El pasado
25 de mayo, el mundo entero asistió a un acontecimiento que generó, primero
indignación, luego levantamientos masivos, al difundirse un video que mostraba
a las fuerzas policiales en Minneapolis, una ciudad estadounidense marcada por
el racismo, deteniendo y matando sin vergüenza ni culpa alguna a un activista
afro: se trataba de George Floyd, cuyo asesinato ejecutado por una institución
imbuida de una tradición histórica de racismo y discriminación hacia la
población negra, actualmente extendidos al resto de comunidades migrantes, dice
mucho de un sistema, una cultura y un país que, en un contexto de crisis
sanitaria, extrema el ya conocido estado de excepción –que se remonta más allá
del 11S, y cuyos antecedentes pueden rastrearse hasta la crisis de los años 30,
la posguerra e incluso la represión policial en los 70 a las movilizaciones
masivas contra la Guerra de Vietnam-, en el nuevo estado de riesgo, en forma de
un estado de reclusión y de exclusión sin límites. Si antes la excusa esgrimida
por las instituciones y los partidos tradicionales –demócratas y republicanos
por igual- fue el terrorismo internacional, con lo cual los gobiernos
norteamericanos de los últimos veinte años explicaron su amparo en la doctrina
de seguridad nacional, y cuya culminación se manifestó en la promoción, como
orgullo nacional, de la cárcel de Guantánamo, el actual clima de incertidumbre,
en medio de una pandemia cuyos efectos ponen en peligro la vida humana en su
conjunto, promueve y permite la vieja excusa racista, cuya expresión última es
el muro en la frontera, más o menos delineada, con México.
El ascenso,
desde el 2008 al 2016, de un presidente afroamericano al poder, no bastó para
desmontar por completo los mecanismos racialistas y discriminatorios que, en
verdad, no hicieron sus promotores sino ocultar bajo las instituciones
liberales. De más está decir, aquí como dato casi fuera de lugar, que fue
precisamente el gobierno de Barack Obama aquel que promovió la mayor expulsión
y deportación de inmigrantes ilegales del imperio del norte en toda su
historia.
Lo que
ahora resulta interesante, saqueos y movilizaciones mediante, es cómo, en
contra de lo que podría creerse, en realidad la “violencia” de los “negros” que
ocupan las calles en un momento en el cual el gobierno impone el lema “quédense
en casa”, no tiende, necesariamente, a ser revolucionaria. Como ocurre con la
actual pandemia, nada nos invita a suponer que las movilizaciones contra la
violencia institucional y policial se conviertan, en lo sucesivo, en un
elemento revolucionario, que sacuda los mismos cimientos de la vida social,
cultural y política de los estadounidenses. De hecho, la exigencia, por los
allegados de la comunidad afro-americana a la víctima primero, y por otros grupos
de migrantes después, se erigió, originalmente, como un simple “pedido de
justicia” o, en términos más foucaultianos, como una acción de “micropolítica”.
La ironía reside en reconocer que, en el mismo término “micropolítica”, se
halla contenida la posibilidad, la potencialidad, de afectar, de conmover –y
hasta, por qué no, de remover, de sacudir, de trastocar- toda comunidad, toda
sociedad, a su nivel más “macropolítico”.
En un texto
de reciente aparición, publicado el 10 de abril en HuffPost, la conocida
activista Naomi Klein nos tira la siguiente reflexión: “Una de las cosas más
evidentes en Estados Unidos es que los afroamericanos están muriendo más que
los blancos. La razón es que viven en las zonas más contaminadas de Estados
Unidos, porque las fábricas que más contaminan se construyen en las zonas más
pobres del país y parece que es ahí donde el coronavirus golpea más porque las
deficiencias respiratorias son mayores.” (en Capitalismo y pandemia, p.115). El
artículo se titula “La crisis del coronavirus es una oportunidad para construir
otro modelo económico”. Enseguida, la activista pasa a reflexionar sobre las
condiciones de la protesta en el complejo contexto global de pandemia; pero
salgámonos de esta problemática, que no es –al menos por el momento- la
principal preocupación de este trabajo. Lo será, claro, pero al final del
mismo. Detengámonos, por un instante, en el problema del racismo.
No es una
cuestión nueva; ni siquiera es, como ya sabemos, una cuestión mensurable a la
sociedad estadounidense desde la década de los años 60, cuando activistas como
Martin Luther King, y grupos como las Panteras Negras, comenzaron a impulsar y
propulsar, con resonancia internacional, el problema del racismo
estadounidense. Un racismo que, como también sabemos, no se limita a la
población afro o “negra”, sino que extiende su mirada escrutadora e
inferiorizante, negadora de ser, a inmigrantes medio-orientales, chinos,
latinoamericanos. Con el asesinato de Martin Luther Fing en los años 60,
adquirió resonancia mundial el problema del racismo hacia los “negros”; el Ku
Klux Klan, heredero de las ambiciones y aspiraciones de los esclavistas del sur
estadounidense de comienzos del siglo XIX, tuvieron que ser “eliminados”,
convertidos en enemigos públicos de la democracia, por más que,
paradójicamente, tuvieran amplia aceptación por parte de muchas personalidades públicas
y medios masivos de comunicación. Décadas antes, el genial escritor Ray
Bradbury denunció en diferentes oportunidades, en relatos como El otro pie[1]
y Un camino a través del aire, una cultura impregnada del segregacionismo al
que se veían, todavía entonces, sometidos los descendientes de aquellos
esclavos; segregacionismo que, si atendemos a los conflictos políticos de su
época, fue convenientemente encubierto por el macartismo, al que le interesaba
mucho más la polarización entre democracia y comunismo, mientras desplazaba,
aunque sin quererlo, la de blancos y negros.
En su ya
clásica obra Crítica de la razón negra, el historiador Achille Mbembe, realiza
una arqueología, una genealogía, una historia del racismo, europeo y americano,
centrándose en la discriminación sistemática y sistémica hacia las poblaciones
africanas. Su análisis pone el foco en el término de la “negritud”, de lo
“negro”, referente a los “negros”, como palabras que el mundo civilizatorio,
blanco, colonialista e imperialista, nombró, impuso que se nombraran, que
fueran nombrados, los habitantes de África, así como sus descendientes en suelo
americano. Hay quienes, argumenta, sueñan con ser estadounidenses, alemanes,
franceses... nadie, sin embargo, desea ser un negro.
Acá, los
“negros” no son solo los afro-descendientes; con dicho vocablo, ciertos
personajes de la cultura y la política nacional suelen referirse a los
inmigrantes bolivianos, peruanos y brasileros; así también, coloquialmente y ya
en el sentido común de la mayoría, al mundo de los trabajadores en situación
precaria.
En los
Estados Unidos, por otra parte, la cosa es distinta, aunque guarde sus
similitudes. Respecto a las movilizaciones de los últimos días, podemos afirmar
que son la expresión cabal –y más terrible, más mediocre- del estado de
excepción que, actualmente, es la regla de vida de un país que, al resto del
planeta, procura imponerle dicha situación a través de instituciones como el
FMI, el Banco Mundial y, más recientemente, el Covid-19.
Mbembe
acuña un término nuevo, habla del “devenir negro del mundo”, refiriéndose a la
extensión del esclavismo más allá de los continentes africano y americano –el
llamado por Enrique Dussel “sur global”-, en formas renovadas; esas formas son,
según él, la explotación del capitalismo salvaje y la financiarización de las
relaciones internacionales. Las nuevas formas de la esclavitud global amplían
el racismo tradicional a todas aquellas poblaciones y personas en situaciones
de precariedad, cuyos cuerpos valen cada día menos según el mercado
internacional. Con la última crisis de tipo sanitaria, aunque también económica
y ecológica, del Coronavirus, la explotación clásica de los cuerpos de los
trabajadores, con el llamado plusvalor como instrumento de un mundo marcado por
el flujo de mercancías, deja paso, ahora más eficazmente todavía, a la negación
de dichos cuerpos, por lo tanto de todo valor sobre los mismos, fuera de los
cálculos del nuevo poder financiero, y reingresan al campo de la vida social en
su grosera exposición una vez muertos, ya sea a causa de la última enfermedad,
ya sea asesinados más directamente por la violencia policial y militar de
gobiernos que, retóricamente más o menos “democráticos” y “republicanos”,
deciden, discrecionalmente, sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos. Las
excepciones son, quizás, tres de esos gobiernos: el de Donald Trump, Jair
Bolsonaro y Xi Jinping. EN efecto, China, Brasil y los Estados Unidos son,
actualmente, los tres países que, entre los más afectados por el nuevo –o no
tan nuevo- virus global, pibotan entre discursos “democráticos” y, sin embargo,
tienden más cada día, hacia discursos de tipo “autoritario” o “neofascista”. No
por nada, incluso hay quienes han tildado las medidas xenófobas y represivas de
Trump de “nazis”.
El “devenir
negro del mundo” del que nos advierte Mbembe aparece, no obstante, aunque
insospechadamente y con intenciones y signos claramente distintos, en otros
lugares más bien comunes: por ejemplo, en las películas y series de ciencia
ficción distópica y el Cyberpunk. Tal vez no sea algo tan conocido, pero el
término “robot”, y la familia de palabras a ella asociada –“robótica”,
“robótico”, etc.-, proceden de la palabra “robota”, que significa “trabajo
servil” en checo; además,
“rob”, en eslavo
antiguo, significa “esclavo”[2]. Un esclavo es, en estos términos,
una cosa sin alma, un autómata, una máquina que funciona, pero que lo hace
automáticamente, carente de todo pensamiento o voluntad.
Las
diferentes revoluciones políticas en el tercer mundo no han podido, pese a sus
mejores intentos, acabar con semejante problema. En Sudáfrica, por ejemplo, el
racismo parece haber sido superado, pero sus condiciones económicas en relación
al primer mundo, por imposiciones de las grandes transnacionales, vuelven a
poner en jaque al mismo país de Nelson Mandela. En el resto de África, por otro
lado, las desigualdades –económicas, políticas y raciales- son consecuencia
tanto de una larga historia de dominación y colonización europeas, esclavismo
y, más recientemente, también del aumento de la minería, sin olvidar el
problema de los conflictos tribales, cuya violencia se ve en aumento al servir
de complemento paramilitar tradicional a la imposición de políticas
militaristas, mineras y financieras que empujan a la miseria extrema a la
mayoría de las poblaciones. En los Estados Unidos, que está en la otra punta
del triángulo –junto a Europa y África, que podríamos ampliar a una figura
mucho más compleja, al ramificar sus herencias en toda América Latina-, por
otra parte, nunca los gobiernos republicanos se han visto amenazados por golpes
de Estado, a pesar de su larga historia de magnicidios; lo que se ignora con la
oposición –en forma de una disyunción excluyente y absoluta- “democracia/racismo”,
como en la de “racismo/tolerancia”, es que un país con estructuras
institucionales imperialistas desde sus mismos orígenes no ha requerido nunca,
en verdad, de semejantes expresiones de la violencia política, cuando sus
gobiernos se cimientan, para su legitimidad, tanto más en el ejército, las
agencias de inteligencia y de seguridad, que en su pueblo y en sus diferentes
expresiones –medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil,
sindicatos-, juntamente con el apoyo que reciben de las grandes empresas
transnacionales.
Así,
caeríamos en una miopía total si quisiéramos ver en declaraciones hechas por,
digamos, por dar un solo ejemplo, el general James Mattis, ex secretario de
Defensa del gobierno de Trump, contra sus respuestas represivas a las
movilizaciones por el asesinato del joven Floyd, al decir que lo que el
presidente promueve es el slogan “divide y vencerás” , como estrategia de
guerra, como política de guerra incluso, de tipo nazi, porque lo característico
de la sociedad norteamericana sería, postula el mismo Mattis, lo expresado por
el lema “la unión hace la fuerza”. ¿Cómo comprender semejante discurso
“nacionalista”, como opuesto al del propio mandatario estadounidense, cuyo
gobierno ha sido tildado, no en pocas ocasiones, no solo de “populista” y de
“xenófobo” sino, además, de “nacionalista”? Pero estaríamos pasando por alto
que la separación del general del funcionariado de Trump se debió, según se nos
dice, por la retirada de Siria.
La
“sociedad” no es lo mismo que la “comunidad”. La sociedad expresa una
igualación de fuerzas, y ahí adquiere sentido lo “social”, pero también implica
una homogeneización y una neutralización de los actores, y se excluye lo que no
puede ser absorbido por dicho proceso: recordemos posiciones como el
multiculturalismo o la interculturalidad, posiciones que son insuficientes para
la lucha social si se pasan por alto otros procesos, como la asimilación o la
aculturación, mientras que lo que sería deseable, más bien es la transculturación, el diálogo
intercultural o entre culturas, pero agregándole el componente político. Lo
comunitario, en cambio, implica asumir un aglutinamiento, un conjunto amplio y
diverso, no homogéneo, asimétrico sin ser necesariamente desigual, donde las
prácticas comunitarias como las fiestas tienden, no a neutralizar, sino a
incluir, a yuxtaponer las distintas tradiciones culturales y populares, en la
ofrenda común que hacen los grupos a sus comunidades. Falta todavía, sin
embargo, poner a prueba el término “raza”, y reconocer su carácter
político-instrumental: puede ser fuente del racismo, generalizado, de exclusión
inclusiva cada vez más extendida de la negritud al resto de poblaciones y
comunidades que no se ajusten a las ofertas del sistema –capitalista,
colonialista, imperialista, patriarcal y racialista-, o bien ser fuente y cauce
de lo que, en términos emancipatorios, el filósofo mexicano José Vasconcelos
denominó la “raza cósmica” del continente americano, la quinta raza planetaria.
Nosotros agregaremos, por nuestra parte, que esa “raza cósmica” ha de tener un
anclaje no solo continental y global, además ha de extender sus brazos al resto
de la vivaz cohabitancia del multiverso: una raza que no es ya la humanidad
solamente, sino que incluye asimismo al reino animal, al vegetal y, por qué no,
al de los seres microscópicos; en tanto que cósmica, dicha raza se reconoce –y
reconoce- como una entre otras del cosmos, una “raza alienígena”, hermana de
otras entre las estrellas.
Por último,
hemos de asumir –para que también se asuman- las comunidades afroamericanas,
junto con el resto de comunidades migrantes, dentro del gigantesco proceso de
disputa por la justicia social, los derechos humanos y los sentidos políticos,
que demarcan, políticamente, culturalmente incluso, la disputa por la soberanía
del estado de excepción en el que se ha convertido, queriéndolo o no, el actual
país del norte. La conducción de ese estado de excepción no ha dejado de estar,
casi siempre, hegemonizado por los jefes imperiales; empero, marginalmente los
grupos de lucha por los “derechos civiles”, y en otros tiempos,
contra-hegemónicamentepor líderes populares –Lenin en Rusia, perón en la
Argentina, Fidel Castro en Cuba, y Nelson Mandela en Sudáfrica-, una pulseada
política ha disputado, de mano a mano, la potencialidad que para cualquier
movimiento político implica sostener en sus propias manos, en verdad, conducir
una revolución que comienza siendo nada revolucionaria ni radical, pero que, si
se busca, puede acabar, para bien o para mal, en una verdadera revolución
estructural. Tener en las propias manos, habiéndose primero parado en los miles
de pies andantes, la vocación por transformar instituciones como la policía o
el ejército, implicará tomar también, por el cuello con manos y pies, con el
mayor ímpetu posible, los partidos tradicionales y los medios de comunicación
hegemónicos; la tarea por renovar y reformar o, incluso, remover y derrumbar,
toda una serie de dispositivos y aparatos represivos es, creo, una tarea
imperiosa de los actuales movimientos que, como no ocurría desde el asesinato
de Martin Luther King, son conducidos por la comunidad afro-estadounidense.
Nota: para
las declaraciones de James Mattis, véase el artículo titulado "Obama, Bush, Clinton y Carter acusan a Donald Trump de dividir EEUU", disponible en https://www.elmundo.es/internacional/2020/06/04/5ed943a521efa0c5248b45ae.html.
[1] Los siguientes pasajes del
mismo, incluido en El hombre ilustrado, son reveladores: tras regresar del
aeródromo, donde la multitud esperaba ver al hombre blanco bajar de su cohete
para lincharlo, en un Marte únicamente poblado por personas de color, Willie,
anonadado, dice: “...el futuro está ahora en nuestras manos. El tiempo de la
tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprendí en
seguida al oír a ese hombre. Comprendí que los blancos están ahora tan solos
como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la teníamos.
Somos iguales. Podemos empezar otra vez.” Y cuando, ya en casa, sus hijos salen
a preguntarle si de verdad ha visto al hombre blanco, les responde: “Sí, señor
(...) Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco... Lo he
visto de veras, claramente.” (Bradbury, 1955, p.44). Es un hombre blanco, uno
que viene de muy lejos, de un planeta Tierra asolado, desbastado por una tercer
gran guerra, de la cual apenas han sobrevivido unos quinientos mil. Pero
después de verlo, a este hombre blanco, viejo y cansado, la venganza de Willie,
la imposición del racismo como un bumerán que, de blancos a negros pasa de
negros a blancos, se rompe, se desvía o, incluso, desaparece. Lo que ocurrirá
luego, por otra parte, no se nos dice.