caminar, la prohibición cae ahora sobre el mismo acto de pensar, se extiende a la misma fuente mental de la condición humana,, a saber la del pensamiento, y su libertad. Entonces, la policía aparecía en tanto que paradójico dispositivo de su propia ausencia en tanto que relación con sus “objetivos” –tradicionalmente, sabemos que el sujeto policial es el mismo policía, mientras que el objeto es el que es vigilado y sospechado por el primero de un delito, ya sea en potencia o en acto-, en forma de un automóvil patrullero automatizado, que se lleva –y que no “detiene”, que no se “lleva detenido”- al “Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas”, en la novela de la que nos ocupamos ahora, se menciona a los policías de carne y hueso, pero como en el primer caso, siguen estando ausentes. Los bomberos hacen las veces de la policía en este caso, como los principales agentes y ejecutores de un régimen distópico que sin embargo también padecen, y cuyos representantes ignoran. Quien más lo sufre, evidentemente, es el protagonista, Guy Montag, atrapado en la paradójica situación que lo hace tanto un ejecutor activo de dicho régimen y, al mismo tiempo, lo vuelve uno de sus habitantes más infelices. No es -al menos no lo es sino hasta el final- una de sus víctimas directas; pero no desconoce que las hay, llegando incluso a apiadarse de una anciana a la que van a quitarle, a quemarle, sus más ansiadas posesiones, sus libros.
Entonces hay dos acontecimientos singulares que cambian su perspectiva, si bien ya desde hace tiempo, el mismo Montag insinúa esconder algo -¿algún libro, quizás?- en su propia casa, a espaldas de su propia esposa. El primero, que en realidad será uno de muchos, es su encuentro con una joven adolescente, Clarisse, a quien descubre un día tras salir del trabajo, rumbo al metro que lo conduce a su casa. Aunque son vecinos, Montag se sorprende al darse cuenta de que nunca antes la ha visto. Es ella la primera persona –sino la única- que lo despierta de su sopor cotidiano. Sus extrañas respuestas, su personalidad infantil, su espontaneidad, son todos rasgos que contrastan con las propias características del bombero, quien hasta ese momento se veía a sí mismo como una de tantas personas rutinarias y soporíferas de esa sociedad que, más que una sociedad, se asemeja a un simulacro social.
“tengo diecisiete años y estoy loca. (...) ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.” Le dice ella en su primer encuentro a Montag, mientras ambos caminan a casa, sin tomar el metro. Se sorprende aún más cuando ella suelta: “¿Sabe? No me causa usted ningún temor. (...) Le ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...” (Bradbury, 1993, p.14). ya en el presentimiento del propio Montag, su anticipación es más la sospecha del hombre acorralado de la sociedad de la inseguridad y del control[2], que la de un simple caminante ocasional, más abordado por la muchacha que sencillamente alcanzado por ella en su caminar, y solo entonces su vida cotidiana se interrumpe, es interrumpida por la presencia imprevista e inesperada de Clarisse, con sus palabras, con su perfume y con sus ademanes juveniles, los de alguien vivo y auténtico, que se manifiesta como la excepción a la regla, “loca”, “insociable”, y cada vez que el encuentro con Montag se repite, no es ya como el primero; algo ha cambiado con respecto al primero, y algo en el mismo Montag se ha modificado también, en cada uno de esos esporádicos encuentros con ella. Entonces, ella le pregunta si es feliz; él contesta, no sin cierta irritación, que sí, pero una vez en su casa, ya en la soledad de su cuarto herméticamente cerrado, se da cuenta de que, pensándolo mejor, es muy infeliz[3].
La presencia de esa muchacha –de su rostro, de sus ojos vistos a la luz de la luna, su perfume- revela a Montag, devolviéndole en el momento en que se le aparece, para hacerse presente, el sentido olvidado y disuelto de un tiempo pasado, casi completamente enterrado en su memoria, de su infancia; le recuerda a una vela en mitad de la oscuridad, durante una noche sin luz eléctrica. La llama de esa vela, recuperada a la manera de una constelación, revivida en la llama de la vela que es el rostro de la muchacha, su perfume, sus palabras, al mirarla con detenimiento, al escucharla, al compartir con ella una íntima develación, distinta, opuesta, se opone radicalmente a la llama de las hogueras que los bomberos encienden en las casas a las que son enviados a quemar los libros de unos pocos, que convierten al papel que queman en cenizas, y cuyo olor y regusto a gasolina permanece permanentemente en sus cuerpos. La revelación que se tiene al estar en presencia del otro, y la que la presencia del otro me revela, no es otra cosa que la de la condición coexistencial de lo humano, en el instante de la mutua presencia, cuando la espontaneidad de la sensibilidad puede aparecer, reingresando al estado de estancamiento de las libertades y del tiempo vivo del ser. Con los sucesivos encuentros inconstantes de Clarisse con Montag, el elemento que había sido deliberada e implícitamente expulsado del sistema simulador de vida en general, y de Montag en particular, puede reingresar al mundo estancado que, sin él, se creyó autosuficiente y completo pero, como bien sabemos por el propio tedio del protagonista, estéril, devolviéndole a su vez su consciencia de ese tedio y de esa esterilidad, aunque sin poder devolverlo a un mundo anterior al suyo, y mostrando ya desde este punto inicial de la narración, la fragilidad del sistema mismo, hasta su posterior estallido y búsqueda de uno distinto.
EL segundo momento es el del despertar de su conciencia de culpa, cuando la anciana en cuya casa irrumpen los bomberos, pero que insiste en quedarse, prendiéndose fuego ella misma, ante el horror y el desconcierto de los bomberos mismos. Antes, los libros que aquellos desparraman en montones, obscenamente, caen sobre Montag, que se sorprende leyendo una línea al azar de uno, consigue rescatar el siguiente que cae entre sus manos, guardándoselo en su axila, a espaldas de sus propios compañeros.
Sorprende, por otro lado, lo que el capitán Beatty replica a la anciana: “¿Dónde está su sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido.” (Bradbury, 1993, p.37).
Lo que ahora se nos revela no es ya aquello que el sistema intenta, más o menos exitosamente, más o menos infructuosamente, expulsar, sino, en cambio, lo que en efecto, de hecho, él mismo es. Una sociedad vacía, mecánica, superflua, en la que el pensamiento vía la lectura –su principal manifestación visible en la obra- está más eficazmente imposibilitado, más eficazmente suprimido, en tanto que la legitimación de su imposición como única opción vital se ejecuta, en contra de lo que se nos venía diciendo hasta ahora, por medio de su anulación, no mental, sino cultural y social. No hay una lucha de clases, una guerra declarada del régimen contra los intelectuales y escritores; en cambio, lo que se pone de manifiesto es, sorprendentemente, la resignación sin más, la aceptación sin trabas pero sin una imposición explícita y directa, del mismo estado de apatía y confort; se trata de un “estado distópico” del que, si bien da señales por todas partes de estar ante una especie de dictadura implícita, parece operar mucho mejor al interior de un régimen democrático[4][5], reemplazado el dispositivo policial por el de los bomberos que queman los libros, por un lado, y por una cultura puramente banal, vacía completamente de sentido, con los programas de televisión mural, en las casas y en las escuelas, por otro. Así, cuando en otro de sus encuentros con Clarisse, Montag la interroga sobre por qué no está en el colegio, ella le suelta: “Creen que soy insociable. No me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo se entienda por ser sociable, ¿no? Para mí, representa hablar de cosas como éstas. (...) O comentar lo extraño que es el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de gente y, después, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de trascripción o de reproducción de imágenes, y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas, o por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte las respuestas ¡zas!, ¡zas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas, y todos nos decimos que es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el día, sólo somos capaces de acostarnos” (Bradbury, 1994, p.30). Y agrega: “me gusta observar a la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro», y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van. A veces, incluso voy a los parques de atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren los arrabales de la ciudad a medianoche y la Policía no se mete con ellos con tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil, todos contentos. A veces, me deslizo a hurtadillas y escucho en el «Metro». O en las cafeterías. Y, ¿sabe qué? (...) La gente no habla de nada. (...) Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. En los cafés, la mayoría de las veces funcionan las máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical encendida y todas las combinaciones coloreadas suben y bajan, pero sólo se trata de colores y de dibujo abstracto.” (Bradbury, 1993, p.31).
Importa poco de qué régimen se trate; lo que en realidad importa, aunque solo sea para los menos, para los que comienzan a despertar, así como para los lectores, que están fuera del texto y de la sociedad que configura, es la irrelevancia, la inimportancia de todo; la monotonía que, circularmente, hace funcionar a un sistema que, hacia adentro, es mera forma, mera máquina de repetición, para la cual no solo el “tiempo normal” yace estancado fuera, sino que, y esto es lo más asombroso, es que ni siquiera existe, para dicho sistema el tiempo es como si estuviera ausente, y lo que lo reemplaza es una fabricación sin sentido de un tiempo nuevo y paradójicamente estanco, un “tiempo detenido en el tiempo” o, si se prefiere, un “tiempo fuera del tiempo” de la sociedad, que desliga a sus sujetos de la misma, convirtiéndolos en meros individuos separados, en cosas que circulan en su interior, para aceitarla, para su eficiente funcionamiento; pero una máquina no tiene alma, carece de espíritu; no puede siquiera evolucionar y cristalizar en una mente si, en verdad, sostenida por sí sola, no consigue sostener sino una mera simulación de vida, de tiempo y de espacio, y sus engranajes no sirven sino a quienes, desde otro lugar, invisibles, manejan sus mecanismos. Si no posee en sí la capacidad de mostrar las lagunas de sus mismos fundamentos, entonces está hecha como carente de todo pensamiento, haciendo aguas a causa de otros, pero también en ella misma. Esta máquina está, así construida, imposibilitada de lo que ella misma prohíbe, pero por lo mismo que prohíbe, su rigidez la condena al fracaso; una máquina falta de mentalidad, pero que, sin embargo, expresa la vigilancia de una mentalidad que, consciente o inconscientemente, se quiere a sí misma como la única posible.
Los bomberos tienen sus signos propios: el número 451 pintado en sus cascos y bordado en las mangas, la salamandra en el pecho de los trajes, los manuales diminutos con indicaciones simples y sin ambigüedad alguna; y sus artefactos físicos: el perro mecánico, los lanzallamas, el vehículo que los transpora. Todos signos puramente instrumentales, definitivos; en su semiótica, no existe lugar para la equivocidad de los significados, para la plasticidad de las palabras, para la singularidad de los símbolos. Lo único que sustenta su uso es su eficiencia, su eficacia instrumental; sin embargo, hay que reconocerle al sistema seudo-social de los bomberos su valor como imposición significante –a la vez que como impostor de valores-, como máquina semiótica del terror –o del miedo- que colabora a instalar, su complemento y sostén simbólico. ¿Qué mejor máquina de signos para semejante mundo de opresión que la de los bomberos, denotativa de inmunidad ante el peligro de las llamas, y connotativa de protección y de seguridad sociales ante los “anormales”?
Como reverso de ese mismo aparato semiótico, aquel otro que, por su parte, si bien es absolutamente distinto al del bombero, es el de los programas televisivos; una retórica vacía de contenido, cuyos efectos se reducen al entretenimiento, escenario de las imágenes sin fondo, de los diálogos sin escena, de los objetos sin sujeto alguno, de la pura repetición homonímica de enunciados sin referencia a interlocutor alguno, en que el valor de los interlocutores se pierde, desvanecido en la laguna de enunciados que se unen sin hilo, que se juntan sin entramado alguno, que no dicen nada, sino que son la verificación seca y banal de estados de ánimo insípidos, que no buscan hilar un sentido de la vida, sino mostrar la apariencia de tramas vacías que, de ser tocadas con el más pequeño alfiler, se deshilacharían en una incoherente e inconexa serie de hilos sueltos. “Él yacía lejos de ella, al otro lado del dormitorio, en una isla invernal separada por un mar vacío. Ella le habló desde lo que parecía una gran distancia, y se refirió a esto y aquello, y no eran más que palabras, como las que había escuchado en el cuarto de los niños de un amigo, de boca de un pequeño de dos años que articulaba sonidos al aire.” (Bradbury, 1993, p.39).
Llega incluso el momento en que, una vez en casa después del trabajo ese mismo día, Montag descubre que ni él ni su esposa recuerdan cuándo ni dónde se conocieron. El recuerdo de otro instante en su mente lo sacude, lo arranca del presente llevándolo al pasado, y del recuerdo del pasado a la futilidad del presente; el diente de león de Clarisse, un simple pedacito de algo insignificante, diminuto, pero lleno de luz por un segundo, en las manos de la joven, al frotarlo en su cara primero, y en la de Montag después. El diente de león no lo había manchado entonces; pero ese juego tan extraño le revela, vuelto al presente, su actual condición de vacío; un vacío cada vez más grande entre él y su esposa, entre él y el resto de quienes lo rodean. “Bueno, ¿no existía una muralla entre él y Mildred pensándolo bien? Literalmente, no sólo un muro, tres, en realidad. Y, además, muy caros. Y los tíos, las tías, los primos, las sobrinas, los sobrinos que vivían en aquellas paredes, la farfullante pandilla de simios que no decían nada, nada, y lo decían a voz en grito. Desde el principio, Montag se había acostumbrado a llamarlos parientes.” (Bradbury, 1993, p.41))
La furia lo precipita a gritar; su esposa reacciona encendiendo algún aparato en las paredes, pero solo consigue aumentar su dolor de cabeza, en lugar de ayudarlo a desaparecer. “Una gran tempestad de sonidos surgió de las paredes. La música le bombardeó con un volumen tan intenso, que sus huesos casi se desprendieron de los tendones; sintió que le vibraba la mandíbula, que los ojos retemblaban en su cabeza. Era víctima de una conmoción. Cuando todo hubo pasado, se sintió como un hombre que había sido arrojado desde un acantilado, sacudido en una centrifugadora y lanzado a una catarata que caía y caía hacia el vacío sin llegar nunca a tocar el fondo, nunca, no
del todo; y se caía tan aprisa que se tocaban los lados, nunca, nunca jamás se tocaba nada. El estrépito fue apagándose. La música cesó. (...) Algo había ocurrido. Aunque en las paredes de la habitación apenas nada se había movido y nada se había resuelto en realidad, se tenía la impresión de que alguien había puesto en marcha una lavadora o que uno había sido absorbido por un gigantesco aspirador. Uno se ahogaba en música, y en pura cacofonía.” (Bradbury, 1993, p.42).
Los bomberos son, como dice el capitán Beatty, los “Censores oficiales”, los “jueces y ejecutores”. En un mundo en el que todas las casas son ahora ignífugas, el papel de los bomberos ha sido completamente trastocado, sufriendo un giro de ciento ochenta grados: ya no se encargan de apagar los incendios, sino que su nueva tarea es la protección de la “tranquilidad de espíritu”, del “pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores” y, para ello, tienen que provocar nuevos incendios, necesarios para que los odiosos, antipáticos e in-apaciguadores libros desaparezcan, para que no molesten a nadie, para que todo el mundo pueda vivir en paz, feliz y entretenido (Bradbury, 1993, p.52). Pero semejante tarea implica, como contrapartida, una angustia insoslayable, la de cerrar los ojos y los oídos a todo aquello que nos resulte molesto, extraño, distinto, que sacuda nuestras conciencias y arranque de lo más profundo de nuestro ser sentimientos y emociones incontrolables, como el miedo o la ira, que nos provoquen lágrimas o sonrisas, porque con los personajes, con las historias y con sus autores, somos capaces de identificarnos y de extraer, vía la lectura singular, siempre algo nuevo. Esos sentimientos y esas emociones, empero, una vez despertados por la lectura, ya no pueden volver a dormir tranquilos, ya no es posible tampoco someterlos o controlarlos automáticamente por medio de artefactos o dispositivos específicos; sería mucho más interesante –aunque también difícil- convertir a los mismos libros en dispositivos, como peligra en convertirse el I Ching en la novela dickiana, pero incluso esto se vuelve, a la larga y gracias a los intercambios infinitos de impresiones y de lecturas, de escrituras incluso, casi un autoengaño; como nos decía Bradbury al final del prólogo, sus personajes –nosotros agregaríamos que las historias también- han adquirido vida, les ha dado él mismo no solo la capacidad de vivir al interior de su texto, sino el salir y andar más allá del mismo texto original y, una vez puestos en texto, una vez puestos a vivir y a andar fuera de las manos del autor, su circulación y reinvención ya no puede detenerse.
La “semiótica del fuego”, no es el único otro aspecto del “régimen de la quema”, uno en el que está prohibido tanto pensar como leer; podríamos incluir además el aspecto arquitectónico, al que en una ocasión la propia Clarisse se refirió entonces: “«Nada de porches delanteros. Mi tío dice que antes solía haberlos. Y la gente, a veces, se sentaba por las noches en ellos, charlando cuando así lo deseaba, meciéndose y guardando silencio cuando no quería hablar. Otras veces permanecían allí sentados, meditando sobre las cosas. Mi tío dice que los arquitectos prescindieron de los porches frontales porque estéticamente no resultaban. Pero mi tío asegura que éste fue sólo un pretexto. El verdadero motivo, el motivo oculto, pudiera ser que no querían que la gente se sentara de esta manera, sin hacer nada, meciéndose y hablando. Éste era el aspecto malo de la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar. Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más jardines donde poder acomodarse. Y fíjese en el mobiliario. Ya no hay mecedoras. Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande por ahí.” (Bradbury, 1993, p.55).
Un año antes, Montag ha tenido un raro encuentro con un profesor de literatura retirado en un parque. Se llamaba Faber. Le habló de poesía, contemplando todo lo que los rodeaba; escondía un libro de poesía en su bolsillo. Le dijo entonces a Montag: “No hablo de cosas, señor (...) Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo.” (Bradbury, 1993, p.61). ¿Dónde encontrará, entonces, nuestro protagonista, la ayuda que busca? Si su esposa no puede dársela, alguien más tendrá que hacerlo. “«Me siento entumecido (...) ¿Cuándo ha empezado ese entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? (...) El entumecimiento desaparecerá. Hará falta tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí. Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido. Incluso la sonrisa (...), la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella estoy perdido.» piensa Montag en el Metro hacia la casa del viejo profesor retirado. Una vez allí, y con un ejemplar rescatado de la Biblia, ambos se sorprenden; pero Faber le dice a Montag que lo que él necesita no son los libros, sino las cosas que estaban en ellos. En sus propias palabras, Faber continúa así: “No, no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros. (...) ¿Se da cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad.” (Bradbury, 1993, p.67).
Faber concluye diciendo que lo que necesitan son tres cosas: calidad, ocio y “el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos.” (Bradbury, 1993, p.68). Una vez emprendido el camino de la lectura, ya no puede parar. Pero Montag, con la vocecita de Faber en su oído por un lado, y la engañosa voz de Beatty, por otro, tiene todavía que decidirse; el camino del primero se asemeja al del Sócrates platónico –“¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía de la mayoría!”-, mientras que la del segundo es la del sofista, aquel que o bien utiliza los libros y sus palabras para convencer y engañar, o bien se deshace de todos ellos, al demostrar su incoherencia y su inutilidad en conjunto: “Oh, te has asustado tontamente (...) porque he hecho algo terrible al utilizar esos libros a los que tú te aferrabas, en rebatirte todos los puntos. ¡Qué traidores pueden ser los libros! Te figuras que te ayudan, y se vuelven contra ti. Otros pueden utilizarlos también, y ahí estás perdido en medio del pantano, entre un gran tumulto de nombres, verbos y adjetivos. Y al final de mi sueño, me he presentado con la salamandra y he dicho: «¿Vas por mi camino?» Y tú has subido, y hemos regresado al cuartel en medio de un silencio beatífico, llenos de un profundo sosiego.” (Bradbury, 1993, p.85).
Cuando, al final acabe con su capitán, con su propia casa y hasta con la mayor parte de los libros rescatados con un lanzallamas, sentirá que acaba de precipitar los acontecimientos de la manera más indeseada posible; no ha actuado con la cabeza fría, sino impulsado por la furia ciega, al descubrir que su último objetivo como bombero era su propia casa o, al menos, lo que hasta ese fatídico instante fue su casa, vuelta ajena para él una vez convertida en el nuevo centro escénico de las miradas de todos.
Antes de concluir, una apreciación más. Montag se descubre a sí mismo como el centro de la nueva cacería, un fugitivo en la ciudad nocturna; por el pequeño aparato de Faber primero, y en medio de su propia carrera desesperada hacia el río después, se observa, a la vez espectador y protagonista de un drama impensado. Perseguido por el sabueso mecánico por tierra, que rastrea su olor particular en la atmósfera, por decenas de helicópteros por aire, y por miles y miles de familias que siguen la persecución por sus televisores murales, se ha convertido en un fantasma, cuyo sudor y cuya saliva no deja nada sin tocar; le aconseja a Faber que queme todo lo que él ha tocado en su casa, que rocíe el césped, que elimine toda huella posible; antes de marcharse de la ciudad para siempre, su nuevo amigo le da una maleta con ropa vieja, que se pondrá luego, desechando su ropa de trabajo en el río, perdiendo así a sus perseguidores. El anonimato de las calles por las que corre para escapar funcionan, por lo demás, de suelo físico del campo de la anomia, un campo donde la única norma en pie, contra los “peatones” como Montag, contra los que “van a pie”, es la fuerza, expresada en el constante aumento sin pausa de la intensidad de la persecución, convertida en espectáculo para la multitud inconsciente. “Allí estaba, había que ganar aquella partida una inmensa bolera en el frío amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un ruedo dos minutos antes de la aparición de ciertas víctimas anónimas y de ciertos matadores desconocidos.” (Bradbury, 1993, p.96). una vez en la corriente del río, “Montag sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de actores a su espalda. Sintió como si hubiese abandonado el gran espectáculo y todos los fantasmas murmuradores. Huía de una aterradora irrealidad para meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.” (Bradbury, 1993, p.106).
En su flotación sin rumbo en la corriente del río, Montag sigue reflexionando; comparando todas las llamas, todos los fuegos, desde las luces de la ciudad, los incendios, la luna y el sol, descubre que alguno tendrá que detenerse, en algún momento. El sol quema el tiempo, piensa, pero si todo ha de arder, algo tendrá que conservarse; el mundo, el agua y la tierra, desde luego, junto con los pensamientos y la libertad, ya que el sol arde cada día, quemando al mundo cada día; pero el descontrolado fuego de los bomberos, que fascina por su capacidad de destrucción inmediata, de responsabilidad y de consecuencias, de problemas y de soluciones, sucedáneo de un invento imposible de la humanidad, del movimiento perpetuo que todo lo destruye, lo disuelve y lo torna indiferente, ha de ser detenido; si no, consumirá tanto libros como seres humanos. Ante el fuego de los incendios de los bomberos, elevados al cielo a base de libros, se opone el límite de la vela, del sol y de la luna, del río, de la frescura de los árboles y del campo. Un nuevo sol, distinto al fuego de las salamandras, ha de iluminar el firmamento de Montag, para erigir con ello algo nuevo, para arrojar una nueva luz en medio de un mundo hasta entonces hecho de oscuridad.
En la nueva comunidad a la que ingresa, ya en la ciudad abandonada junto al río a la que acaba de llegar, unos cuantos hombres de cierta edad lo dejan sorprendido cuando le revelan que han inventado un sistema para recordar cada cosa que leen: “Aquí estamos todos, Montag: Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan. (...) También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores.” (Bradbury, 1993, p.111). No se trata solo de arquitecturas distintas para luchar contra la “alienación urbana” –las vías, las colinas-; se trata, primeramente, de la memoria como nueva fuente y seguro de los conocimientos, como arma tanto de rescate de lo pasado, como cauce para el futuro. “Somos ciudadanos modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormimos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada.” (ibidem). Son “vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior”; son miles, y esperarán a que la guerra termine, para volver a ser de alguna utilidad. “Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.” (Bradbury, 1993, p.115).
Entonces, es con la nueva llama, la llama de la memoria, con la que un mundo nuevo podrá ser, en un futuro todavía por venir, construido, para hacer advenir al él lo que, más allá de los libros, éstos contenían, surgiendo, en verdad, del interior de cada ser humano en tanto que libre; no se trata de recordar para repetir lo que los libros decían; más bien, implica rememorar para reescribir, a partir de lo ya leído, un mañana aún por leerse, aún por nacer. Para que el presente alumbre un futuro, tienen que citar, recordar y recitar todo aquello que, a lo largo de la historia, se ha conservado, dentro de los libros, ahora en sus cabezas; solo así, el pasado puede volver al presente, ya que el presente no deja de citar al pasado, y ellos saben que en cada una de sus cabezas se esconde y se guarda cada uno de esos libros, como en cada uno de dichos libros se escondía y se guardaba, también, la elaboración de cada acontecimiento, idea y pensamiento.
“Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojarnos sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.” Dice Granger a Montag, mientras todos observan las ruinas de la ciudad al otro lado del río, desbastada por la guerra. Sí, la humanidad acaba renaciendo, pero le es más fácil arder que renacer de sus cenizas; y, pese a las mejores esperanzas de Montag, la humanidad no ha dejado de arder. Lo cual revela que ni el derrumbamiento ni el renacimiento son constantes de la historia, necesidades del ser humano; pero que, sin embargo, el fuego que destruye en lugar de calentar, controlado en la hoguera de los nuevos compañeros de Montag, el de los bomberos, un fuego tanto de civilización como de barbarie[6], no ha cesado de vencer[7][8]. Se vuelve imperioso, para vencerlo, encender un nuevo fuego, cuyo combustible ya no sean los libros, sino los sueños, no para su imposibilidad, sino como anuncio de su realización.