lunes, 1 de marzo de 2021

Apuntes para una epistemología de las mutaciones

Resumen[1]

Este trabajo pretende ser apenas un apunte, un primer intento de indagación, en el camino de crear una filosofía amplia y comprometida con su tiempo histórico.

Para ello, nos hemos propuesto ensayar un estudio de la "mutación" social, del "cambio" social, a través de una lectura a cuatro tiempos, de cuatro textos diversos: Para una crítica de la violencia, de Walter Benjamin; Caminar atravesando muros, de Eyal Weizman; El fénix en el gallinero..., de Silvana Rabinovich; y el prólogo de Ciudad blanca, crónica negra..., de Carlos del Frade.

0. Introducción

En tiempos de crisis, tras haber asistido al retorno del neoliberalismo a nivel nacional y regional, con la instrumentalización del “cambio” y de su apropiación como palabra de guerra, pandemia mediante, se vuelve imperioso elaborar una filosofía de amplios alcances, comprometida social y políticamente con las problemáticas actuales.

En tal sentido, nos pareció indispensable ensayar los trazos de una epistemología de las ciencias sociales situada, como vector de su direccionalidad concreta: para llegar a asentarse en la praxis, para ser rama de la praxis antes que su esquema de prefiguración, no basta conocer el destino de dicha filosofía, primero es necesario marcar los pasos hacia el mismo. Por lo tanto, esta epistemología funciona más como flecha del pensamiento, y las condiciones epistémicas concretas –espacios, tiempos, historia, contextos, etc.-, como su arco. Este arco y esta flecha están, o deben estar, en lo sucesivo, en manos de las comunidades reales, en diálogo constante con los saberes diversos –académicos, originarios, autóctonos, militantes y sociales- para la construcción interdisciplinaria (para nada disciplinante) de los saberes –ciencias, artes, humanidades, pero también las religiones y creencias- en clave de prácticas sociales.

Son tiempos frágiles, tiempos, en fin, donde si hay algo que permanece frente a todo cuanto se transforma, es la identificación consigo mismo, es decir la contemporaneidad; y por lo tanto, las transformaciones, las mutaciones, son más bien la regla que la excepción. ¿Cómo aprovechar tales transformaciones y ponerlas al servicio de los intereses populares de las comunidades implicadas? Es decir, ¿cómo orientar el sentido de tales cambios para evitar su instrumentalización, acaso inevitable, y tomar las riendas de la praxis social y política frente a su uso y abuso por los poderes concentrados? Creemos que no basta para ello ver la oportunidad en la dificultad, sino que sigue faltando resignificar los términos y reorientar, reenlazar sus orígenes y posibilidades con algo que los fije al mundo donde pensarlos, para disputar los destinos comunes más allá de lo simplemente dado.

1. Violencia y derecho

Podríamos irnos a buscar los elementos más definitorios del debate en torno a la biopolítica (término acuñado por Michel Foucault en sus cursos en el College de Frannce) a sus fuentes más “directas”: pero sería cuestión bien compleja y daría para un estudio independiente (de Foucault, pasando por Esposito, hasta Agamben, entre otros), por lo cual, lo mejor será, en este caso, remitirnos a otro autor (anterior en varias décadas a Foucault), en quien uno de dichos pensadores basó otro término de la filosofía política contemporánea: a saber, Walter Benjamin. En sus Tesis, Agamben vio el germen de su teoría del estado de excepción. Pues bien, focalicemos en esta ocasión, no en sus Tesis, su obra más conocida, y en su lugar vayamos a una obra anterior: estamos hablando de Para una crítica de la violencia, escrito de 1920 a 1921. Allí,, Benjamin le está respondiendo a Carl Schmitt, participando de un intensísimo debate sobre el poder constituido y el poder constituyente[2].

Benjamin comienza por diferenciar violencia fundadora de derecho de violencia conservadora de derecho. Ante todo, ¿de qué nos está hablando Benjamin cuando se refiere a esta distinción al interior de la violencia?

El derecho a huelga, en tanto que ejemplo de huelga revolucionaria, dice Benjamin, para el Estado suele tratarse más bien del derecho a retirarse de la violencia, retirándole su derecho a la misma a quienes reclaman y suspenden su trabajo, ejerciendo así el Estado una violencia indirecta por medio de las patronales, ejerciendo estas últimas un particular modo de violencia conservadora de derecho. La pena de muerte, la guerra y la policía, por otro lado, sin base alguna en el derecho [natural], son tanto fundadoras como conservadoras de derecho: ejecutan –y administran- los decretos con fuerza de ley, en lugar de promulgar leyes, y son ellas mismas reforzadoras del derecho mediante la violencia, apareciendo allí cuando y donde el Estado no suele tener interés en asegurar las leyes, es decir en los sectores vulnerables de la sociedad (Benjamin, 2001, pp27-29).. “El derecho de la policía indica sobre todo el punto en el que el Estado, por impotencia o por los contextos inmanentes de cada orden legal, se siente incapaz de garantizar por medio de ese orden, los fines empíricos que persigue a todo precio. De ahí que en incontables casos la policía intervenga «en nombre de la seguridad», allí donde no existe una clara situación de derecho, como cuando, sin recurso alguno a fines de derecho, inflige brutales molestias al ciudadano a lo largo de una vida regulada a decreto, o bien solapadamente lo vigila. En contraste con el derecho, que reconoce que la «decisión» tomada en un lugar y un tiempo, se refiere a una categoría metafísica que justifica el recurso crítico, la institución policial, por su parte, no se funda en nada sustancial. Su violencia carece de forma. así como su irrupción inconcebible, generalizada y monstruosa en la vida del Estado civilizado.” (Benjamin, 2001, p.33). Los contratos también presuponen, dice Benjamin, la violencia fundadora y la conservadora de derecho cuando, por ejemplo, existe la advertencia de que, si una de las partes incumple lo acordado, irrumpa la violencia para su castigo. “Toda institución de derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de la violencia. Valgan los parlamentos como ejemplos de ello en nuestros días. Ofrecen el lamentable espectáculo que todos conocemos porque no han sabido conservar la conciencia de las fuerzas revolucionarias a que deben su existencia.” (Ibidem). Más adelante, dice Benjamin que la justicia es principio de fundación divino de fines, mientras que el poder es principio de fundación mítica de todo derecho (Benjamin, 2001, p.40). En tanto que medio para la implantación del derecho, la violencia y el derecho no son independientes; es más, la violencia es tanto medio para el derecho como el derecho es fin para la violencia, aunque violencia fundadora y conservadora de derecho puedan oponerse entre sí.

Cuando, por ejemplo, Zeus castiga a Prometeo, dicha medida no implica una mera sanción por la transgresión o ultraje del derecho establecido, sino que, más bien, funda un nuevo derecho. La violencia mítica así presentada sería, plantea suponer Benjamin, apenas la prueba de la voluntad de los dioses, pero ante todo, la manifestación de su misma existencia.

Para ser redentora, la violencia revolucionaria ha de buscar, indica Benjamin, expresarse en violencias diferenciadas del derecho, en forma de una violencia destructora del derecho pero incruenta, que no exige sacrificios, aunque los acepta, que implicará luchar por la vida justa, la vida mejor, contra la sacralización de la mera vida impuesta por el derecho, que se ha apropiado de la violencia –mítica- para su propia protección, más que para la de quienes la reciben; en tal sentido, opuesto al de la violencia fundadora y la violencia conservadora de derecho, implicará, además, la anulación revolucionaria de éstas.

2. Armas que mutan: “caminar atravesando muros”, nueva metodología de guerra urbana

Leemos ahora un texto de Eyal Weizman, “Caminar atravesando muros”: “La maniobra llevada a cabo por unidades del ejército israelí durante el ataque a la ciudad de Nablus en abril de 2002 fue descrita por su comandante, el brigadier general Aviv Kochavi, como una “geometría inversa” que, explicó, consistía en una reorganización de la sintaxis urbana por medio de una serie de acciones microtácticas. Los soldados se desplazaban por la ciudad durante el ataque atravesando “túneles sobre la superficie” de un centenar de metros escarbados a través del contiguo y denso tejido urbano. Aunque eran varios miles los soldados y cientos los guerrilleros palestinos que maniobraban simultáneamente en la ciudad, la manera en que se disolvían en su tejido era tal que la mayoría de ellos no habría sido visible, en ningún momento, desde una perspectiva aérea. Es más, los soldados no hicieron un uso frecuente de las calles, carreteras, callejones o jardines que constituyen la sintaxis de la ciudad, ni de las puertas exteriores, las escaleras interiores y las ventanas que constituyen el orden de los edificios, sino que se desplazaban horizontalmente atravesando muros de linde y verticalmente a través de agujeros abiertos en techos y suelos. Este tipo de movimiento forma parte de una táctica a la que los militares se refieren con metáforas que toman prestadas del mundo de la formación de agregaciones animales tales como “enjambrar” o “infestación”. La maniobra de desplazamiento a través de interiores domésticos convierte el interior en exterior y los dominios privados en vías públicas. Los enfrentamientos tuvieron lugar en salones medio demolidos, dormitorios y pasillos de casas de refugiados pobremente construidas en los que la televisión podía seguir encendida y un puchero reposar sobre la cocina. El movimiento, más que estar sometido a la autoridad de los límites espaciales convencionales, se hizo constitutivo del espacio y el espacio se constituyó a su vez como un acontecimiento. No era el orden del espacio el que gobernaba los patrones de movimiento, sino el movimiento el que producía y practicaba el espacio a su alrededor. (...) La táctica de “caminar atravesando muros” [walking-through-walls] implicaba concebir la ciudad no sólo como el lugar, sino como el medio mismo de la acción bélica”: a saber, como “una materia flexible, casi líquida, siempre contingente y fluyente.” (Weizman, 2010).

El gobierno de Israel ha decidido que su ejército, las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF), se formen en nuevas instituciones, que complementan las prácticas bélicas y las cuestiones civiles, estudiando modelos de urbanismo, arquitectura, técnicas de construcción, para responder a la urbanización de la insurgencia. “Entre ellos destacan el Operational Theory Research Institute (OTRI) establecido en 1996 y el “Equipo alternativo” establecido en 2003. Estos institutos se componen no sólo de oficiales militares sino también de académicos civiles y expertos tecnológicos.” El autor conversa con Dos de las principales figuras afiliadas a estos institutos, Shimon Naveh, brigadier general retirado y director del OTRI, y Aviv Kochavi, oficial en servicio (Ibidem).

“(...) Como un gusano que se abre camino comiendo, surgiendo en ciertos puntos y luego desapareciendo. Nos fuimos moviendo así desde el interior de las casas hacia el exterior de manera sorpresiva y en lugares en los que no se nos esperaba, llegando desde atrás y golpeando al enemigo que nos esperaba detrás de una esquina... Como era la primera vez que se ensayaba esta metodología [a tal escala], tuvimos que ir aprendiendo durante la propia operación cómo ajustarnos al espacio urbano pertinente, e igualmente cómo ajustar el espacio urbano pertinente a nuestras necesidades... Adoptamos esta práctica microtáctica [de desplazarnos atravesando muros] y la convertimos en un método, ¡y gracias a este método fuimos capaces de interpretar todo el espacio de forma diferente!...” dice Aviv Kochavi, comandante de la Brigada Paracaidista, para explicar el principio que guió el ataque al campo de refugiados de Balata y la colindante kasbah (ciudad vieja) de Nablus (Ibidem).

Estas operaciones se apoyan en diferentes instrumentos militares y tecnológicos –entre ellos balas de calibre 7,62 mm, capaces de atravesar madera, ladrillo y adobe, y un dispositivo “de observación de mano que combina la producción de imágenes térmicas con un radar de banda ultraancha que, de manera semejante a un contemporáneo sistema de ultrasonidos obstétrico, tiene la capacidad de producir representaciones tridimensionales de vida biológica oculta entre obstáculos”, desarrollado por la empresa israelí Camero. “instrumentos de “transparencia literal” son los principales componentes que ayudan a producir un mundo militar de fantasía espectral (o al estilo de los juegos de ordenador) de fluidez sin contornos en el que el espacio de la ciudad se vuelve tan navegable como un océano. Al esforzarse por ver lo que está oculto tras los muros, por desplazarse y propulsar la munición a través de ellos, el ejército parece haber elevado las tecnologías contemporáneas (...) al nivel de la metafísica, buscando desplazarse más allá del aquí y ahora de la realidad física, colapsando el tiempo y el espacio.” (Ibidem).

Por su parte, Shimon Naveh utiliza en sus conferencias referencias diversas, entre las cuales se hallan nombres como los de Georges Bataille, Gilles Deleuze y Félix Guatari, tomando sus conceptos críticos de la vida moderna y contemporánea, adaptando herramientas pensadas originalmente para la libertad del individuo constreñido por la sociedad capitalista, para su aprovechamiento por las fuerzas militares. “Estas tácticas, que fueron concebidas para transgredir el “orden burgués” establecido de la ciudad y representaban los muros -domésticos, urbanos o geopolíticos- como elementos arquitectónicos que encarnaban la represión social y política, inspiran otras que, en manos del ejército israelí, representan las bases para atacar una ciudad “enemiga”. Se han apropiado de la educación en Humanidades, que con frecuencia se considera el arma más poderosa contra el imperialismo, convirtiéndola en un arma poderosa para el propio poder colonial.” Se observa así que, la contradicción y la crítica pueden resultar subsumidas y puestas a operar como herramientas instrumentales por el poder hegemónico, “en este caso, las teorías posestructuralistas e incluso poscoloniales por parte del Estado colonial.” (Ibidem).

Retomando los abordajes realizados por Hanna Arendt en La condición humana, y Giorgio Agamben en Homo Sacer I. El poder soberano y la nuda vida, Weizman puede colegir que, así replanteada la teoría militar, y pensando al muro doméstico como equivalente interno de la muralla de la ciudad, la distinción clásica entre mundo privado y mundo público, la casa y la ciudad, se disuelve, así como el campo de refugiados ejemplifica una especial forma de vida en tanto población, opuesta a la ciudad. “El agrietamiento del muro/frontera físico, visual y conceptual deja nuevos dominios expuestos al poder político, ofreciendo así un diagrama físico para el concepto de “Estado de excepción” (Ibidem). La guerra así entendida ya no se trataría más de la destrucción del espacio, sino de su reorganización. Por lo que “la “geometría inversa” que vuelve la ciudad como un guante del revés, de dentro hacia fuera, revolviendo sus espacios privados y públicos, y que pliega de afuera hacia dentro la idea de un “Estado palestino”, traería consecuencias para las operaciones militares que van más allá de la destrucción física y social, lo que nos obliga a reflexionar sobre la “destrucción conceptual” de las categorías políticas que ello implica.” (Ibidem).

3. Del mismo lado de dos muros: Palestina y México

En “El fénix en el gallinero...”, Silvana Rabinovich relaciona las experiencias de la ocupación israelí en Palestina y el control fronterizo en torno al muro entre Estados Unidos y México, todo ello promovido por modelos de Estado y gobiernos antipopulares, apoyados en diferentes dispositivos, destacando los muros en sus fronteras.

“Cada 15 de mayo, el pueblo palestino conmemora un acontecimiento traumático que, desde 1948 no cesa de acontecer: la Nakba (cuya traducción, como se sabe, es catástrofe o desastre). No se trata de la conmemoración de un acontecimiento puntual. La expulsión (y el consiguiente despojo territorial) es centenaria y se transmite por generaciones.” (Rabinovich, 2018).

“A los pocos meses de la declaración del Estado de Israel, la ONU emitió la resolución 194 (III), cuyo artículo 11 resolvió que debe permitirse el retorno de los refugiados (facilitando su repatriación, reinstalación y rehabilitación económica y social, así como el pago de indemnizaciones en el caso de quienes decidan no volver). En los artículos 7 a 9 de la misma resolución, la ONU decide el libre acceso y la protección de los lugares santos, entre ellos Jerusalén y sus zonas aledañas –comprendidas entre Abu Dis, Belén, Ein Karem y Shu’afat–, la cual debía ser desmilitarizada y quedar bajo un régimen internacional permanente, que garantizara un máximo de autonomía a los distintos grupos.

A 70 años de emitida, esa resolución de Naciones Unidas es una de las principales banderas de la “Marcha del Retorno” que ocupa los diarios de los viernes y sábados desde el 30 de marzo. Como es sabido, esas movilizaciones continuarán los viernes hasta el 15 de mayo, conmemoración oficial del septuagésimo aniversario de la Nakba. Mientras, el ejército israelí sigue atacando a las manifestaciones pacíficas y, al 23 de abril, el número de muertos palestinos ascendía a 34 (entre ellos, 4 niños); y el de heridos, a 5 mil 511, incluidos al menos 454 menores, según el informe de OCHA (Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU en los territorios palestinos ocupados).” (Ibidem).

En complementariedad a lo que la autora denomina “teología política colonial” del Estado secular de Israel, juntamente con la represión a las manifestaciones pacíficas, sumadas a la ocupación histórica, Jerusalén ha venido a convertirse en centro de disputa geopolítica y religiosa. “En diciembre de 2017, el presidente estadounidense, Donald Trump, cual jinete del Apocalipsis, anunció la mudanza de la embajada de su país en Israel a Jerusalén (que de inicio planeó para 2019, pero luego decidió adelantar para este 15 de mayo, haciéndola coincidir con el septuagésimo aniversario de la Nakba). Lo secundaron los presidentes de Guatemala, Honduras y Rumania (por ahora).” (Ibidem).

Pasando ahora a hablar de México, la autora anota: “Paradójicamente, si bien los muros están hechos para separar pueblos y personas, logran unir a los que se encuentran del “mismo lado” de vallas diferentes. Es el caso de México y Palestina. No se trata sólo de aquel tweet de felicitación de Netanyahu a Trump por la decisión de construir un muro de concreto (28 de enero de 2017) y los jugosos negocios que ello trae aparejados. Las transnacionales gananciosas son las mismas. La oposición a esas edificaciones –quizás ilegales- une a los pueblos, también lo hace el movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) que, de modo curioso, por dar apenas un ejemplo señala a las mismas compañías cementeras. El muro de Cisjordania, declarado ilegal por la ONU y el Tribunal de La Haya, en algunos puntos mide ocho metros de altura y su longitud supera por mucho la del perímetro que se suponía debe cubrir, pues serpentea y ahorca así a poblaciones palestinas e, incluso, divide familias (como es el caso de Abu Dis).” (Ibidem).

“De la solidaridad entre ambos pueblos de “este lado” de los muros no cabe duda. Lamentablemente, el gobierno de México no la representa, pues aún hoy –en obediencia a las presiones del gobierno israelí– sigue sin reconocer de modo oficial al Estado de Palestina.” (Ibidem).

4. Civilización y barbarie: dos caras del narcotráfico como aparato de poder

No resumamos el extenso libro de Carlos del Frade, Ciudad blanca, crónica negra: Postales del narcotráfico en el Gran Rosario, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires. Capitalismo y etapa superior del imperialismo, resultado de muchos años de intensa investigación. Aquí, nos abocaremos, simplemente, a retomar el prólogo, repleto de sugestivas luces y sombras, cuya lectura semeja al efecto producido por una linterna al quedar cegados por su repentino flash al ser encendida de golpe: el shock de los primeros segundos deja paso, paulatinamente, a algo que, una vez visto con su luz, desearíamos nunca haber visto, nunca habernos atrevido a encender la linterna y a iluminar lo que yacía en las sombras.

EL prólogo está precedido por una cita del diálogo final de una conocida película, El abogado del crimen: “El Consejero es un hombre que acaba de descubrir el asesinato de su mujer a cargo de un cartel del narcotráfico mexicano. Consigue un teléfono de un alto Jefe de la organización”; es algo largo, por lo que sólo tomaremos un fragmento breve, uno que resulta particularmente impactante: el jefe intenta consolar al consejero, puesto que él parece comprender su situación (dice haber perdido a un hijo por la misma causa), y llega a decirle: “Lo que debería hacer es ver la realidad de su situación. Ese es mi consejo. No soy quién para decirle lo que debería haber hecho. O dejado de hacer. Solo sé que el mundo en el que intenta usted enmendar sus errores no es el mundo en el que fueron cometidos. Está en una encrucijada y piensa qué camino debe elegir. Pero no hay nada que elegir. Aquí no existe más que la aceptación. La elección se hizo tiempo atrás” (del Frade, 2014, p.8).

 “La ciudad obrera, portuaria, ferroviaria e industrial ya no existía. En los barrios, donde había comercios, pequeñas industrias y empresas, solamente había desesperados que buscaban algún trabajo para sobrevivir. Zafar reemplazó al verbo vivir. Y no hubo tampoco palabras que explicaran el dolor de ya no ser. Ninguno de los grandes partidos políticos de la provincia ni de la ciudad intentaron comprender lo que se vivía en esas calles donde antes se abrían las puertas para los pibes y las pibas que terminaban la secundaria. Ya no estaban más, ya no están más. De allí que la región fue la “capital” de los saqueos en 1989 y su consecuencia fue la satanización del barrio Las Flores, producida por los grandes medios de comunicación de la ciudad que, obviamente, están en el centro. Muchos años después se ven esas consecuencias culturales: las chicas y los chicos de las escuelas secundarias de Las Flores sienten que valen menos que cualquiera de otro barrio.” Esos medios son los que imponen la visión de la Argentina unitaria al resto del país, “como capital nacional de los saqueos, de la desocupación y en tiempos del menemismo rubicundo, de la protesta o los paros. Hasta el día de hoy se escucha en las tribunas futboleras el cantito de las hinchadas de Capital Federal gritando: “Los gatos no se comen…”, en alusión a aquella imagen que Canal 13 mostró en una región del sur rosarino, entre Las Flores y La Tablada, hacia 1995.” (del Frade, 2014, p.10).

La ciudad civilizada, blanca, pujante, de un lado; la ciudad de los barrios marginales y las villas miseria, de los tiroteos y los sicarios, del otro. Pero son, nos permite comprender el libro de Carlos del Frade, dos caras de una misma moneda: dos imágenes de una particular versión (argentina, sudamericana) del capitalismo salvaje (definida por el autor como “etapa superior del imperialismo”). Pero esa “barbarie” es o bien producto e imagen –repulsiva a la vez que persecutoria, planteo suponer- de las zonas “civilizadas” de las mismas urbes industriales argentinas, o bien espejo en el que quieren verse reflejados, perversamente, sus promotores: no solo los narcotraficantes, sino especialmente sus cómplices, políticos corruptos que permiten e incluso colaboran con la situación vigente para sostenerse y aumentar sus ingresos.

La barbarie: rostro transfigurado que sirve como máscara de aquel otro que, con éste, se encubre más eficazmente: las realidades de los sectores marginados de la sociedad, que aquel recorta y desfigura, reduciéndolo a la imagen del mal (el pibe sicario o el niño soldado de las bandas), personas desesperadas, peones indefinidamente infravalorados en los juegos y luchas de poder por el territorio. Como si en las villas o en los barrios pobres sólo hubieran pibes “chorros” y maleducados. He aquí que, llegados al tiempo presente, dichas zonas ya no contienen los márgenes, ya no pueden aferrar los muros imaginarios que separan ricos de pobres, “buenos ciudadanos” de “mala gente”: las redes de la criminalidad hunden sus garras en la sociedad toda, y cual un veneno invisible, letal y contundente, se disemina y se desparrama por todas partes (a veces en estallidos esporádicos, como en los ajustes de cuentas y las arremetidas de los “tiratiros”, otras veces en paulatinas y constantes apropiaciones del barrio, por ejemplo, pero siempre deja sus huellas y siempre implica una apropiación de algún tipo), rebasando los márgenes y alcanzando incluso a las zonas antes “protegidas”, como el centro de Rosario, en vías de convertirse en zonas “liberadas” del control policial, en cuyo caso su ausencia complementa y promueve la presencia de las bandas violentas, cuando no forman parte aún más indisolublemente de la actividad criminal, siendo, en cualquier caso, un vehículo más de la violencia.

“El narcotráfico es el ciclo capitalista actual de acumulación de dinero fresco e ilegal y que alimenta otras actividades. Y junto a las armas conforman esa manera de concentrar efectivo sin rendir cuentas a nadie. Hay muchas armas y mucha droga entre los pibes y el pueblo en general porque así se mantiene el sistema. Luchar contra el narcotráfico es luchar contra el capitalismo.” (del Frade, 2014, p.12).

El crecimiento económico tras la recuperación de la región desde 2003 (y más específicamente desde 2005), generó un cambio de perfil: “ciudad de servicios, el famoso boom inmobiliario, exportaciones sojeras y recuperación industrial vinculada a lo agrícola. Rosario, lugar estratégico desde lo geográfico, pasó a ser uno de los principales lugares por donde circulaba la mayor cantidad de dinero. Y, según se desprende de este trabajo, la mayor cantidad de dinero incluye la mayor cantidad de dinero ilegal. Por otra parte, la investigación del doctor Vienna define que el poder de Los Monos se constituyó a partir de la instalación de un gobierno de facto en los barrios La Granada y Las Flores. Leyes propias, violencia permanente, miedo y silencio. Un gobierno ilegal que se construyó mientras existían gobiernos legales, municipales y provinciales que, claramente, miraron para otro lado.” (del Frade, 2014, p.13).

Porque, dice el autor, “no parece que haya recuperación del sentido existencial para los pibes con gendarmes y policías, sino con escuchas atentas, escuela, trabajo, deporte, cultura y alegría bien cequita de ellos.” De allí la idea que sostiene en el libro de que “este ciclo de acumulación y circulación de dinero fresco que es el narcotráfico también funciona como nueva etapa del imperialismo: control social sobre los pueblos del continente para garantizar que nunca más se produzca un enamoramiento masivo con la idea de la revolución.” la esperanza está en “volver a hacerle sentir a miles y miles de pibes argentinos que tienen derecho a soñar, a reír, a enamorarse y que trabajar no es una gilada ni una pérdida de tiempo. Y esa es una pelea cotidiana, cercana, afectiva y profundamente política y rebelde.” Para ello, es imprescindible “denunciar con nombre y apellido a los mafiosos y sus cómplices, sin pedir permiso a ningún poder para hacerlo. (...) Todavía estamos a tiempo.” (del Frade, 2014, pp.13-14).

5. Conclusiones: la mutación mesiánica

En medio de un mundo fracturado por diferentes crisis –de sentido, políticas, económicas, ambientales, sociales, etc.-, los poderes preestablecidos ofrecen una suerte de discurso de consolación, para intentar justificar –a la vez que excusarse y desvincularse de- los males que ellos mismos generan o promueven: como dice el mafioso de la película que cita del Frade, “no hay nada que elegir. Aquí no existe más que la aceptación. La elección se hizo tiempo atrás”. Entre indecisión –o imposibilidad de decidir- y decisión soberana, se nos impone esta idea, la de que, sin importar nada, no existe posibilidad alguna de cambiar lo que ocurre para mejorar la situación presente o futura; “la elección se hizo tiempo atrás”, esto es, hay que aceptar la “realidad”, condenando al interlocutor a permanecer aferrado a lo que es, negando tanto lo que sería posible hacer como lo que debería hacerse: otro –absolutamente otro, abstracto, lejos de nuestra comprensión- ya hace tiempo que decidió por nosotros. Esta enquistada manera de pensar, de pensar que todo está decidido de antemano, o que todo está perdido, que nada se puede hacer ya, en fin, la opción por la resignación, resulta inaceptable.

Hemos revisado, someramente, cuatro lecturas de las realidades contemporáneas y los dispositivos del poder que las configuran y subordinan: la violencia en relación con el derecho que, en tanto ata violencia y derecho, es o bien violencia fundadora o bien conservadora del mismo; la guerra urbana de incursión, teorizada y practicada por las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) en su guerra de exterminio contra el pueblo palestino que, en tanto busca alisar y desmurar los muros interiores de la ciudad, trata a la misma como espacio líquido, transparente y sin contornos, moviéndose por el mismo cual jugadores en un campo de guerra en un videojuego; los muros fronterizos entre Israel y Palestina y entre Estados Unidos y México como estructuras que, directa e indirectamente, separan, fragmentan e inmovilizan a las poblaciones que son cruzadas y atravesadas por los mismos; y finalmente, los flujos y reflujos del narcotráfico, entendiendo al narcotráfico como etapa superior del imperialismo, dentro del más amplio universo de dispositivos de control y sometimiento que el capitalismo concentrado aplica para su sostén, y su proliferación como una de sus tantas herramientas de enriquecimiento desde el crimen organizado, juntamente con sus demás manifestaciones –el tráfico de armas y la trata de personas, por ejemplo-, así como la pata criminal e ilegal del capitalismo que, criminal en sus orígenes y en sus fines opresivos, es cómplice del narcotráfico, el cual puede vivir y crecer mejor y más velozmente cuanto más es apoyado por el Estado y los gobiernos locales y provinciales, junto con las fuerzas de seguridad que mantienen el orden vigente.

En un mundo y en una época en los que prácticamente ya nada permanece sin cambios, en los que todo muro es factible de ser atravesado o fracturado, y cuando prácticamente cualquier espacio puede quedar a merced de su instrumentalización y reconfiguración por el gobierno de turno, las redes chocan con redes, los sujetos son o bien atomizados o bien dispersados, pero queda, creemos, un resquicio de mundo y de tiempo para la solidaridad activa, que también rebasa los muros tradicionales del mundo físico y de la cultura occidental moderna: es cuando aparecen las redes sociales en el mundo virtual, que también peligran en convertirse en un instrumento más de los intereses de unos pocos.

Entonces, pareciera que es hora de reconocer el papel de la vida en las fronteras, el activismo en red y la cultura como arma. En tiempos en que ya pocas cosas tienen alguna solidez –hasta que se vuelven objetos líquidos-, cuando todo se define en relación con el momento a momento, en que ningún espacio queda fuera de la vista, tiempos en los que las empresas transnacionales y de las tecnologías comienzan a conducir el mundo, se torna imprescindible desarrollar no solo nuevos aparatos teóricos para desactivar los dispositivos del poder; hace falta reconocer las condiciones que nos permitan elaborar formas que se amolden a la aceleración ininterrumpida de la vida social. En definitiva, reconocer los elementos que nos permitan construir las bases para una epistemología que mute con sus constructores: un pensamiento mutante, para reinterpretar y revolucionar, resistir y reexistir, en un mundo configurado por sociedades en constante mutación.

La “geometría inversa” es una prueba de la versión contraria de las teorías contemporáneas: la ocupación por un lado se ve reforzada, cotidianamente, de manera invisible pero palpable, por las teorías y prácticas que incursionan en las ciencias sociales y humanísticas, la arquitectura y la teoría del urbanismo, por el otro. No por nada, en los últimos tiempos han venido a ocupar el mercado un nuevo rubro de empresas, a saber, aquellas que proporcionan vallas para el control de las vías públicas y el monitoreo ordenado de la circulación total en sociedades donde la pobreza, la indigencia, el desempleo y otras formas de violencia social son cada vez menos insoslayables. Cuando el estallido social y político es cada vez más frecuente, ahí las empresas de vallas y conos aparecen, ofertando su configuración “ciudadana”, que en realidad no hace más que confirmar que ese espejo de la sociedad llamado cultura occidental agrega una nueva fractura a su superficie cada día. Ante la imposibilidad de “alisar” la superficie en su totalidad, el vidrio se emparcha, se lo repinta, restaura o se lo cubre, encubriendo así la opresión sistemática.

Una epistemología de combate. Como las vestimentas o la música: herramientas que están en constante cambio, según el flujo de la vida social, esta epistemología debe ajustarse al ritmo de la comunidad. En términos marxianos, “la mutación de las armas no podrá sustituir a las armas de la mutación”, que serán revolucionarias. Y en términos benjaminianos, en un mundo en el que la excepción es regla –en que es la excepción la que hace y configura las reglas-, asumir dichas “armas de la mutación” también en clave de una vida mesiánica, redentora y profundamente comprometida con el presente.

Bibliografía

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Trofelli, Federico. “Arquitectura hostil: la ciudad “antipobres” que diseña Larreta” en Tiempo Argentino, 21/04/2019. Recuperado de https://www.tiempoar.com.ar/nota/arquitectura-hostil-la-ciudad-antipobres-que-disena-larreta.

Weisman, Eyal. “Caminar atravesando muros” en Eipcp, european institute for progressive cultural policies. Traducción de Marcelo Expósito. Revisión de Joaquín Barriendos. Rebelión, abril 2010. Recuperado de https://transversal.at/transversal/0507/weizman/es.



[1] Un fragmento de este texto fue presentado en calidad de exposición final para rendir el curso curricular de Epistemología e historia de las ciencias sociales: “Para una crítica de la violencia social: dispositivos de división y bionecropolítica de la marginalidad, del género y de la colonialidad”, dictado durante el segundo cuatrimestre del 2020.

[2] “El dossier exotérico de este debate, que se desarrolla con modos e intensidades diversas entre 1925 y 1956, no es muy amplio: la cita benjaminiana de la Teología política en El origen del drama barroco alemán; el curriculum vitae de 1928 y la carta de Benjamin a Schmitt de diciembre de 1930, que testimonian un interés y una admiración por el "iuspublicista fascista" (Tiedemann, en Benjamin, GS, vol. 1.3, p. 886) que han aparecido siempre escandalosos; las citas y las referencias a Benjamin en el libro de Schmitt Hamlet y Hécuba, cuando el filósofo judío había fallecido ya dieciséis años atrás. Este dossier se amplió posteriormente con la publicación en 1988 de las cartas de Schmitt a Viesel de 1973, en las cuales Schmitt afirma que su libro sobre Hobbes de 1938 había sido concebido como una "respuesta a Benjamin (...) que permaneció inobservada" (Viesel, 1988; p. 14; cf. las observaciones de Bredekamp, 1998, p. 913). El dossier esotérico es todavía más amplio y aún debe ser explorado en todas sus implicaciones. Buscaremos, de hecho, demostrar que como primer documento se debe inscribir en el dossier no la lectura benjaminiana de la Teología política, la lectura schmittiana del ensayo benjaminiano Para una crítica de la violencia (1921). El ensayo fue publicado en el n° 47 del Archivflir Sozialwissenchaften und Sozialpolitik, una revista codirigida por Emil Lederer, entonces profesor de la Universidad de Heidelberg (y, más tarde, de la New School for Social Research de Nueva York), que se encontraba entre las personas que Benjamín frecuentaba en aquel período.” Ya desde 1915, Schmitt era un lector regular de dicha revista; entre 1924 y 1927, publicó en ella numerosos artículos y ensayos, entre los cuales figura la primera versión de El concepto de lo político. Véase Agamben, Giorgio, Homo Sacer II. Estado de excepción, BsAs, Adriana Hidalgo, 2005, pp.103-104. 

domingo, 23 de agosto de 2020

Farenheit 451: el hombre como fuego

A 100 años del nacimiento del genial escritor que fue Ray Bradbury, dedicamos esta entrada a su novela más famosa, Farenheit 451.
"El fuego se cambia por todas las cosas y todas las cosas por el fuego, así como el oro por las mercancías y las mercancías por el oro." Heráclito, 90.

Entre El peatón y Fahrenheit 451, median demasiados interregnos, como los dos años que separan ambos textos –publicado el primero en 1951, y en 1953 el segundo-, por no agregar el obvio dato de que el primero es un relato bien corto, mientras el último es –quizás exageradamente, quizás no tanto- la novela más famosa del autor. Digo más famosa, y no la mejor o su mayor hito literario, porque ello equivaldría a afirmar que, para el propio Bradbury, así lo fue. En verdad, como él mismo dice en el nuevo prólogo de 1993, “cinco saltos” preceden su creación[1]. Pero, por otro lado, el mismo Bradbury no admite sentirse, mientras va divagando sobre esos antecedentes, en lo más alto de su producción; así, nos enteramos de que es una ficción –creada tal vez a pesar de sí mismo- por algunos aficionados, entre rumores y nostálgica admiración, la que invita a creer eso; pero como ya hemos tenido ocasión de constatar, Bradbury nunca escribe como si esperase que sus obras llegaran más allá de la máquina de escribir, nunca preparado para el éxito que, al final, cosecharían a lo largo del tiempo, ya fuera de su control, en manos de lectores y editores impresionados por sus escritos. Como Asimov, sus sueños literarios se expresan mejor en la inmediatez de la lectura en la más bien episódica, espontánea y, al parecer, incluso instantánea, relación de sus experiencias –como lector y estudiante, como paseante- con sus impresiones vitales. Un momento vivido lo mueve o lo impulsa a escribir alguna idea, todavía sin un estilo claro, y de repente, casi sin quererlo o sin esperárselo, un nuevo ser nace de su cabeza, de sus atropelladas ideas, en un par de páginas desde una máquina de escribir en un sótano, que comparte con otros tantos jóvenes como él, sin mucho dinero.
No nos detendremos en el contenido mismo de la novela, no es nuestro cometido resumir ni describir en las páginas que siguen su “trama”; quienes ya –como el autor de este texto- ya la han leído, la conocen suficientemente bien, con todo lujo de detalle; quienes no, pueden ir a leerla y, si lo desean, incluso comparar su registro textual con su versión cinematográfica más reciente. En cambio, más que explicarla, lo que ensayaremos aquí será una suerte de interpretación propia, sin descontar ni desmerecer la obra misma.
Conocemos, por lo demás, las razones del título: 451 grados Fahrenheit es, en primer lugar, una medida matemática para una comprobación física, la temperatura a la que arde el papel. ¿Y Qué papel es el que arde? ¿Y quiénes ejecutan, quiénes inician los incendios que queman los miles de papeles? Ante todo, los “bomberos”, esos temidos personajes que, de noche a noche, son enviados a las casas de los últimos lectores que aún quedan en el mundo. En una ciudad cuyo nombre nunca se menciona, en la que sus habitantes se esconden en sus casas, todas iguales, todas monótonas, último bastión humano que, sin embargo, casi completamente desprovisto de humanidad, permanece como zona de confinamiento voluntario, del que se vuelve prácticamente imposible e inviable escapar, junto a las calles vacías, donde las personas se mueven solo en coche, y el “peatón” es, como el “lector”, una figura jurídica o cuasi-jurídica de la expulsión del sistema de vigilancia y control social.
Mientras que en El peatón, lo que se prohibía –discrecionalmente, tanto entonces como ahora- era el simple caminar, la prohibición cae ahora sobre el mismo acto de pensar, se extiende a la misma fuente mental de la condición humana,, a saber la del pensamiento, y su libertad. Entonces, la policía aparecía en tanto que paradójico dispositivo de su propia ausencia en tanto que relación con sus “objetivos” –tradicionalmente, sabemos que el sujeto policial es el mismo policía, mientras que el objeto es el que es vigilado y sospechado por el primero de un delito, ya sea en potencia o en acto-, en forma de un automóvil patrullero automatizado, que se lleva –y que no “detiene”, que no se “lleva detenido”- al “Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas”, en la novela de la que nos ocupamos ahora, se menciona a los policías de carne y hueso, pero como en el primer caso, siguen estando ausentes. Los bomberos hacen las veces de la policía en este caso, como los principales agentes y ejecutores de un régimen distópico que sin embargo también padecen, y cuyos representantes ignoran. Quien más lo sufre, evidentemente, es el protagonista, Guy Montag, atrapado en la paradójica situación que lo hace tanto un ejecutor activo de dicho régimen y, al mismo tiempo, lo vuelve uno de sus habitantes más infelices. No es -al menos no lo es sino hasta el final- una de sus víctimas directas; pero no desconoce que las hay, llegando incluso a apiadarse de una anciana a la que van a quitarle, a quemarle, sus más ansiadas posesiones, sus libros.
Entonces hay dos acontecimientos singulares que cambian su perspectiva, si bien ya desde hace tiempo, el mismo Montag insinúa esconder algo -¿algún libro, quizás?- en su propia casa, a espaldas de su propia esposa. El primero, que en realidad será uno de muchos, es su encuentro con una joven adolescente, Clarisse, a quien descubre un día tras salir del trabajo, rumbo al metro que lo conduce a su casa. Aunque son vecinos, Montag se sorprende al darse cuenta de que nunca antes la ha visto. Es ella la primera persona –sino la única- que lo despierta de su sopor cotidiano. Sus extrañas respuestas, su personalidad infantil, su espontaneidad, son todos rasgos que contrastan con las propias características del bombero, quien hasta ese momento se veía a sí mismo como una de tantas personas rutinarias y soporíferas de esa sociedad que, más que una sociedad, se asemeja a un simulacro social.
“tengo diecisiete años y estoy loca. (...) ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.” Le dice ella en su primer encuentro a Montag, mientras ambos caminan a casa, sin tomar el metro. Se sorprende aún más cuando ella suelta: “¿Sabe? No me causa usted ningún temor. (...) Le ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...” (Bradbury, 1993, p.14). ya en el presentimiento del propio Montag, su anticipación es más la sospecha del hombre acorralado de la sociedad de la inseguridad y del control[2], que la de un simple caminante ocasional, más abordado por la muchacha que sencillamente alcanzado por ella en su caminar, y solo entonces su vida cotidiana se interrumpe, es interrumpida por la presencia imprevista e inesperada de Clarisse, con sus palabras, con su perfume y con sus ademanes juveniles, los de alguien vivo y auténtico, que se manifiesta como la excepción a la regla, “loca”, “insociable”, y cada vez que el encuentro con Montag se repite, no es ya como el primero; algo ha cambiado con respecto al primero, y algo en el mismo Montag se ha modificado también, en cada uno de esos esporádicos encuentros con ella. Entonces, ella le pregunta si es feliz; él contesta, no sin cierta irritación, que sí, pero una vez en su casa, ya en la soledad de su cuarto herméticamente cerrado, se da cuenta de que, pensándolo mejor, es muy infeliz[3].
La presencia de esa muchacha –de su rostro, de sus ojos vistos a la luz de la luna, su perfume- revela a Montag, devolviéndole en el momento en que se le aparece, para hacerse presente, el sentido olvidado y disuelto de un tiempo pasado, casi completamente enterrado en su memoria, de su infancia; le recuerda a una vela en mitad de la oscuridad, durante una noche sin luz eléctrica. La llama de esa vela, recuperada a la manera de una constelación, revivida en la llama de la vela que es el rostro de la muchacha, su perfume, sus palabras, al mirarla con detenimiento, al escucharla, al compartir con ella una íntima develación, distinta, opuesta, se opone radicalmente a la llama de las hogueras que los bomberos encienden en las casas a las que son enviados a quemar los libros de unos pocos, que convierten al papel que queman en cenizas, y cuyo olor y regusto a gasolina permanece permanentemente en sus cuerpos. La revelación que se tiene al estar en presencia del otro, y la que la presencia del otro me revela, no es otra cosa que la de la condición coexistencial de lo humano, en el instante de la mutua presencia, cuando la espontaneidad de la sensibilidad puede aparecer, reingresando al estado de estancamiento de las libertades y del tiempo vivo del ser. Con los sucesivos encuentros inconstantes de Clarisse con Montag, el elemento que había sido deliberada e implícitamente expulsado del sistema simulador de vida en general, y de Montag en particular, puede reingresar al mundo estancado que, sin él, se creyó autosuficiente y completo pero, como bien sabemos por el propio tedio del protagonista, estéril, devolviéndole a su vez su consciencia de ese tedio y de esa esterilidad, aunque sin poder devolverlo a un mundo anterior al suyo, y mostrando ya desde este punto inicial de la narración, la fragilidad del sistema mismo, hasta su posterior estallido y búsqueda de uno distinto.
EL segundo momento es el del despertar de su conciencia de culpa, cuando la anciana en cuya casa irrumpen los bomberos, pero que insiste en quedarse, prendiéndose fuego ella misma, ante el horror y el desconcierto de los bomberos mismos. Antes, los libros que aquellos desparraman en montones, obscenamente, caen sobre Montag, que se sorprende leyendo una línea al azar de uno, consigue rescatar el siguiente que cae entre sus manos, guardándoselo en su axila, a espaldas de sus propios compañeros.
Sorprende, por otro lado, lo que el capitán Beatty replica a la anciana: “¿Dónde está su sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido.” (Bradbury, 1993, p.37).
Lo que ahora se nos revela no es ya aquello que el sistema intenta, más o menos exitosamente, más o menos infructuosamente, expulsar, sino, en cambio, lo que en efecto, de hecho, él mismo es. Una sociedad vacía, mecánica, superflua, en la que el pensamiento vía la lectura –su principal manifestación visible en la obra- está más eficazmente imposibilitado, más eficazmente suprimido, en tanto que la legitimación de su imposición como única opción vital se ejecuta, en contra de lo que se nos venía diciendo hasta ahora, por medio de su anulación, no mental, sino cultural y social. No hay una lucha de clases, una guerra declarada del régimen contra los intelectuales y escritores; en cambio, lo que se pone de manifiesto es, sorprendentemente, la resignación sin más, la aceptación sin trabas pero sin una imposición explícita y directa, del mismo estado de apatía y confort; se trata de un “estado distópico” del que, si bien da señales por todas partes de estar ante una especie de dictadura implícita, parece operar mucho mejor al interior de un régimen democrático[4][5], reemplazado el dispositivo policial por el de los bomberos que queman los libros, por un lado, y por una cultura puramente banal, vacía completamente de sentido, con los programas de televisión mural, en las casas y en las escuelas, por otro. Así, cuando en otro de sus encuentros con Clarisse, Montag la interroga sobre por qué no está en el colegio, ella le suelta: “Creen que soy insociable. No me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo se entienda por ser sociable, ¿no? Para mí, representa hablar de cosas como éstas. (...) O comentar lo extraño que es el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de gente y, después, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de trascripción o de reproducción de imágenes, y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas, o por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte las respuestas ¡zas!, ¡zas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas, y todos nos decimos que es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el día, sólo somos capaces de acostarnos” (Bradbury, 1994, p.30). Y agrega: “me gusta observar a la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro», y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van. A veces, incluso voy a los parques de atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren los arrabales de la ciudad a medianoche y la Policía no se mete con ellos con tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil, todos contentos. A veces, me deslizo a hurtadillas y escucho en el «Metro». O en las cafeterías. Y, ¿sabe qué? (...) La gente no habla de nada. (...) Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. En los cafés, la mayoría de las veces funcionan las máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical encendida y todas las combinaciones coloreadas suben y bajan, pero sólo se trata de colores y de dibujo abstracto.” (Bradbury, 1993, p.31).
Importa poco de qué régimen se trate; lo que en realidad importa, aunque solo sea para los menos, para los que comienzan a despertar, así como para los lectores, que están fuera del texto y de la sociedad que configura, es la irrelevancia, la inimportancia de todo; la monotonía que, circularmente, hace funcionar a un sistema que, hacia adentro, es mera forma, mera máquina de repetición, para la cual no solo el “tiempo normal” yace estancado fuera, sino que, y esto es lo más asombroso, es que ni siquiera existe, para dicho sistema el tiempo es como si estuviera ausente, y lo que lo reemplaza es una fabricación sin sentido de un tiempo nuevo y paradójicamente estanco, un “tiempo detenido en el tiempo” o, si se prefiere, un “tiempo fuera del tiempo” de la sociedad, que desliga a sus sujetos de la misma, convirtiéndolos en meros individuos separados, en cosas que circulan en su interior, para aceitarla, para su eficiente funcionamiento; pero una máquina no tiene alma, carece de espíritu; no puede siquiera evolucionar y cristalizar en una mente si, en verdad, sostenida por sí sola, no consigue sostener sino una mera simulación de vida, de tiempo y de espacio, y sus engranajes no sirven sino a quienes, desde otro lugar, invisibles, manejan sus mecanismos. Si no posee en sí la capacidad de mostrar las lagunas de sus mismos fundamentos, entonces está hecha como carente de todo pensamiento, haciendo aguas a causa de otros, pero también en ella misma. Esta máquina está, así construida, imposibilitada de lo que ella misma prohíbe, pero por lo mismo que prohíbe, su rigidez la condena al fracaso; una máquina falta de mentalidad, pero que, sin embargo, expresa la vigilancia de una mentalidad que, consciente o inconscientemente, se quiere a sí misma como la única posible.
Los bomberos tienen sus signos propios: el número 451 pintado en sus cascos y bordado en las mangas, la salamandra en el pecho de los trajes, los manuales diminutos con indicaciones simples y sin ambigüedad alguna; y sus artefactos físicos: el perro mecánico, los lanzallamas, el vehículo que los transpora. Todos signos puramente instrumentales, definitivos; en su semiótica, no existe lugar para la equivocidad de los significados, para la plasticidad de las palabras, para la singularidad de los símbolos. Lo único que sustenta su uso es su eficiencia, su eficacia instrumental; sin embargo, hay que reconocerle al sistema seudo-social de los bomberos su valor como imposición significante –a la vez que como impostor de valores-, como máquina semiótica del terror –o del miedo- que colabora a instalar, su complemento y sostén simbólico. ¿Qué mejor máquina de signos para semejante mundo de opresión que la de los bomberos, denotativa de inmunidad ante el peligro de las llamas, y connotativa de protección y de seguridad sociales ante los “anormales”?
Como reverso de ese mismo aparato semiótico, aquel otro que, por su parte, si bien es absolutamente distinto al del bombero, es el de los programas televisivos; una retórica vacía de contenido, cuyos efectos se reducen al entretenimiento, escenario de las imágenes sin fondo, de los diálogos sin escena, de los objetos sin sujeto alguno, de la pura repetición homonímica de enunciados sin referencia a interlocutor alguno, en que el valor de los interlocutores se pierde, desvanecido en la laguna de enunciados que se unen sin hilo, que se juntan sin entramado alguno, que no dicen nada, sino que son la verificación seca y banal de estados de ánimo insípidos, que no buscan hilar un sentido de la vida, sino mostrar la apariencia de tramas vacías que, de ser tocadas con el más pequeño alfiler, se deshilacharían en una incoherente e inconexa serie de hilos sueltos. “Él yacía lejos de ella, al otro lado del dormitorio, en una isla invernal separada por un mar vacío. Ella le habló desde lo que parecía una gran distancia, y se refirió a esto y aquello, y no eran más que palabras, como las que había escuchado en el cuarto de los niños de un amigo, de boca de un pequeño de dos años que articulaba sonidos al aire.” (Bradbury, 1993, p.39).
Llega incluso el momento en que, una vez en casa después del trabajo ese mismo día, Montag descubre que ni él ni su esposa recuerdan cuándo ni dónde se conocieron. El recuerdo de otro instante en su mente lo sacude, lo arranca del presente llevándolo al pasado, y del recuerdo del pasado a la futilidad del presente; el diente de león de Clarisse, un simple pedacito de algo insignificante, diminuto, pero lleno de luz por un segundo, en las manos de la joven, al frotarlo en su cara primero, y en la de Montag después. El diente de león no lo había manchado entonces; pero ese juego tan extraño le revela, vuelto al presente, su actual condición de vacío; un vacío cada vez más grande entre él y su esposa, entre él y el resto de quienes lo rodean. “Bueno, ¿no existía una muralla entre él y Mildred pensándolo bien? Literalmente, no sólo un muro, tres, en realidad. Y, además, muy caros. Y los tíos, las tías, los primos, las sobrinas, los sobrinos que vivían en aquellas paredes, la farfullante pandilla de simios que no decían nada, nada, y lo decían a voz en grito. Desde el principio, Montag se había acostumbrado a llamarlos parientes.” (Bradbury, 1993, p.41))
La furia lo precipita a gritar; su esposa reacciona encendiendo algún aparato en las paredes, pero solo consigue aumentar su dolor de cabeza, en lugar de ayudarlo a desaparecer. “Una gran tempestad de sonidos surgió de las paredes. La música le bombardeó con un volumen tan intenso, que sus huesos casi se desprendieron de los tendones; sintió que le vibraba la mandíbula, que los ojos retemblaban en su cabeza. Era víctima de una conmoción. Cuando todo hubo pasado, se sintió como un hombre que había sido arrojado desde un acantilado, sacudido en una centrifugadora y lanzado a una catarata que caía y caía hacia el vacío sin llegar nunca a tocar el fondo, nunca, no
del todo; y se caía tan aprisa que se tocaban los lados, nunca, nunca jamás se tocaba nada. El estrépito fue apagándose. La música cesó. (...) Algo había ocurrido. Aunque en las paredes de la habitación apenas nada se había movido y nada se había resuelto en realidad, se tenía la impresión de que alguien había puesto en marcha una lavadora o que uno había sido absorbido por un gigantesco aspirador. Uno se ahogaba en música, y en pura cacofonía.” (Bradbury, 1993, p.42).
Los bomberos son, como dice el capitán Beatty, los “Censores oficiales”, los “jueces y ejecutores”. En un mundo en el que todas las casas son ahora ignífugas, el papel de los bomberos ha sido completamente trastocado, sufriendo un giro de ciento ochenta grados: ya no se encargan de apagar los incendios, sino que su nueva tarea es la protección de la “tranquilidad de espíritu”, del “pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores” y, para ello, tienen que provocar nuevos incendios, necesarios para que los odiosos, antipáticos e in-apaciguadores libros desaparezcan, para que no molesten a nadie, para que todo el mundo pueda vivir en paz, feliz y entretenido (Bradbury, 1993, p.52). Pero semejante tarea implica, como contrapartida, una angustia insoslayable, la de cerrar los ojos y los oídos a todo aquello que nos resulte molesto, extraño, distinto, que sacuda nuestras conciencias y arranque de lo más profundo de nuestro ser sentimientos y emociones incontrolables, como el miedo o la ira, que nos provoquen lágrimas o sonrisas, porque con los personajes, con las historias y con sus autores, somos capaces de identificarnos y de extraer, vía la lectura singular, siempre algo nuevo. Esos sentimientos y esas emociones, empero, una vez despertados por la lectura, ya no pueden volver a dormir tranquilos, ya no es posible tampoco someterlos o controlarlos automáticamente por medio de artefactos o dispositivos específicos; sería mucho más interesante –aunque también difícil- convertir a los mismos libros en dispositivos, como peligra en convertirse el I Ching en la novela dickiana, pero incluso esto se vuelve, a la larga y gracias a los intercambios infinitos de impresiones y de lecturas, de escrituras incluso, casi un autoengaño; como nos decía Bradbury al final del prólogo, sus personajes –nosotros agregaríamos que las historias también- han adquirido vida, les ha dado él mismo no solo la capacidad de vivir al interior de su texto, sino el salir y andar más allá del mismo texto original y, una vez puestos en texto, una vez puestos a vivir y a andar fuera de las manos del autor, su circulación y reinvención ya no puede detenerse.
La “semiótica del fuego”, no es el único otro aspecto del “régimen de la quema”, uno en el que está prohibido tanto pensar como leer; podríamos incluir además el aspecto arquitectónico, al que en una ocasión la propia Clarisse se refirió entonces: “«Nada de porches delanteros. Mi tío dice que antes solía haberlos. Y la gente, a veces, se sentaba por las noches en ellos, charlando cuando así lo deseaba, meciéndose y guardando silencio cuando no quería hablar. Otras veces permanecían allí sentados, meditando sobre las cosas. Mi tío dice que los arquitectos prescindieron de los porches frontales porque estéticamente no resultaban. Pero mi tío asegura que éste fue sólo un pretexto. El verdadero motivo, el motivo oculto, pudiera ser que no querían que la gente se sentara de esta manera, sin hacer nada, meciéndose y hablando. Éste era el aspecto malo de la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar. Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más jardines donde poder acomodarse. Y fíjese en el mobiliario. Ya no hay mecedoras. Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande por ahí.” (Bradbury, 1993, p.55).
Un año antes, Montag ha tenido un raro encuentro con un profesor de literatura retirado en un parque. Se llamaba Faber. Le habló de poesía, contemplando todo lo que los rodeaba; escondía un libro de poesía en su bolsillo. Le dijo entonces a Montag: “No hablo de cosas, señor (...) Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo.” (Bradbury, 1993, p.61). ¿Dónde encontrará, entonces, nuestro protagonista, la ayuda que busca? Si su esposa no puede dársela, alguien más tendrá que hacerlo. “«Me siento entumecido (...) ¿Cuándo ha empezado ese entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? (...) El entumecimiento desaparecerá. Hará falta tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí. Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido. Incluso la sonrisa (...), la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella estoy perdido.» piensa Montag en el Metro hacia la casa del viejo profesor retirado. Una vez allí, y con un ejemplar rescatado de la Biblia, ambos se sorprenden; pero Faber le dice a Montag que lo que él necesita no son los libros, sino las cosas que estaban en ellos. En sus propias palabras, Faber continúa así: “No, no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros. (...) ¿Se da cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad.” (Bradbury, 1993, p.67).
Faber concluye diciendo que lo que necesitan son tres cosas: calidad, ocio y “el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos.” (Bradbury, 1993, p.68). Una vez emprendido el camino de la lectura, ya no puede parar. Pero Montag, con la vocecita de Faber en su oído por un lado, y la engañosa voz de Beatty, por otro, tiene todavía que decidirse; el camino del primero se asemeja al del Sócrates platónico –“¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía de la mayoría!”-, mientras que la del segundo es la del sofista, aquel que o bien utiliza los libros y sus palabras para convencer y engañar, o bien se deshace de todos ellos, al demostrar su incoherencia y su inutilidad en conjunto: “Oh, te has asustado tontamente (...) porque he hecho algo terrible al utilizar esos libros a los que tú te aferrabas, en rebatirte todos los puntos. ¡Qué traidores pueden ser los libros! Te figuras que te ayudan, y se vuelven contra ti. Otros pueden utilizarlos también, y ahí estás perdido en medio del pantano, entre un gran tumulto de nombres, verbos y adjetivos. Y al final de mi sueño, me he presentado con la salamandra y he dicho: «¿Vas por mi camino?» Y tú has subido, y hemos regresado al cuartel en medio de un silencio beatífico, llenos de un profundo sosiego.” (Bradbury, 1993, p.85).
Cuando, al final acabe con su capitán, con su propia casa y hasta con la mayor parte de los libros rescatados con un lanzallamas, sentirá que acaba de precipitar los acontecimientos de la manera más indeseada posible; no ha actuado con la cabeza fría, sino impulsado por la furia ciega, al descubrir que su último objetivo como bombero era su propia casa o, al menos, lo que hasta ese fatídico instante fue su casa, vuelta ajena para él una vez convertida en el nuevo centro escénico de las miradas de todos.
Antes de concluir, una apreciación más. Montag se descubre a sí mismo como el centro de la nueva cacería, un fugitivo en la ciudad nocturna; por el pequeño aparato de Faber primero, y en medio de su propia carrera desesperada hacia el río después, se observa, a la vez espectador y protagonista de un drama impensado. Perseguido por el sabueso mecánico por tierra, que rastrea su olor particular en la atmósfera, por decenas de helicópteros por aire, y por miles y miles de familias que siguen la persecución por sus televisores murales, se ha convertido en un fantasma, cuyo sudor y cuya saliva no deja nada sin tocar; le aconseja a Faber que queme todo lo que él ha tocado en su casa, que rocíe el césped, que elimine toda huella posible; antes de marcharse de la ciudad para siempre, su nuevo amigo le da una maleta con ropa vieja, que se pondrá luego, desechando su ropa de trabajo en el río, perdiendo así a sus perseguidores. El anonimato de las calles por las que corre para escapar funcionan, por lo demás, de suelo físico del campo de la anomia, un campo donde la única norma en pie, contra los “peatones” como Montag, contra los que “van a pie”, es la fuerza, expresada en el constante aumento sin pausa de la intensidad de la persecución, convertida en espectáculo para la multitud inconsciente. “Allí estaba, había que ganar aquella partida una inmensa bolera en el frío amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un ruedo dos minutos antes de la aparición de ciertas víctimas anónimas y de ciertos matadores desconocidos.” (Bradbury, 1993, p.96). una vez en la corriente del río, “Montag sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de actores a su espalda. Sintió como si hubiese abandonado el gran espectáculo y todos los fantasmas murmuradores. Huía de una aterradora irrealidad para meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.” (Bradbury, 1993, p.106).
En su flotación sin rumbo en la corriente del río, Montag sigue reflexionando; comparando todas las llamas, todos los fuegos, desde las luces de la ciudad, los incendios, la luna y el sol, descubre que alguno tendrá que detenerse, en algún momento. El sol quema el tiempo, piensa, pero si todo ha de arder, algo tendrá que conservarse; el mundo, el agua y la tierra, desde luego, junto con los pensamientos y la libertad, ya que el sol arde cada día, quemando al mundo cada día; pero el descontrolado fuego de los bomberos, que fascina por su capacidad de destrucción inmediata, de responsabilidad y de consecuencias, de problemas y de soluciones, sucedáneo de un invento imposible de la humanidad, del movimiento perpetuo que todo lo destruye, lo disuelve y lo torna indiferente, ha de ser detenido; si no, consumirá tanto libros como seres humanos. Ante el fuego de los incendios de los bomberos, elevados al cielo a base de libros, se opone el límite de la vela, del sol y de la luna, del río, de la frescura de los árboles y del campo. Un nuevo sol, distinto al fuego de las salamandras, ha de iluminar el firmamento de Montag, para erigir con ello algo nuevo, para arrojar una nueva luz en medio de un mundo hasta entonces hecho de oscuridad.
En la nueva comunidad a la que ingresa, ya en la ciudad abandonada junto al río a la que acaba de llegar, unos cuantos hombres de cierta edad lo dejan sorprendido cuando le revelan que han inventado un sistema para recordar cada cosa que leen: “Aquí estamos todos, Montag: Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan. (...) También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores.” (Bradbury, 1993, p.111). No se trata solo de arquitecturas distintas para luchar contra la “alienación urbana” –las vías, las colinas-; se trata, primeramente, de la memoria como nueva fuente y seguro de los conocimientos, como arma tanto de rescate de lo pasado, como cauce para el futuro. “Somos ciudadanos modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormimos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada.” (ibidem). Son “vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior”; son miles, y esperarán a que la guerra termine, para volver a ser de alguna utilidad. “Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.” (Bradbury, 1993, p.115).
Entonces, es con la nueva llama, la llama de la memoria, con la que un mundo nuevo podrá ser, en un futuro todavía por venir, construido, para hacer advenir al él lo que, más allá de los libros, éstos contenían, surgiendo, en verdad, del interior de cada ser humano en tanto que libre; no se trata de recordar para repetir lo que los libros decían; más bien, implica rememorar para reescribir, a partir de lo ya leído, un mañana aún por leerse, aún por nacer. Para que el presente alumbre un futuro, tienen que citar, recordar y recitar todo aquello que, a lo largo de la historia, se ha conservado, dentro de los libros, ahora en sus cabezas; solo así, el pasado puede volver al presente, ya que el presente no deja de citar al pasado, y ellos saben que en cada una de sus cabezas se esconde y se guarda cada uno de esos libros, como en cada uno de dichos libros se escondía y se guardaba, también, la elaboración de cada acontecimiento, idea y pensamiento.
“Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojarnos sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.” Dice Granger a Montag, mientras todos observan las ruinas de la ciudad al otro lado del río, desbastada por la guerra. Sí, la humanidad acaba renaciendo, pero le es más fácil arder que renacer de sus cenizas; y, pese a las mejores esperanzas de Montag, la humanidad no ha dejado de arder. Lo cual revela que ni el derrumbamiento ni el renacimiento son constantes de la historia, necesidades del ser humano; pero que, sin embargo, el fuego que destruye en lugar de calentar, controlado en la hoguera de los nuevos compañeros de Montag, el de los bomberos, un fuego tanto de civilización como de barbarie[6], no ha cesado de vencer[7][8]. Se vuelve imperioso, para vencerlo, encender un nuevo fuego, cuyo combustible ya no sean los libros, sino los sueños, no para su imposibilidad, sino como anuncio de su realización.

viernes, 5 de junio de 2020

La comunidad o el racismo


El pasado 25 de mayo, el mundo entero asistió a un acontecimiento que generó, primero indignación, luego levantamientos masivos, al difundirse un video que mostraba a las fuerzas policiales en Minneapolis, una ciudad estadounidense marcada por el racismo, deteniendo y matando sin vergüenza ni culpa alguna a un activista afro: se trataba de George Floyd, cuyo asesinato ejecutado por una institución imbuida de una tradición histórica de racismo y discriminación hacia la población negra, actualmente extendidos al resto de comunidades migrantes, dice mucho de un sistema, una cultura y un país que, en un contexto de crisis sanitaria, extrema el ya conocido estado de excepción –que se remonta más allá del 11S, y cuyos antecedentes pueden rastrearse hasta la crisis de los años 30, la posguerra e incluso la represión policial en los 70 a las movilizaciones masivas contra la Guerra de Vietnam-, en el nuevo estado de riesgo, en forma de un estado de reclusión y de exclusión sin límites. Si antes la excusa esgrimida por las instituciones y los partidos tradicionales –demócratas y republicanos por igual- fue el terrorismo internacional, con lo cual los gobiernos norteamericanos de los últimos veinte años explicaron su amparo en la doctrina de seguridad nacional, y cuya culminación se manifestó en la promoción, como orgullo nacional, de la cárcel de Guantánamo, el actual clima de incertidumbre, en medio de una pandemia cuyos efectos ponen en peligro la vida humana en su conjunto, promueve y permite la vieja excusa racista, cuya expresión última es el muro en la frontera, más o menos delineada, con México.
El ascenso, desde el 2008 al 2016, de un presidente afroamericano al poder, no bastó para desmontar por completo los mecanismos racialistas y discriminatorios que, en verdad, no hicieron sus promotores sino ocultar bajo las instituciones liberales. De más está decir, aquí como dato casi fuera de lugar, que fue precisamente el gobierno de Barack Obama aquel que promovió la mayor expulsión y deportación de inmigrantes ilegales del imperio del norte en toda su historia.
Lo que ahora resulta interesante, saqueos y movilizaciones mediante, es cómo, en contra de lo que podría creerse, en realidad la “violencia” de los “negros” que ocupan las calles en un momento en el cual el gobierno impone el lema “quédense en casa”, no tiende, necesariamente, a ser revolucionaria. Como ocurre con la actual pandemia, nada nos invita a suponer que las movilizaciones contra la violencia institucional y policial se conviertan, en lo sucesivo, en un elemento revolucionario, que sacuda los mismos cimientos de la vida social, cultural y política de los estadounidenses. De hecho, la exigencia, por los allegados de la comunidad afro-americana a la víctima primero, y por otros grupos de migrantes después, se erigió, originalmente, como un simple “pedido de justicia” o, en términos más foucaultianos, como una acción de “micropolítica”. La ironía reside en reconocer que, en el mismo término “micropolítica”, se halla contenida la posibilidad, la potencialidad, de afectar, de conmover –y hasta, por qué no, de remover, de sacudir, de trastocar- toda comunidad, toda sociedad, a su nivel más “macropolítico”.
En un texto de reciente aparición, publicado el 10 de abril en HuffPost, la conocida activista Naomi Klein nos tira la siguiente reflexión: “Una de las cosas más evidentes en Estados Unidos es que los afroamericanos están muriendo más que los blancos. La razón es que viven en las zonas más contaminadas de Estados Unidos, porque las fábricas que más contaminan se construyen en las zonas más pobres del país y parece que es ahí donde el coronavirus golpea más porque las deficiencias respiratorias son mayores.” (en Capitalismo y pandemia, p.115). El artículo se titula “La crisis del coronavirus es una oportunidad para construir otro modelo económico”. Enseguida, la activista pasa a reflexionar sobre las condiciones de la protesta en el complejo contexto global de pandemia; pero salgámonos de esta problemática, que no es –al menos por el momento- la principal preocupación de este trabajo. Lo será, claro, pero al final del mismo. Detengámonos, por un instante, en el problema del racismo.
No es una cuestión nueva; ni siquiera es, como ya sabemos, una cuestión mensurable a la sociedad estadounidense desde la década de los años 60, cuando activistas como Martin Luther King, y grupos como las Panteras Negras, comenzaron a impulsar y propulsar, con resonancia internacional, el problema del racismo estadounidense. Un racismo que, como también sabemos, no se limita a la población afro o “negra”, sino que extiende su mirada escrutadora e inferiorizante, negadora de ser, a inmigrantes medio-orientales, chinos, latinoamericanos. Con el asesinato de Martin Luther Fing en los años 60, adquirió resonancia mundial el problema del racismo hacia los “negros”; el Ku Klux Klan, heredero de las ambiciones y aspiraciones de los esclavistas del sur estadounidense de comienzos del siglo XIX, tuvieron que ser “eliminados”, convertidos en enemigos públicos de la democracia, por más que, paradójicamente, tuvieran amplia aceptación por parte de muchas personalidades públicas y medios masivos de comunicación. Décadas antes, el genial escritor Ray Bradbury denunció en diferentes oportunidades, en relatos como El otro pie[1] y Un camino a través del aire, una cultura impregnada del segregacionismo al que se veían, todavía entonces, sometidos los descendientes de aquellos esclavos; segregacionismo que, si atendemos a los conflictos políticos de su época, fue convenientemente encubierto por el macartismo, al que le interesaba mucho más la polarización entre democracia y comunismo, mientras desplazaba, aunque sin quererlo, la de blancos y negros.
En su ya clásica obra Crítica de la razón negra, el historiador Achille Mbembe, realiza una arqueología, una genealogía, una historia del racismo, europeo y americano, centrándose en la discriminación sistemática y sistémica hacia las poblaciones africanas. Su análisis pone el foco en el término de la “negritud”, de lo “negro”, referente a los “negros”, como palabras que el mundo civilizatorio, blanco, colonialista e imperialista, nombró, impuso que se nombraran, que fueran nombrados, los habitantes de África, así como sus descendientes en suelo americano. Hay quienes, argumenta, sueñan con ser estadounidenses, alemanes, franceses... nadie, sin embargo, desea ser un negro.
Acá, los “negros” no son solo los afro-descendientes; con dicho vocablo, ciertos personajes de la cultura y la política nacional suelen referirse a los inmigrantes bolivianos, peruanos y brasileros; así también, coloquialmente y ya en el sentido común de la mayoría, al mundo de los trabajadores en situación precaria.
En los Estados Unidos, por otra parte, la cosa es distinta, aunque guarde sus similitudes. Respecto a las movilizaciones de los últimos días, podemos afirmar que son la expresión cabal –y más terrible, más mediocre- del estado de excepción que, actualmente, es la regla de vida de un país que, al resto del planeta, procura imponerle dicha situación a través de instituciones como el FMI, el Banco Mundial y, más recientemente, el Covid-19.
Mbembe acuña un término nuevo, habla del “devenir negro del mundo”, refiriéndose a la extensión del esclavismo más allá de los continentes africano y americano –el llamado por Enrique Dussel “sur global”-, en formas renovadas; esas formas son, según él, la explotación del capitalismo salvaje y la financiarización de las relaciones internacionales. Las nuevas formas de la esclavitud global amplían el racismo tradicional a todas aquellas poblaciones y personas en situaciones de precariedad, cuyos cuerpos valen cada día menos según el mercado internacional. Con la última crisis de tipo sanitaria, aunque también económica y ecológica, del Coronavirus, la explotación clásica de los cuerpos de los trabajadores, con el llamado plusvalor como instrumento de un mundo marcado por el flujo de mercancías, deja paso, ahora más eficazmente todavía, a la negación de dichos cuerpos, por lo tanto de todo valor sobre los mismos, fuera de los cálculos del nuevo poder financiero, y reingresan al campo de la vida social en su grosera exposición una vez muertos, ya sea a causa de la última enfermedad, ya sea asesinados más directamente por la violencia policial y militar de gobiernos que, retóricamente más o menos “democráticos” y “republicanos”, deciden, discrecionalmente, sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos. Las excepciones son, quizás, tres de esos gobiernos: el de Donald Trump, Jair Bolsonaro y Xi Jinping. EN efecto, China, Brasil y los Estados Unidos son, actualmente, los tres países que, entre los más afectados por el nuevo –o no tan nuevo- virus global, pibotan entre discursos “democráticos” y, sin embargo, tienden más cada día, hacia discursos de tipo “autoritario” o “neofascista”. No por nada, incluso hay quienes han tildado las medidas xenófobas y represivas de Trump de “nazis”.
El “devenir negro del mundo” del que nos advierte Mbembe aparece, no obstante, aunque insospechadamente y con intenciones y signos claramente distintos, en otros lugares más bien comunes: por ejemplo, en las películas y series de ciencia ficción distópica y el Cyberpunk. Tal vez no sea algo tan conocido, pero el término “robot”, y la familia de palabras a ella asociada –“robótica”, “robótico”, etc.-, proceden de la palabra “robota”, que significa “trabajo servil” en checo; además, “rob”, en eslavo antiguo, significa “esclavo”[2]. Un esclavo es, en estos términos, una cosa sin alma, un autómata, una máquina que funciona, pero que lo hace automáticamente, carente de todo pensamiento o voluntad.
Las diferentes revoluciones políticas en el tercer mundo no han podido, pese a sus mejores intentos, acabar con semejante problema. En Sudáfrica, por ejemplo, el racismo parece haber sido superado, pero sus condiciones económicas en relación al primer mundo, por imposiciones de las grandes transnacionales, vuelven a poner en jaque al mismo país de Nelson Mandela. En el resto de África, por otro lado, las desigualdades –económicas, políticas y raciales- son consecuencia tanto de una larga historia de dominación y colonización europeas, esclavismo y, más recientemente, también del aumento de la minería, sin olvidar el problema de los conflictos tribales, cuya violencia se ve en aumento al servir de complemento paramilitar tradicional a la imposición de políticas militaristas, mineras y financieras que empujan a la miseria extrema a la mayoría de las poblaciones. En los Estados Unidos, que está en la otra punta del triángulo –junto a Europa y África, que podríamos ampliar a una figura mucho más compleja, al ramificar sus herencias en toda América Latina-, por otra parte, nunca los gobiernos republicanos se han visto amenazados por golpes de Estado, a pesar de su larga historia de magnicidios; lo que se ignora con la oposición –en forma de una disyunción excluyente y absoluta- “democracia/racismo”, como en la de “racismo/tolerancia”, es que un país con estructuras institucionales imperialistas desde sus mismos orígenes no ha requerido nunca, en verdad, de semejantes expresiones de la violencia política, cuando sus gobiernos se cimientan, para su legitimidad, tanto más en el ejército, las agencias de inteligencia y de seguridad, que en su pueblo y en sus diferentes expresiones –medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, sindicatos-, juntamente con el apoyo que reciben de las grandes empresas transnacionales.
Así, caeríamos en una miopía total si quisiéramos ver en declaraciones hechas por, digamos, por dar un solo ejemplo, el general James Mattis, ex secretario de Defensa del gobierno de Trump, contra sus respuestas represivas a las movilizaciones por el asesinato del joven Floyd, al decir que lo que el presidente promueve es el slogan “divide y vencerás” , como estrategia de guerra, como política de guerra incluso, de tipo nazi, porque lo característico de la sociedad norteamericana sería, postula el mismo Mattis, lo expresado por el lema “la unión hace la fuerza”. ¿Cómo comprender semejante discurso “nacionalista”, como opuesto al del propio mandatario estadounidense, cuyo gobierno ha sido tildado, no en pocas ocasiones, no solo de “populista” y de “xenófobo” sino, además, de “nacionalista”? Pero estaríamos pasando por alto que la separación del general del funcionariado de Trump se debió, según se nos dice, por la retirada de Siria.
La “sociedad” no es lo mismo que la “comunidad”. La sociedad expresa una igualación de fuerzas, y ahí adquiere sentido lo “social”, pero también implica una homogeneización y una neutralización de los actores, y se excluye lo que no puede ser absorbido por dicho proceso: recordemos posiciones como el multiculturalismo o la interculturalidad, posiciones que son insuficientes para la lucha social si se pasan por alto otros procesos, como la asimilación o la aculturación, mientras que lo que sería deseable, más bien   es la transculturación, el diálogo intercultural o entre culturas, pero agregándole el componente político. Lo comunitario, en cambio, implica asumir un aglutinamiento, un conjunto amplio y diverso, no homogéneo, asimétrico sin ser necesariamente desigual, donde las prácticas comunitarias como las fiestas tienden, no a neutralizar, sino a incluir, a yuxtaponer las distintas tradiciones culturales y populares, en la ofrenda común que hacen los grupos a sus comunidades. Falta todavía, sin embargo, poner a prueba el término “raza”, y reconocer su carácter político-instrumental: puede ser fuente del racismo, generalizado, de exclusión inclusiva cada vez más extendida de la negritud al resto de poblaciones y comunidades que no se ajusten a las ofertas del sistema –capitalista, colonialista, imperialista, patriarcal y racialista-, o bien ser fuente y cauce de lo que, en términos emancipatorios, el filósofo mexicano José Vasconcelos denominó la “raza cósmica” del continente americano, la quinta raza planetaria. Nosotros agregaremos, por nuestra parte, que esa “raza cósmica” ha de tener un anclaje no solo continental y global, además ha de extender sus brazos al resto de la vivaz cohabitancia del multiverso: una raza que no es ya la humanidad solamente, sino que incluye asimismo al reino animal, al vegetal y, por qué no, al de los seres microscópicos; en tanto que cósmica, dicha raza se reconoce –y reconoce- como una entre otras del cosmos, una “raza alienígena”, hermana de otras entre las estrellas.
Por último, hemos de asumir –para que también se asuman- las comunidades afroamericanas, junto con el resto de comunidades migrantes, dentro del gigantesco proceso de disputa por la justicia social, los derechos humanos y los sentidos políticos, que demarcan, políticamente, culturalmente incluso, la disputa por la soberanía del estado de excepción en el que se ha convertido, queriéndolo o no, el actual país del norte. La conducción de ese estado de excepción no ha dejado de estar, casi siempre, hegemonizado por los jefes imperiales; empero, marginalmente los grupos de lucha por los “derechos civiles”, y en otros tiempos, contra-hegemónicamentepor líderes populares –Lenin en Rusia, perón en la Argentina, Fidel Castro en Cuba, y Nelson Mandela en Sudáfrica-, una pulseada política ha disputado, de mano a mano, la potencialidad que para cualquier movimiento político implica sostener en sus propias manos, en verdad, conducir una revolución que comienza siendo nada revolucionaria ni radical, pero que, si se busca, puede acabar, para bien o para mal, en una verdadera revolución estructural. Tener en las propias manos, habiéndose primero parado en los miles de pies andantes, la vocación por transformar instituciones como la policía o el ejército, implicará tomar también, por el cuello con manos y pies, con el mayor ímpetu posible, los partidos tradicionales y los medios de comunicación hegemónicos; la tarea por renovar y reformar o, incluso, remover y derrumbar, toda una serie de dispositivos y aparatos represivos es, creo, una tarea imperiosa de los actuales movimientos que, como no ocurría desde el asesinato de Martin Luther King, son conducidos por la comunidad afro-estadounidense.
Nota: para las declaraciones de James Mattis, véase el artículo titulado "Obama, Bush, Clinton y Carter acusan a Donald Trump de dividir EEUU", disponible en https://www.elmundo.es/internacional/2020/06/04/5ed943a521efa0c5248b45ae.html.


[1] Los siguientes pasajes del mismo, incluido en El hombre ilustrado, son reveladores: tras regresar del aeródromo, donde la multitud esperaba ver al hombre blanco bajar de su cohete para lincharlo, en un Marte únicamente poblado por personas de color, Willie, anonadado, dice: “...el futuro está ahora en nuestras manos. El tiempo de la tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprendí en seguida al oír a ese hombre. Comprendí que los blancos están ahora tan solos como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la teníamos. Somos iguales. Podemos empezar otra vez.” Y cuando, ya en casa, sus hijos salen a preguntarle si de verdad ha visto al hombre blanco, les responde: “Sí, señor (...) Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco... Lo he visto de veras, claramente.” (Bradbury, 1955, p.44). Es un hombre blanco, uno que viene de muy lejos, de un planeta Tierra asolado, desbastado por una tercer gran guerra, de la cual apenas han sobrevivido unos quinientos mil. Pero después de verlo, a este hombre blanco, viejo y cansado, la venganza de Willie, la imposición del racismo como un bumerán que, de blancos a negros pasa de negros a blancos, se rompe, se desvía o, incluso, desaparece. Lo que ocurrirá luego, por otra parte, no se nos dice.
[2] Véase Asimov, Isaac y Janet, Norby, el robot extravagante, 1983, p.2.